6/17/11


S. Josemaría Escrivá, maestro de perdón


Jaime Cárdenas del Carré



Las enseñanzas sobre el perdón en San Josemaría Escrivá de Balaguer revisten una actualidad innegable: es necesario redescubrir el perdón y aprender a amar

     
     
      ÍNDICE:

     . Redescubrir la novedad liberadora del perdón.

     . El Gran Amor

    a Ahogar el mal en abundancia de bien
    b El hogar que yo he visto
    c Unidad de vida
    d Sacerdote de Jesucristo

     . En el centro del mensaje

    a Un mensaje de amor y de paz
    b Mentalidad laical y rechazo del fanatismo

     . La homilía El respeto cristiano a la persona y a su libertad

    a Planteamiento y líneas de fuerza
    b La libertad, el derecho a la intimidad y a ser uno mismo
    c Caridad: de la oscuridad a la luz

     . Actitud ante las calumnias

    a Justificación
    b Humildad
    c Perdonar y rezar
    d Tiempo de callar
    e Tiempo de hablar
    f Trabajar y sonreír

     . El perdón como estilo de convivencia y la cultura de la paz

    a Parámetros culturales y perdón
    b Efecto global: sembradores de paz y de alegría
    
    . Redescubrir la novedad liberadora del perdón
      

El mensaje de Cristo sobre el perdón fue revolucionario en su momento y lo sigue siendo ahora. Supone un cambio de paradigma con relación al ojo por ojo, diente por diente. En el mensaje cristiano, al refundarse las relaciones humanas en el amor, el perdón, como el amor de Dios de donde éste surge, no tiene medida, no admite límites ¿Cómo debo perdonar? Como Él nos ha perdonado, “¿Cuántas veces debo perdonar? ¿Hasta siete veces? Hasta setenta veces siete” ¿A quiénes debo perdonar? A todos, ya que el “amarás a tu prójimo” de Jesús amplía el propio término, y abraza a toda persona, incluidos los enemigos y cualquier acción ofensiva. Se pasa de la contención de la venganza, a la “lógica del amor”, al acto positivo de amar a quien ha ofendido.
      La misericordia y el perdón se declaran en el Sermón de la Montaña; de hecho es “tan importante que es la única petición de las Bienaventuranzas sobre la cual el Señor vuelve y explicita de nuevo”. Viene también destacado en el Padrenuestro. Es un aspecto nuclear del mensaje de Jesús, sellado con una de sus últimas acciones en la tierra, cuando perdona la violencia de muerte que se ejercía contra Él.  
      Debemos perdonar porque Dios nos ha perdonado primero. Hemos de amar “como Él nos ha amado”. “El perdón de Dios se convierte también en nuestros corazones en fuente inagotable de perdón en las relaciones entre nosotros”. Como Dios me ha perdonado a mí desde la Cruz, siendo un “Amor que ama hasta el extremo del amor”, así hemos de perdonar nosotros, llegando también al extremo.
      El perdón forma parte de la misericordia divina y, como señala san Juan Crisóstomo, “nada nos asemeja tanto a Dios como estar siempre dispuestos a perdonar”. Por eso quien perdona refleja con más nitidez la imagen de Dios.
      Perdonar es dar un bien después de recibir un mal. Es un modo especialmente intenso de donación de uno mismo, que eleva a la persona. El perdón no deja las cosas como antes, sino que la relación queda renovada, y en cierta manera, purificada y más profunda. Así, la muerte de Cristo en la cruz renueva y eleva las relaciones de Dios con los hombres y de los hombres entre sí. Entre la cruz y la resurrección estuvo el perdón.
      En toda ofensa se nos agrede con un mal que puede hacer nacer otro mal dentro de nosotros. Verdaderamente, ese es el mal que cada uno ha de superar. El perdón impide la revancha, aquieta la sensibilidad y purifica la memoria. Por parte de quien es perdonado, el perdón le capacita para superar tanto la ofensa cometida como la corresponsabilidad por el nuevo pecado que podría surgir en la persona ofendida.
      La voluntad de perdonar y su aceptación hacen emerger la verdad y la justicia, “presupuestos del perdón”. Se despeja el camino para el cierre de las heridas y hace posible la reconciliación. Si queremos construir una sociedad verdaderamente humana, uno de los medios ha de ser el de recuperar el perdón en su originaria naturaleza.  
      Es un verdadero desafío, pues hay culturas en las que el mensaje del perdón aún no ha llegado, y sociedades postcristianas en las que el perdón se ha desdibujado en sus rasgos esenciales, o es considerado como un consuelo superficial de tipo sentimentalreligioso que ayuda a sobrellevar la ofensa sufrida. Por otra parte, perdonar puede ser difícil y en ocasiones puede parecer un imposible, sin embargo, “ninguna comunidad puede sobrevivir sin el perdón”.
      Parece como si hoy, dos mil años después de la venida de Cristo, y de modo similar a lo que ocurrió con el matrimonio, Dios dijera: “al principio no era así”. En un mundo surcado por conflictos, el ser humano es capaz de más, su dignidad de hijo de Dios reclama que supere el recurso a la venganza, al resentimiento y al odio. El don de sí debe alcanzar también el proceso de restauración de las relaciones cuando éstas se han roto o deteriorado. 
      Sin embargo, hay también desde principios de los años noventa del siglo pasado un nuevo interés por el perdón, un redescubrimiento. La causa ha sido principalmente el conjunto de secuelas dejadas por conflictos armados, terrorismo, violaciones de la dignidad de la persona y de los derechos humanos, acaecidas en los últimos decenios. La violencia muchas veces ya ha cesado, pero no así todos sus efectos.  
      En el intento de rehacer vidas, los gobiernos, organizaciones internacionales, instituciones, comunidades, etc. han querido ofrecer respuestas basadas en la actuación de los tribunales, principalmente condenas y reparaciones económicas. Pronto se dieron cuenta de que para poder culminar procesos realmente curativos, las respuestas tenían que incidir plenamente en el nivel más profundo de la persona el mismo al que llegó la ofensa. Ese nivel es el de la dignidad radical de todo ser humano. Al estrato más íntimo no se llega sólo con esas medidas, que a menudo se centran más en el ofensor y en el orden social del Estado que en el ofendido, y que además, muchas veces, son insuficientes por referirse a ofensas irreparables.  
      No bastan entonces, aun siendo necesarias, la justicia de los tribunales ni las reparaciones económicas. La constatación de esta insuficiencia ha impulsado en los últimos años una importante evolución del derecho de reparaciones en el ámbito de los derechos humanos. La evolución consiste, entre otros aspectos, en que las reparaciones tratan de ofrecer respuestas globales al daño causado, incluyendo, además de las económicas, otras de distinta naturaleza y alcance. 
      Dentro de estos nuevos cauces surgieron conceptos como reconocimiento, verdad, arrepentimiento, transformación personal, dignificación, recuerdo, curación del dolor, necesidad de liberación de la culpa o del deseo de venganza, del odio, etc., elementos que, desbordando los moldes de la justicia humana, llevaban de la mano al perdón, hasta aquel momento olvidado, cuando no minusvalorado por su significación religiosa.  
      Por esta vía inesperada es por donde reaparece el perdón y su “novedad liberadora” y curativa que atrae el interés de instituciones, universidades y estudiosos, que lo abordan desde el punto de vista psicológico, antropológico, religioso o sociológico, aportando profundizaciones y proponiéndolo como solución, no sólo para los grandes conflictos, sino también como un recurso al que acudir en nuestras relaciones cotidianas. “Pedir y ofrecer perdón es una vía profundamente digna del hombre y, a veces, la única para salir de situaciones marcadas por odios antiguos y violentos”.  
      Partiendo de estas realidades y de las nuevas perspectivas presentes en nuestras sociedades, proponemos ahora la figura de san Josemaría como un hombre que sabía perdonar. En su mirada sobre el perdón y en el modo de vivirlo aparecen algunos trazos más acentuados, que servirán de armazón del presente estudio.  
      En primer lugar resalta una caridad vivida en grado heroico. Después, el mensaje de la llamada universal a la santidad, sobre todo la concatenación entre mentalidad laical, libertad, comprensión y perdón, y su repercusión en las relaciones individuales y sociales. En tercer lugar, las contradicciones que padeció durante toda su vida, principalmente en forma de calumnias e incomprensiones. Aquí nos detendremos en algunos aspectos de la homilía “El respeto cristiano a la persona y a su libertad” que, de los textos editados de san Josemaría, es el que trata con un enfoque más amplio y general la cuestión de las incomprensiones e injusticias entre los hombres. A continuación, siguiendo algunos testimonios de quienes le conocieron, analizaremos cada una de las actitudes que adoptaba ante las ofensas.  
      Fue también un hombre atento a las coordenadas históricas, culturales e intelectuales del siglo XX y se vio además inmerso en la guerra civil española. Desborda el propósito de nuestro estudio analizar la época de esa contienda, y más en general el contexto de su vida en el siglo XX, un siglo de conflictos armados y de violencia. Sí hay que decir, pues refuerza la coherencia de su caridad, que siempre mantuvo la misma actitud de buscar el perdón y la reconciliación entre las personas, sin excepciones al mandamiento de la caridad, por muy extraordinarias que fueran las situaciones. 
      Cerraremos el estudio con una referencia a la práctica del perdón en la sociedad contemporánea y la cultura de la paz. 
. El Gran Amor 
    a Ahogar el mal en abundancia de bien 
      La raíz más profunda del perdón en san Josemaría hay que buscarla en el amor a Dios. Había interiorizado el doble precepto de la caridad. Amaba a Dios sobre todas las cosas y por eso quería a todos de manera positiva y operativa.  
      En , en una conversación con un hijo espiritual suyo, se refería así al doble mandamiento y a su coherencia interna: “parece como si escuchara a alguno, que me dice: amar a Dios sobre todas las cosas es fácil, pero amar al prójimo, a amigos y a enemigos… ¡eso es muy difícil! Si de veras amaras a Dios ‘ex toto corde tuo, ex tota anima tua, et ex tota fortitudine tua’; con todo el corazón, con toda tu mente y con todas tus fuerzas Deut. VI, , ese amor al prójimo, que encuentras tan difícil, sería consecuencia del Gran Amor; y no te sentirías enemigo de nadie”.  
      Era sensible a cómo Dios le había amado y cómo le había perdonado durante toda su vida. Esto le llevaba al agradecimiento y a la identificación con Cristo en querer a todos al margen de cualquier otra consideración, echando por tierra las barreras, como en una inundación.  
      Transmitía a su alrededor una atmósfera de amor a los demás, de valorar a cada persona como hijo de Dios, como ser portador de un centro de dignidad que ni siquiera el pecado puede borrar. Sabía destacar en cada uno lo más sobresaliente. Detestaba la acepción de personas, y estaba muy lejos de considerarse titular de una patente de inocencia que le legitimara para mirar por encima a los demás. 
      En este contexto, el perdón se expresaba más como una consecuencia de la caridad que como un deber añadido, llegando a decir que “no he necesitado aprender a perdonar, porque el Señor me ha enseñado a querer”. Resaltaba con estas palabras la caridad como fuente del perdón y éste como una forma de querer. Quizá como la forma más profunda, porque en ocasiones puede ser la más difícil de realizar. Era tal su caridad, que no necesitaba perdonar porque de hecho no se consideraba ofendido. Percibía y le dolía el mal que hay en la ofensa, como pecado contra Dios. Como hombre también la sentía, pero la caridad anegaba desde el primer momento el rencor, el odio o la venganza. 
      Seguía el consejo de san Pablo: “No te dejes vencer por el mal; antes bien, vence al mal con el bien”, que él parafraseaba diciendo que “hay que ahogar el mal en abundancia de bien”. 
    b El hogar que yo he visto  
      El primer lugar donde Josemaría vivió experiencias de perdón concedido y otorgado fue en su familia, en casa. Sus padres, don José y doña Dolores, habían formado un hogar cristiano donde el perdón se integraba de manera natural en las relaciones interpersonales. Su familia fue, para él y para sus hermanos y hermanas, una escuela de perdón y misericordia, y allí aprendió en la práctica a perdonar. Josemaría niño fue testigo de cómo sus padres perdonaban injusticias graves. Un perdón otorgado con normalidad y discreción. Sus padres eludían también comentar los hechos injustos ante los hijos para evitar que en ellos surgieran faltas de caridad hacia los responsables. 
      Incorporó así, a través del ejemplo de sus padres, una caridad que iba más allá de la justicia, una particular apertura del corazón ante las personas más necesitadas, la disposición a pedir perdón y a perdonar, y todo con discreción. No será difícil, al cabo de los años, encontrar en el perdón de san Josemaría el eco de la actitud cristiana de sus padres ante las ofensas. 
    c Unidad de vida 
      Vinculado íntimamente a la caridad se encuentra uno de los conceptos clave de su doctrina espiritual, la unidad de vida: recordar a los cristianos que el amor a Dios capacita para unificar todos los aspectos de la humana existencia. No debe darse un divorcio entre la fe y la existencia concreta. San Josemaría decía que cabe el peligro “de llevar como una doble vida: la vida interior, la vida de relación con Dios, de una parte; y de otra, distinta y separada, la vida familiar, profesional y social, plena de pequeñas realidades terrenas”.  
      Aplicado al perdón significa que hay que llevar a la práctica, hacer posible, lo que el Catecismo denomina la “unidad del perdón”, “ya que el amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano y a la hermana a quienes vemos”. El Padrenuestro exige la coherencia del perdón en la relación más importante: la de la persona con Dios. De esta coherencia depende el resto de nuestras relaciones.  
      Son muchas las consecuencias de la unidad de vida aplicadas al perdón. Nos referiremos a algunas que nos parecen más relevantes en san Josemaría.  
      La primera es que perdonaba a todos y vivía esta exigencia en su forma más heroica, perdonando también a los enemigos. El perdón a los enemigos es especialmente difícil, por su carga emocional y por la falta de soportes humanos para darlo, y se funda entonces esencialmente en la caridad. San Josemaría llevaba el mandamiento del amor más allá, por decirlo así, del perdón, pues repetía que no tenía enemigos, que no se sentía enemigo de nadie. En su modo de perdonar se advierte una voluntad, no sólo de superar la reacción negativa ante la ofensa, sino de llegar al corazón del ofensor y convertirlo. 
      En sentido estricto, no consideraba enemigos a quienes efectivamente le atacaban y en un sentido más amplio y cercano a la vida corriente, mucho menos consideraba enemigos a quienes estaban lejos de él por modos de pensar, creencias, actuaciones, situaciones personales, opiniones políticas o sociales, estilos de vida, etc. Estas cuestiones pueden ser con frecuencia motivo de distanciamiento y aun de ruptura entre las personas, en las familias y en la sociedad. En este segundo sentido se pueden tener más enemigos de los que a primera vista parece; o, al menos, si no enemigos, aquellos que quedan en el territorio de la indiferencia o el desprecio cuando, consciente o inconscientemente, se cae en la discriminación, dejando fuera del horizonte vital a personas o grupos de personas.  
      Dentro del despliegue de la unidad de vida, san Josemaría había adquirido también la actitud de pedir perdón y de rectificar si había ofendido. Mons. Álvaro Del Portillo, su más estrecho colaborador durante casi cuarenta años, recordaba que “cuando se equivocaba, rectificaba inmediatamente y si era el caso, pedía perdón. … Realmente, era llamativa la prontitud con que rectificaba: y no vacilaba en hacerlo en público si era necesario. Era una característica muy destacada de su comportamiento, y deseaba para todos la alegría de rectificar”.  
      No se escudaba en la autoridad que como fundador tenía para no solicitar el perdón, es más, entendía que precisamente por su autoridad debía estar más atento a hacerlo. En coherencia con su mensaje de santidad en lo ordinario, pedía también perdón por las pequeñas ofensas, equivocaciones o malentendidos que pueden surgir en la vida de un hombre de gobierno, que tuvo que trabajar con muchas personas y tomar decisiones relativas a la formación y al desarrollo del Opus Dei. 
      Otra dimensión de la unidad es que san Josemaría exigía a los fieles de la Obra y a las personas que se le acercaban, o se acercaban a los apostolados del Opus Dei, lo mismo que él trataba de vivir. No rebajaba el mensaje: todos debían aprender a perdonar y a pedir perdón y hacerlo efectivamente, por amor a Dios. 
      En la unidad del perdón así vivida, se manifiesta la estrecha relación que hay entre ser perdonados y el crecimiento de nuestra disposición para perdonar. Quien es perdonado está más dispuesto a perdonar. Si es Dios quien perdona, esa disposición se intensifica, al experimentar la necesidad de amarle más. Asimismo, cuando perdonamos a los demás, percibimos con más claridad que nosotros también necesitamos el perdón, y en este caso crece el propio conocimiento. Es lo que se podría llamar el juego de la unidad del perdón que impulsa al bien en todas las direcciones posibles de nuestras relaciones. Quien perdona siempre, hace crecer en su interior una disposición habitual a perdonar, se conoce a sí mismo, maneja mejor la propia fragilidad y aprende a comprender la ajena.  
      El perdón es uno de los terrenos donde de forma más evidente se muestra la quiebra de la unidad de vida entre los cristianos. La ausencia de perdón, o un perdón filtrado por la acepción de personas, es un síntoma de paganización, de carencia de amor de Dios, un termómetro de la debilidad de la vida cristiana. Por eso quizá hoy más que en otras épocas, al tratar de mostrar el verdadero rostro de Dios, es preciso subrayar que los testimonios de perdón tienen gran fuerza evangelizadora. 
    d Sacerdote de Jesucristo 
      La condición sacerdotal de san Josemaría es también una razón determinante para captar la hondura de su enseñanza y de su ejemplo personal sobre la centralidad de la caridad y del perdón en la vida cristiana.  
      Entre otros aspectos que podrían ser analizados, mencionaremos dos. El primero queda bien formulado en una de sus homilías: “¿cúal es la identidad del sacerdote? La de Cristo”. Y en su identificación con Cristo, el sacerdote, que ha sido ordenado para servir a todos, ha de saber abrir sus brazos a toda la humanidad, amando, comprendiendo, perdonando.  
      “Ni a la derecha, ni a la izquierda, ni al centro. Yo, como sacerdote, procuro estar con Cristo, que sobre la cruz abrió los dos brazos y no sólo uno de ellos: tomo con libertad, de cada grupo, aquello que me convence, y que me hace tener el corazón y los brazos acogedores, para toda la humanidad”. El cultivo y crecimiento de esta identificación en su alma sacerdotal son la fuente y la razón última de su querer a los demás y de que todos los que se acercaban a él encontraban la acogida misericordiosa y la fortaleza que necesitaban. 
      El segundo es su amor al sacramento de la reconciliación. A administrarlo y a recibirlo. Como ha escrito Mons. Álvaro Del Portillo: “Tuvo una auténtica pasión por administrar el sacramento de la penitencia … y predicó incesantemente sobre este sacramento”. Confesó a miles de personas a lo largo de toda su vida, y él mismo acudía semanalmente a recibirlo. Insistía en que los sacerdotes debían confesarse con frecuencia y dedicar tiempo a administrar el sacramento del perdón.  
      El sacerdote pide perdón a Dios por sus pecados en la confesión; perdona en nombre de Cristo los pecados de los hombres al administrar el sacramento del perdón; solicita el perdón a los demás si ha ofendido al prójimo y lo otorga si le han ofendido a él. El sacerdote es un asiduo del perdón, y es el ser humano que roza con más cercanía tanto la misericordia de Dios, como la debilidad humana. Esta cercanía modela el alma y el corazón del sacerdote, configurándole con “un Dios que perdona”.  
      Como conclusión podemos decir que san Josemaría percibía, y así lo vivió siempre, que la identidad del ministerio sacerdotal se asienta sobre dos características: el amor a la misa y al sacramento del perdón. Cristo es clavado en la cruz y desde ahí, como fruto del sacrificio, perdona. En la misa se identifica con el Cristo de los brazos abiertos a toda la humanidad y, al administrar el perdón, con Cristo perdonando desde la cruz. 
. En el centro del mensaje fundacional 
    a Un mensaje de amor y de paz 
      El tercer factor en el que cabe encontrar rasgos más marcados sobre el perdón y la comprensión es el mismo mensaje fundacional del Opus Dei. Un ejemplo es el que ofrecen estas palabras:  
      “La Obra de Dios ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado; para invitar a todos los hombres al respeto a los derechos de la persona. … Veo a la Obra proyectada en los siglos, … defendiendo la paz de Cristo, para que todo el mundo la posea”.  
      En sus escritos y predicación, al desarrollar los diferentes aspectos del mensaje, subrayó los conceptos de dignidad e igualdad de todo ser humano, paz, reconciliación, perdón, comprensión, convivencia, amor a la libertad, libertad de las conciencias, rechazo de la violencia para vencer y para convencer, etc.  
      En una homilía pronunciada en  en el campus de la Universidad de Navarra, san Josemaría, haciendo referencia a esos contenidos y aportando algunas claves, escribe: “Y esa cristiana mentalidad laical os permitirá huir de toda intolerancia, de todo fanatismo -lo diré de un modo positivo-, os hará convivir en paz con todos vuestros conciudadanos, y fomentar también la convivencia en los diversos órdenes de la vida social. Sé que no tengo necesidad de recordar lo que, a lo largo de tantos años, he venido repitiendo. Esta doctrina de libertad ciudadana, de convivencia y de comprensión, forma parte muy principal del mensaje que el Opus Dei difunde”.  
      No es por tanto una idea de paz y comprensión en general, como un buen deseo, sino que indica un fundamento, la filiación divina, y una articulación, la mentalidad laical. Señala también que la convivencia y la comprensión son parte muy principal del mensaje. 
    b Mentalidad laical y rechazo del fanatismo 
      Como se advierte en el texto recién citado, san Josemaría vincula la mentalidad laical es decir, la mentalidad del cristiano corriente que sigue a Cristo en medio de las actividades ordinarias con la libertad, la convivencia y el rechazo del fanatismo. La intolerancia es un fenómeno que también hoy padecemos, y cuya influencia se deja sentir en el ámbito de la política, la cultura, el pensamiento, la religión, etc. Sus efectos, por lo que significa de exclusión y de semilla de violencia, son la negación de la libertad y el daño a la convivencia.  
      San Josemaría sintetizaba la mentalidad laical en tres conclusiones, que ofrecen al cristiano un marco de actuación en la vida civil, y que llevan:  
      “a ser lo suficientemente honrados, para pechar con la propia responsabilidad personal;  
      a ser lo suficientemente cristianos, para respetar a los hermanos en la fe, que proponen –en materias opinables- soluciones diversas a la que cada uno de nosotros sostiene;  
      y a ser lo suficientemente católicos, para no servirse de nuestra Madre la Iglesia, mezclándola en banderías humanas”. 
      La mentalidad laical, enraizada en la libertad propia y ajena y en la responsabilidad, conduce a un compromiso de convivencia y comprensión, fundándose precisamente en las propias convicciones. La convivencia consiste en vivir juntos sosteniendo distintas convicciones, no en que todos tengan las mismas o en que nadie mantenga ninguna. La mentalidad laical fomenta por esta vía una cultura más pacífica, que tiende a evitar los conflictos, no por ignorarlos o por pensar que no existe la verdad, sino por el modo en el que se afrontan las diferencias.  
      La mentalidad laical muestra todos sus contornos a la luz de la llamada universal a la santidad, principal mensaje difundido por san Josemaría a través del Opus Dei, que implica la dignidad de toda persona creada a imagen de Dios. El cristiano, consciente de esta dignidad, permanecerá abierto a todas las personas sin discriminaciones de ningún tipo. Por otra parte, esa llamada se da en medio del mundo, en el lugar donde se producen los cambios, ya que son todos, cristianos o no, quienes los promueven y empujan la historia. Es el lugar donde nacen los conflictos y donde deben ser resueltos.  
      Con esta perspectiva de caridad vivida coherentemente será más difícil que el cristiano caiga en el fanatismo hacia sus conciudadanos, sean o no hermanos en la fe. “Nada más lejos de la fe cristiana que el fanatismo, con el que se presentan los extraños maridajes entre lo profano y lo espiritual sean del signo que sean”.  
      En el horizonte de la nueva evangelización, la mentalidad laical evitará mirar el mundo como algo ajeno a la fe, o con mentalidad de selectos que intentaran transformarlo desde fuera. En este caso, la posición errónea en la que se hubieran colocado los cristianos determinaría ya el tipo de relación establecida con el mundo. 
      El rechazo del fanatismo quiere decir también que no es legítimo responder al fanatismo con fanatismo. Intentar superar un mal con otro mal, supone dar continuidad al ciclo de la venganza y de la agresión. La venganza no es una solución verdadera al problema. El mal se vence con el bien, la mentira con la verdad. La difusión de la verdad ha de ir acompañada de la caridad.  
      Simultáneamente, la mentalidad laical es todo lo contrario a la pasividad o la inhibición: empuja a ejercitar los propios derechos, a cumplir con los deberes cívicos, a comprometerse con la verdad, a practicar la fe en privado y en público, y a intentar transformar la sociedad.  
      En el inevitable contraste entre la acción del cristiano en el mundo y una sociedad paganizada se pondrá a prueba la compenetración entre verdad y caridad. Es precisamente ahí, en la acción diaria, donde el cristiano tomará conciencia de la importancia de su papel evangelizador, pues es él quien, obrando con libertad y asumiendo su responsabilidad, deberá conjugar verdad y caridad en el caso concreto. 
. La homilía ‘El respeto cristiano a la persona y a su libertad’ 
    a Planteamiento y líneas de fuerza 
      La homilía “El respeto cristiano a la persona y su libertad”, fechada el  de marzo de , se encuentra en Es Cristo que pasa, el último de los libros que san Josemaría publicó en vida, en .  
      Es una meditación sobre la caridad cristiana, la comprensión y el perdón, e incluye también una reflexión sobre determinados hechos que habían dejado huella en su interior, madurada desde la caridad y su sentido de la libertad y la justicia. Se trata de un texto sapiencial.  
      El tema central no es tanto el análisis de las exigencias prácticas de la caridad hacia los demás, como una meditación sobre el doble precepto de la caridad. El “amarás a Dios” aparece de manera implícita como hilo conductor del discurso. Su consecuencia, el “amarás al prójimo”, se desarrolla explícitamente, al tiempo que se desvelan algunas consecuencias derivadas de la ausencia de esa virtud en las relaciones personales y sociales.  
      El hilo conductor es la identificación del cristiano con Cristo en el ejercicio de la caridad. “Como consecuencia, la caridad de Cristo no es sólo un buen sentimiento en relación al prójimo …. La caridad, infundida por Dios en el alma, transforma desde dentro la inteligencia y la voluntad: fundamenta sobrenaturalmente la amistad y la alegría de obrar el bien”. San Josemaría llamaba a esta transformación progresiva el “endiosamiento bueno”. La esencia de la transformación es capacitarnos para vencer el mal con el bien.  
      El origen de la homilía parece descansar en las incomprensiones sufridas, que arrancan de “la falsa mentalidad de que el público … tiene derecho a conocer e interpretar los pormenores más íntimos de la existencia de los demás”. De la insatisfacción de este deseo insano o morboso o la interpretación torcida de las actuaciones ajenas, nacen los ataques a las víctimas, que “han sido con frecuencia y durante largos años la diana de ejercicios de tiro de murmuraciones, difamaciones y calumnias”.  
      En ese contexto, san Josemaría se referirá a su propia experiencia al difundir el mensaje del Opus Dei. La gran mayoría de la gente le entendía y otros, aunque no compartían sus modos apostólicos, respetaban al Fundador y sus apostolados. “Pero nunca falta una minoría sectaria que, no entendiendo lo que yo y tantos amamos, querría que lo explicásemos de acuerdo con su mentalidad: exclusivamente política, ajena a lo sobrenatural, atenta únicamente al equilibrio de intereses y de presiones de grupos. Si no reciben una explicación así, errónea y amañada a gusto de ellos, siguen pensando que hay mentira, ocultamiento, planes siniestros”.  
      Las calumnias procedían sobre todo de dos focos. El primero, la falta de comprensión de la novedad del mensaje de la llamada universal a la santidad en medio del mundo y cierta celotipia ante la labor apostólica desarrollada por el Fundador. De esa celotipia y de la falta de comprensión del fenómeno apostólico, pasaban algunos al ataque a la Obra o a la persona del Fundador, pensando que al minar su reputación sufriría también la fundación. El segundo, confundir el Opus Dei con un nuevo grupo político o de presión, atribuyendo erróneamente a la Obra las libres actuaciones individuales de sus miembros en su actividad profesional, política, etc..  
      A propósito de estos temas desarrollará su idea de la libertad cristiana, el derecho a la propia intimidad y los ataques que pueden sufrir. La calumnia implica la negación de la libertad y frecuentemente lesiona el derecho a la intimidad.  
      Al final del texto retomará el hilo conductor, la caridad. Si hay amor a Dios, habrá también amor al prójimo, respeto a la persona. La transformación de la inteligencia y la voluntad abren los ojos para ver que “la caridad cristiana no se limita a socorrer al necesitado de bienes económicos; se dirige, antes que nada, a respetar y comprender a cada individuo en cuanto tal, en su intrínseca dignidad de hombre y de hijo del Creador”.  
    b La libertad, el derecho a la intimidad y a ser uno mismo 
      Uno de los grandes mensajes de san Josemaría es la llamada a la libertad: la reivindicación de la libertad de los hijos de Dios. Este santo repite que Dios ha creado al ser humano digno, libre y responsable. En la sociedad la libertad se traduce en pluralismo. Así entendido, el pluralismo es una fuente de riqueza. Pero puede ser una fuente de conflictos, si hay ataques a la libertad o si faltan la justicia y la caridad. Éstas han de estar presentes en la formación de la pluralidad, como un aliento desde dentro, desde cada persona. San Josemaría, más que estar de acuerdo con el pluralismo, o simplemente tolerarlo, mira con más profundidad, subrayando que el respeto se debe originariamente a la persona por su dignidad. Hay que respetar a la persona, que es digna y libre, y por tanto al pluralismo y las diferencias que se derivan de dicha condición.  
      El derecho a la intimidad, al evitar que se tenga que ventilar la propia vida, es indispensable para salvaguardar la libertad de actuación. San Josemaría habla de la violación de este derecho, del sufrimiento de las víctimas y de la necesidad de defenderlo: “Frente a los negociadores de la sospecha, que dan la impresión de organizar una trata de la intimidad, es preciso defender la dignidad de cada persona, su derecho al silencio”.  
      En su reivindicación del derecho a la intimidad y a la fama, invocará el suelo común de la dignidad humana, donde todas las personas se encuentran con independencia de su fe. “En esta defensa suelen coincidir todos los hombre honrados, sean o no cristianos, porque se ventila un valor común: la legítima decisión a ser uno mismo, a no exhibirse, a conservar en justa y pudorosa reserva sus alegrías, sus penas y sus dolores de familia; y, sobre todo, a hacer el bien sin espectáculo, a ayudar por puro amor a los necesitados, sin obligación de publicar esas tareas en servicio de los demás”.  
      Pone en guardia sobre la posible falta de coherencia, de unidad de vida, ante el peligro de adulterar la caridad hasta llegar a la injusticia. Llamarse cristiano no es garantía de querer bien a la gente. Así, dice que “no debemos extrañarnos de que muchos, también gentes que se tienen por cristianas, se comporten de modo parecido: imaginan, antes que nada, el mal. Sin prueba alguna, lo presuponen; y no sólo lo piensan, sino que se atreven a expresarlo en un juicio aventurado, delante de la muchedumbre”.  
      El mensaje del Opus Dei necesita de la libertad como se necesita el oxígeno para vivir. Al ser el anuncio una llamada a la santidad de todas las personas mediante la santificación del trabajo, la familia y las relaciones sociales, la libertad aparece como algo previo, como el único caldo de cultivo adecuado para la propagación del mensaje.  
      Pero no todos comprendieron esta radical libertad del cristiano. Esa falta de comprensión está también presente en el origen de las calumnias. En el nivel más visible, la buena fama fue la primera víctima. En un nivel más profundo, que san Josemaría percibió inmediatamente, la verdadera víctima era la libertad y el respeto debido a cada persona.  
      Por eso san Josemaría fue un incansable defensor de la libertad: “Podéis atestiguar que llevo toda mi vida predicando la libertad personal, con personal responsabilidad. La he buscado y la busco, por toda la tierra, como Diógenes buscaba un hombre. Y cada día la amo más, la amo sobre todas las cosas terrenas: es un tesoro que no apreciaremos nunca bastante”.  
      Desgranará luego la trama de la calumnia. Indicará los métodos y argumentaciones utilizados para calumniar y cómo, siguiendo un itinerario perverso, esos métodos se han convertido en usos aceptados en la sociedad, sobresaliendo entre ellos la presunción de culpabilidad del otro, el adoptar la sospecha como norma. A la aceptación general de esos métodos y argumentaciones, ha contribuido el mal uso que, en ocasiones, se ha hecho de los avances técnicos en los medios de comunicación, sirviendo a veces de vehículo de injusticias.  
      El final del recorrido es la banalización de la calumnia, que rebaja la dignidad de la persona y el respeto a ella. La ley de la sospecha parece haberse impuesto en las relaciones individuales, sociales, económicas, etc., y la confianza es un valor a la baja.  
      Siguiendo con las consecuencias de la presunción de culpabilidad y la sospecha surge el meaculpismo, descrito también por san Josemaría: “Así, se parte a veces de que todo el mundo actúa mal; por tanto, con esta errónea forma de discurrir, aparece inevitable el meaculpismo, la autocrítica. Si alguno no echa sobre sí una tonelada de cieno, deducen que, además de malo rematado, es hipócrita y arrogante”.  
      Las palabras de san Josemaría resuenan hoy con la misma fuerza y actualidad que entonces y apuntan a la importancia de que las relaciones interpersonales se asienten en la verdad y en la caridad, único modo de generar confianza en el cuerpo social. 
    c La caridad: de la oscuridad a la luz 
      San Josemaría analizará después el desconcierto del ofendido, sus reacciones, su situación de indefensión y el modo de afrontar con espíritu cristiano las calumnias, con una actitud de perdón. Por último describirá cómo, al conocer a Jesucristo, se inicia en la persona un proceso de transformación que le conducirá a percibir la dignidad de cada persona y en consecuencia, a un cambio en su mirada y en sus relaciones. El proceso va, de pensar mal como norma, a la justicia y a la caridad que llevan a respetar y querer a todos, con consecuencias concretas.  
      San Josemaría compara el ejercicio y el efecto de la caridad con el paso de la ceguera a la luz. “Entre los que no conocen a Jesucristo hay muchos hombres honrados que, por elemental miramiento, saben comportarse delicadamente: son sinceros, cordiales, educados. Si ellos y nosotros no nos oponemos a que Cristo cure la ceguera que todavía queda en nuestros ojos … percibiremos las realidades terrenas y vislumbraremos las eternas con una luz nueva, con la luz de la fe: habremos adquirido una mirada limpia”. Todo ello es acorde con nuestra dignidad.  
      Para eso, partiendo de la escena de la curación del ciego de nacimiento contada por san Juan, se centra, no en la curación del ciego, en el milagro, sino en las actitudes de los personajes que intervienen: Jesús, los discípulos y los fariseos. “Quisiera ahora fijarme en otros rasgos: concretamente, para que veamos que, cuando hay amor de Dios, el cristiano tampoco se siente indiferente ante la suerte de los otros hombres, y sabe también tratar a otros con respeto; y que, cuando ese amor decae, existe el peligro de una invasión, fanática y despiadada, en la conciencia de los demás”.  
      Los personajes del Evangelio miran al ciego cada uno desde su corazón: Jesús lo ve con ojos de misericordia y piensa en curarle; los discípulos le preguntan a Jesús cuáles son los pecados causa de la ceguera, si los del ciego o los de sus padres, dando por sentado como era habitual en el contexto religioso-cultural de entonces que si alguno sufre una desgracia es porque ha hecho algo malo. Los fariseos, por su parte, no quieren creer lo que tienen delante, e intentan forzar la realidad hasta encofrarla en sus prejuicios.  
      San Josemaría describe la paulatina transformación de los discípulos en su contacto con Cristo y el obstinado cierre a Dios de los fariseos. En los primeros veremos cómo el amor de Dios transforma verdaderamente a las personas, cambiando el paradigma de su relación con los demás. Los segundos, al cerrarse en sí mismos, no querrán ver a su hermano, el ciego, y lo expulsarán de la sinagoga, pues “esta cerrazón tiene resultados inmediatos en la vida de relación con nuestros semejantes”. 
      Gracias al contacto con Cristo, el ciego recupera la vista y los discípulos pasan de la oscuridad a la luz: “se movían en la línea de ese refrán desgraciado: piensa mal y acertarás. Después, cuando conocen más al Maestro, cuando se dan cuenta de lo que significa ser cristiano, sus opiniones están inspiradas en la comprensión”. Por su parte, los fariseos se aferran a su ceguera convencidos, como tantos, de que quien sospecha está en lo cierto y es superior a los demás. Cristo devuelve la luz al ciego y transforma a sus discípulos, pero no logra devolverla a los fariseos, y respeta también su libertad.  
      En los últimos compases de la homilía, san Josemaría invita al lector a afrontar las ofensas con las actitudes del cristiano transformado: hacer el propósito de “no juzgar a los demás, de no ofender ni siquiera con la duda, de ahogar el mal en abundancia de bien …, no entristecernos nunca si nuestra conducta recta es mal entendida …, si el bien que … procuramos realizar, es interpretado torcidamente …. Perdonemos siempre, con la sonrisa en los labios. Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar. Y dejemos todo en las manos de Nuestro Padre Dios, con un divino silencio …, si se trata de ataques personales”. 
. Actitud ante las calumnias 
    a Justificación 
      Hemos examinado hasta aquí las fuentes que conformaron la actitud de san Josemaría hacia el perdón. Toca ahora detenerse en cómo la vivió efectivamente y cómo reaccionaba ante las ofensas, perdonando a los agresores. 
      Las calumnias empezaron cuando la Obra, fundada en , empieza a ser conocida a principios de los años treinta en Madrid. Tras el intervalo de la guerra, en los años cuarenta y cincuenta los ataques fueron especialmente duros. Por ejemplo, entre otros, testimoniaba Mons. Pedro Cantero: “fue tal la violencia de aquellas calumnias y ataques, que, si la Obra hubiese sido algo meramente humano, habría sido destruida o hubiese quedado muy maltrecha”. Los ataques siguieron en los años sesenta y hasta el fin de su vida en .  
      Queremos centrarnos en estos hechos por varias razones: 
      La primera, que la permanencia en el tiempo de la calumnia y cada nueva agresión, reclamaron de san Josemaría vivir de manera heroica la caridad y la fortaleza. Se constata en los testimonios de quienes le conocieron y en sus escritos, que su actitud ante las ofensas fue la misma hasta el final de su vida. Hay una línea constante de perseverancia y crecimiento en la caridad. Como recordaba el Cardenal Bueno Monreal, “es éste un capítulo en el que, quizá Josemaría encontró ocasión de madurar, creciendo en la práctica heroica de la caridad”.  
      La segunda, que toda esa época está vinculada al trabajo fundacional de san Josemaría: extender el Opus Dei, explicar su espíritu, proteger el carisma y fijar su marco jurídico dentro de la Iglesia. Las calumnias aparecían como un obstáculo para la expansión de la Obra, pero al mismo tiempo entrelazadas a esa primera expansión y a la persona del Fundador.  
      La tercera razón es que las ofensas provenían frecuentemente de otros católicos, incluidos eclesiásticos, que deberían —aun discrepando de sus puntos de vista, de sus modos apostólicos o de su espiritualidad— tratarle con caridad. El hecho de que las ofensas vinieran de católicos o eclesiásticos añadía gravedad y dolor a las mismas. Estas agresiones se distinguen de las recibidas durante la guerra civil, en la que se le perseguía por ser sacerdote.  
      En cuarto lugar, el tipo especialmente ofensivo de agresión que constituye la calumnia. La calumnia lesiona la justicia al atacar el honor y la fama. Lesiona también la caridad. Es un tipo de daño cuyos efectos, una vez activados por el ofensor, quedan fuera de su voluntad, adquieren vida propia y se propagan como una metástasis que invade un cuerpo sano. La calumnia se repite, y es recibida a menudo sin contrastar su verdad o falsedad. La repetición genera estereotipos, en forma de clichés, que después son muy difíciles de borrar. Todavía hoy persisten residuos de calumnias lanzadas en aquella época, como ya preveía el Fundador que sucedería.  
      Es también característico de la calumnia su potencial de violencia psicológica. A diferencia de otras agresiones, que duran un tiempo determinado y luego cesan, la calumnia actúa continuadamente en el tiempo y su duración es indeterminada, perpetuando el dolor. Esto puede producir en el ofendido una verdadera tortura psicológica y el sometimiento a una tensión permanente.  
      Por último, hay que precisar en otro orden de cosas que, remitiéndonos a los hechos, reflejados en la rápida expansión del Opus Dei por el mundo, la inmensa mayoría de las personas entendían la novedad del mensaje del Opus Dei: “muchos miles de personas —millones—, en todo el mundo, lo han entendido”. 
    b Humildad 
      La primera actitud que encontramos en San Josemaría, más que una actitud, es un punto de llegada que condicionará el conjunto de su respuesta a las calumnias. Los ataques a su fama propiciaron el progresivo desprendimiento de sí mismo, iniciado ya en los años previos. Dios se sirvió de las campañas difamatorias para conducirle de la mano hacia la humildad, la purificación y la identificación con Cristo en su Pasión. Lo contaba él mismo, recordando un momento concreto en la época más difícil, a principios de los años cuarenta: “llegó un momento en el que tuve que ir una noche al Sagrario …, a decir: Señor —y me costaba, me costaba porque soy muy soberbio, y me caían unos lagrimones…—, si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero? Desde entonces me importa un pito todo”.  
      Ese llegó un momento es revelador del proceso interior en el tiempo de san Josemaría, de sus posibles zozobras y resistencias interiores a admitir que su fama quedara hecha trizas, como algo que Dios permitía. Las palabras si Tú no necesitas mi honra, yo ¿para qué la quiero?, son el punto de llegada a un grado de humildad a partir del cual ya no se preocupará, entre otros aspectos, ni de su fama.  
      ¿Cuál fue entonces la actitud de san Josemaría ante las calumnias? Desde el doble fundamento de la caridad y la humildad, sintetizó su postura ante la ofensa en un programa experimentado: “perdonar, callar, rezar, trabajar y sonreír”. 
    c Perdonar y rezar 
      La actitud de san Josemaría ante las calumnias fue la de perdonar siempre y desde el primer instante y rezar por las personas que le habían ofendido. Era consciente de su propia debilidad como hombre y decía que era capaz de “todos los horrores y todos los errores”. Pensaba que Dios le perdonaba siempre; que es el Dios de la mano tendida. Si Él nos perdona así, el cristiano debería hacer lo mismo, también siempre.  
      “Pude ver que su reacción ante los ataques, algunos tremendos, era siempre sobrenatural y llena de caridad. Pero quisiera aclarar que esto no suponía en él algo así como una reacción estoica, pasiva, o apática. Su reacción era dinámica, de muchísima oración y mortificación … y de total confianza en Dios”.  
      El cúmulo de calumnias podría haber dejado en él un poso de amargura, de desconfianza o de cinismo, pero gracias al perdón concedido siempre y desde el primer momento se convirtió en una persona profundamente humana y comprensiva. “En éstas y otras circunstancias semejantes, jamás le vi una reacción de rencor. No era hombre para eso, sino para comprender, perdonar y olvidar”.  
      Traemos también a colación el testimonio sobre san Josemaría de Mons. Juan Hervás, fundador de los Cursillos de Cristiandad. Este prelado sufrió calumnias a causa de los Cursillos en los años cincuenta del siglo pasado. En medio de esa contradicción tuvo que viajar a Roma, pues había sido acusado ante el Santo Oficio. Como era amigo de san Josemaría aprovechó para entrevistarse con él.  
      Años después, en , recordaba lo que le dijo, después de contarle las tribulaciones por las que pasaba en ese momento: “‘No te preocupes, son bienhechores, porque nos ayudan a purificarnos. Hay que quererles y pedir por ellos’, recalcaba sus palabras cuando me insistía en la necesidad de tener amor a los que no nos comprenden, de orar por los que juzgan sin querer enterarse, e insistía en el deber de prestar sólo nuestra atención a la voz de la Iglesia y no a los rumores de la calle, y mantener, con la ayuda de Dios, el corazón limpio de amarguras y resentimientos. ¡Qué bien me hicieron sus palabras! Era la comunicación de una experiencia personal …. Aquellos consejos tenían una fuerza de convicción enorme por la autenticidad con que él mismo los había vivido, y los seguía viviendo entonces”.  
      Como ya hemos visto, la decisión de perdonar implica que el ofendido se libera de la carga del ciclo de agresiones. Esta liberación, desde el punto de vista psicológico, viene reforzada por el hecho de rezar por el agresor: desplazamos el centro de atención de uno mismo a otro, se experimenta un cambio en la percepción que tenemos del agresor, alejamos de nosotros el victimismo, nos ponemos de algún modo en su lugar y quizá comprendemos que, a veces, hemos podido contribuir al deterioro de la relación. Rezar por quien nos ha agredido también nos reafirma en la decisión de perdonar y de cerrar el paso a la venganza. 
    d Tiempo de callar 
      “Y dejemos todo en las manos de nuestro Padre Dios, con un divino silencio —Iesus autem tacebat Mt , —, si se trata de ataques personales, por brutales e indecorosos que sean”.  
      San Josemaría distinguía en las calumnias aquellas que iban dirigidas contra su persona, de las lanzadas contra la Iglesia o el Opus Dei.  
      Si se dirigían a su persona, había tomado la decisión de no defenderse. Optó por la actitud del silencio, imitando a Cristo en su Pasión: “él, personalmente, nunca se defendió, imitando de modo eximio el ejemplo del Divino Maestro: Iesus autem tacebat”.  
      En el silencio de Jesús se encuentra su deseo de acoger todas las formas posibles de sufrimiento de la humanidad, dándoles sentido redentor. Aquí parece asumir el sufrimiento de quienes no pueden defenderse de las ofensas, las injusticias, violencias, etc.; muchas veces son personas inocentes, como los niños. Es el silencio de Cristo un silencio que da voz a los que no tienen voz, que grita. San Josemaría quiso identificarse con Jesús también en este aspecto, cuando pudiendo defenderse y teniendo derecho a ello, no lo hizo.  
      San Josemaría había meditado sobre el silencio de Jesús, como queda reflejado en Camino: “Jesús… callado. —‘Iesus autem tacebat’. —¿Por qué hablas tú, para consolarte o para sincerarte? Calla. Busca la alegría en los desprecios: siempre te harán menos de los que mereces. —Puedes tú, acaso, preguntar: ‘Quid enim mali feci?’ —¿qué mal he hecho?”.  
      El silencio del que estamos hablando es un silencio exterior. Hacia dentro hay que suponer su intenso diálogo con Dios, de progresiva identificación, primero para llegar a la decisión de renunciar a la defensa y, en segundo lugar, para aceptar y amar cada situación calumniosa concreta que se presentaba. Era un silencio voluntario, consciente, que nada tiene que ver con la resignación.  
El silencio se movía en dos direcciones. Por un lado, renunciando a la defensa ante ataques personales. Por otro, adoptando la actitud de no hablar de las calumnias, fueran personales o no, ni entre los suyos, si no era necesario, ni con los ajenos que no tenían razón para conocerlas, evitando de raíz cualquier posible falta de caridad.  
      En la misma línea, también durante largos años, y con el mismo fin de vivir la caridad, san Josemaría guardó silencio sobre las campañas difamatorias que se cernieron sobre él. Muchos episodios concretos, con nombres, fechas y circunstancias, se los ha llevado a la tumba.  
      Quiso inculcar a sus hijos la misma línea de conducta, y pidió a los fieles de la Obra que sufrieran calumnias durante la expansión apostólica, que no hablaran entre ellos de esos hechos para evitar la tentación de faltar a la caridad hacia las personas involucradas. 
    e Tiempo de hablar 
      “Hablemos claramente, sin rencor, cuando pensemos en conciencia que debemos hablar”. Su constancia en perdonar sin excepciones estaba alejada de una simple actitud de evitar conflictos, de omitir deberes por una caridad sentimental o de no señalar el error.  
      Por eso, cuando las ofensas no iban dirigidas contra él, sino contra la Iglesia o el Opus Dei, entonces su sentido de la justicia le hacía intervenir, actuar y hablar ante los responsables. En el organismo de su vida interior, la caridad modulaba la aplicación de la justicia y de la fortaleza evitando, por un lado, un falso perdón, que sería una omisión en el ejercicio de la fortaleza y una injusticia y, por otro, una justicia o una fortaleza aplicadas con una frialdad y un rigorismo tales que no respetasen la dignidad del ofensor, dejando de ser virtudes.  
      San Josemaría tenía una fuerte conciencia de ser responsable ante Dios de que el carisma fundacional quedara nítido y no perdiera integridad durante su transmisión. Las calumnias contra la Obra se interponían en este proceso y ponían en peligro tanto el espíritu como la existencia misma de la institución, sobre todo en sus primeros momentos de vida.  
      Por eso, como fundador, salir en defensa de la Obra o de sus hijos espirituales era un deber de justicia. En estos casos, entraban en juego elementos distintos a él mismo: el carisma del Opus Dei, las personas que se incorporaban a la nueva fundación y otras que participaban de los apostolados. “Hubo momentos en los que incomprensiblemente hubo quienes quisieron destruir la Obra o dificultar el desarrollo. Josemaría ponía todos los medios para aclarar la verdad porque era el imperativo de la caridad: no dejar a nadie en el error. Después con las personas, comprensión: jamás le oí hablar mal de alguien”.  
      Distinguía entre el perdón, la justicia y la proclamación de la verdad. El perdón no significa renunciar a la verdad. Perdonaba a quienes calumniaban, pero no claudicaba del derecho a defender y aclarar el espíritu de la Obra. Escribía en : “siempre he procurado contestar con la verdad, sin prepotencia, sin orgullo, aunque los que calumniaban fuesen mal educados, arrogantes, hostiles, sin la más mínima señal de humanidad”.  
      Años más tarde, a partir de , en momentos de grave crisis en el seno de la Iglesia, san Josemaría dio también muestras de valentía, fortaleza y amor a la verdad al defender públicamente, ante miles de personas, a la Iglesia y al Papa. 
    f Trabajar y sonreír 
      Uno de los efectos de la calumnia es su poder paralizante. Actúa como un veneno en el sistema nervioso central del alma. La víctima, al verse dañada en la reputación que se tiene de ella, siente que el suelo se abre bajo sus pies y lo que más desea es pasar desapercibida. Quienes sufren la calumnia, “no saben dónde poner los ojos: están aterrados, no las creen posibles, piensan si será todo una pesadilla”.  
      Por eso, a la hora de la consecución del bien, la calumnia representa un obstáculo formidable, pues la tentación es desistir. Junto al natural abatimiento, surge el temor a seguir actuando y ceder al miedo es un modo de evitar nuevos ataques. La persistencia de las calumnias y su generalización también puede plantear dudas sobre el propio proyecto y la seguridad de estar obrando el bien: “¿Si tantos están en contra, incluidas personas de la Iglesia, no será que yo estoy equivocado?”. Parece razonable que esta pregunta asomase en su interior. Realmente, es difícil ponerse en el lugar de una persona calumniada, por el sufrimiento, temores, angustias y dudas que se pueden generar.  
      La actitud de trabajar supera el peligro de parálisis al que la calumnia invita. Trabajar suponía evitar lamentos estériles, no perder tiempo criticando al adversario, no obsesionarse con la calumnia. No era ésta una respuesta formulada desde la pasividad, sino, como señalábamos antes, una respuesta dinámica, de determinación que, partiendo de una “total confianza en Dios”, implicaba rezar y seguir trabajando. Trabajar era también defender la verdad cuando y ante quien fuera necesario, transmitir fe y seguridad a sus hijos y continuar con el desarrollo de los apostolados.  
      En este sentido señala Mons. Santos Moro: “Me admiró mucho su actitud de paciencia y, al mismo tiempo, de fortaleza para continuar su caminar seguro, firme y sin desmayos llevando a cabo lo que Dios le pedía, con absoluta confianza en Él”.  
      Esta actitud trasluce una fe gigante en Dios y en el carisma que había recibido, mucha caridad para perdonar, esperanza en que Dios allanaría las dificultades y, como fruto de las tres virtudes, fortaleza, equilibrio, seguridad, serenidad, paz interior y alegría.  
      Nos detenemos en la alegría, que es la última actitud que examinamos y a la que se refería con la palabra sonreír. Sonreír es consecuencia de amar la voluntad de Dios que permite la acusación injusta.  
      La tristeza, la preocupación, la falta de serenidad y quizá la disminución de la confianza en Dios y el pesimismo, son frutos naturales de la calumnia, por la posición en que coloca a su víctima. San Josemaría describía la angustia propia del calumniado recordando el “relato de Susana, aquella mujer casta, falsamente incriminada de deshonestidad por dos viejos corrompidos … ¡Cuántas veces la insidia de los envidiosos o de los intrigantes coloca, a muchas criaturas limpias, en la misma situación! Se les ofrece esta alternativa: ofender al Señor o ver denigrada su honra. La única solución noble y digna es, al mismo tiempo, extremadamente dolorosa, y han de resolver: prefiero caer inculpable en vuestras manos a pecar contra el Señor Dan , ”.  
      Por eso son llamativos los testimonios de quienes le trataron en esa época, en los que se refleja una estabilidad de ánimo constante, en medio del clima calumnioso en el que vivió durante tanto tiempo: “Yo mismo me admiro ahora de poder afirmar que no le vi nunca preocupado; es decir, nunca noté que pudiera estar pasando un momento difícil. No hay duda de que su fe en Dios, su esperanza en el auxilio de su Padre Dios y, en consecuencia, su alegría y su humor, le permitían, no sólo no perder la paz, sino contagiar a los demás esa enorme confianza en que se cumpliría lo que Dios quería”.  
      En el testimonio de Mons. Pedro Cantero, que citamos a continuación, aparece de nuevo el rasgo sacerdotal de la identificación con Cristo, ahora como fuente de la alegría. San Josemaría entendió así esta virtud, como una ganancia de la adhesión amorosa a la voluntad de Dios Padre.  
      “Me asombra recordar ahora que nunca —pasase lo que pasase— perdió su característica sonrisa. No era la sonrisa fácil de un hombre bondadoso al que todo le salía bien o la del que no se da cuenta de lo que ocurre; era la manifestación externa de su paz interior: esa paz que procedía de abrazar, con las veras de su corazón, una cruz cuyas dimensiones nadie conocíamos con exactitud. Era el gozo y la paz que viene de esconderse en las llagas del Señor: de aceptar, cuando las situaciones son duras, la voluntad de aquel Dios que quiere identificarnos con su Hijo en la Cruz”. 
. El perdón como estilo de convivencia y la cultura de la paz 
    a Parámetros culturales y perdón. 
      El mensaje del perdón, su puesta en práctica entre los cristianos y su asimilación en la cultura y en la legislación, han sido factores civilizadores de la cultura occidental. Sin embargo, el perdón se encuentra hoy con algunas corrientes culturales predominantes que lo desnaturalizan y hacen difícil entenderlo y, más aún, practicarlo.  
      La regresión del perdón se puede rastrear en el deterioro de las relaciones personales, en la creciente incapacidad para restaurar rupturas, en la judicialización de las relaciones familiares, o en la preocupación y el temor de vivir en sociedades polemizadas, conflictivas y, en ocasiones, violentas.  
      Recordaremos brevemente tres de esas corrientes, ciñéndonos a su impacto sobre el perdón.  
      Para el relativismo la decisión de la persona es la que determina la bondad o la maldad de sus actos, sin referencias objetivas. Esta perspectiva subjetivista tiende también a excusar las propias actuaciones y en consecuencia a difuminar y borrar la culpa. Sin conciencia de ofensa no hay culpa, y sin culpa no hay necesidad de pedir perdón. El relativismo conduce también a la banalización del mal, que refuerza la ausencia de culpa, diluye las fronteras de la ofensa y hace inútil el perdón. El relativismo obstruye asimismo la posibilidad compartir un terreno de principios donde podamos reconocer al otro, también cuando nos ofende.  
      El individualismo, por su parte, propugna la autonomía radical de la persona, que no concibe la necesidad de ser salvado por algo o alguien ajeno a él mismo, ni de que su actuación influya en los demás. La presencia del perdón en las relaciones interpersonales supone que se acepta la existencia de una fraternidad universal y la fragilidad del ser humano, que completa la verdad sobre la persona en la sociedad. No podemos, sin peligro de hacernos daño, eliminar artificialmente aquellas realidades que nos recuerdan que dependemos unos de otros.  
      El individualismo dificulta la actitud de ponerse en el lugar del otro. “La imagen individualista del hombre nos impide entender el gran misterio de la expiación: ya no somos capaces de comprender el significado de la forma vicaria de existencia, porque según nuestro modo de pensar cada hombre vive encerrado en sí mismo; ya no vemos la profunda relación que hay entre todas nuestras vidas y su estar abrazadas en la existencia del Uno, del Hijo hecho hombre”.  
      Para quien ha de perdonar, el individualismo puede conducir a formas distorsionadas de perdón, como puede ser, entre otras, otorgarlo desde la voluntad de poder, no desde la gratuidad, como si el destino del ofensor estuviera en nuestras manos y su liberación de la culpa dependiera exclusivamente de nosotros.  
      La tercera corriente es el hedonismo, que lleva a evitar el sufrimiento, presente en todos los conflictos, pues “la ofensa es una realidad, una fuerza objetiva que ha causado una destrucción que se ha de remediar”.  
      En el perdón siempre hay dolor. “La ofensa tiene que ser subsanada, reparada y, así, superada. El perdón cuesta algo, ante todo al que perdona: tiene que superar en su interior el daño recibido, debe como cauterizarlo dentro de sí, y con ello renovarse a sí mismo, de modo que luego ese proceso de transformación, de purificación interior, alcance también al otro, al culpable, y así ambos, sufriendo hasta el fondo el mal y superándolo, salgan renovados”.  
      Pedir perdón también tiene su precio: la expiación, la reparación del orden roto por la ofensa y reencontrar la verdad sobre uno mismo, traicionada por la ofensa cometida. Es el proceso del reconocimiento de la verdad, el arrepentimiento, la petición de perdón, la reparación y el compromiso de evitar nuevas ofensas.  
      No hay atajos para el perdón. Intentar llegar a él y a la liberación de la culpa sin asumir el dolor, dificulta el perdón y promueve también la proliferación de falsos perdones, que no harán más que perpetuar las heridas e impedir el cierre del ciclo de ofensas.   
      El influjo general de estas corrientes culturales en la sociedad tiene como resultado la creación de una red de relaciones fundadas en el interés. Cuando estas relaciones son las dominantes estaremos construyendo una sociedad que, culturalmente, no entiende bien la necesidad de los actos gratuitos, y por tanto del perdón, acto gratuito por excelencia.  
      Por eso Benedicto XVI, detectando estos síntomas en nuestras sociedades, ha dicho que “la ‘ciudad del hombre’ no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes, sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión. La caridad manifiesta siempre el amor de Dios también en las relaciones humanas”. La existencia de actos gratuitos garantiza la consistencia del amor en nuestras vidas y en la sociedad. La caridad no puede formar parte sólo de la periferia de las relaciones sociales, sino que tiene que estar en su centro. 
    b Efecto global: sembradores de paz y de alegría 
      El ser humano es relacional y el cuidado de las pequeñas relaciones tiene un efecto capilar y multiplicador. La caridad actúa en círculos concéntricos, de dentro hacia fuera, al contrario de lo que ocurre con el ciclo ofensa-venganza, que se representa como una espiral que absorbe hacia su centro destructivo lo que encuentra a su paso.  
      Benedicto XVI advierte sobre este punto que la caridad “da verdadera sustancia a la relación personal con Dios y con el prójimo; no es sólo el principio de las microrelaciones, como en las amistades, la familia, el pequeño grupo, sino también de las macro-relaciones, como las relaciones sociales, económicas y políticas”.  
      El perdón ha de ser un recurso vivido sobre el terreno, interiorizado desde la caridad y practicado en el matrimonio, en la familia, en la escuela, en la amistad, en el trabajo, en todas las situaciones. El perdón debe dejar de ser un hecho predicado y poco practicado y convertirse en una experiencia diaria del “estilo de vida” del cristiano transformado. El perdón no es una fórmula de excepción.  
      La unidad de vida que predicaba san Josemaría, que es una llamada a la coherencia de vida cristiana, pide vivir el perdón siempre y desde el primer momento. Por eso, lo habitual será practicar el perdón en la vida corriente. De lo contrario, por la propia naturaleza de la agresión, de la ofensa menuda se pasa a los sentimientos negativos y la incomunicación.  
      Se dice que hay que aprender a perdonar. Quizá, pensando en la caridad como fuente del perdón, sería más propio decir que hay que aprender a querer, a amar: amar a Dios y, desde Él, amar al prójimo, aunque ofenda. Si no se perdona, no se ama. El problema del perdón puede ser su puesta en práctica, cuando la ofensa se ha cometido y las emociones se desencadenan; o cuando la vergüenza de la culpa se presenta como un sentimiento insuperable y la verdad de la ofensa aparece demasiado cruda como para ser afrontada. En ese sentido sí puede ser necesario un aprendizaje: ¿cómo se perdona?, ¿qué pasos hay que dar?, ¿con qué hay que enfrentarse?  
      Muchos autores, desde cualquier perspectiva, sea religiosa, psicológica, política, social, etc., coinciden básicamente en los mismos puntos: verdad reconocimiento, arrepentimiento pesar por el daño causado, publicidad solicitar el perdón al ofendido; como consecuencias, compromiso de no ofender de nuevo y reparación restablecimiento de la situación anterior.  
      Para saber qué es el perdón, es necesario vivir la experiencia de otorgarlo y recibirlo. Descubrir su compenetración con la dignidad humana, su adecuación a nuestra psicología y afectividad y la belleza de sus efectos. Como escribe Alejandro Llano, la palabra “perdón” “es la única que siembra paz y que, si se repite sinceramente y se procede en consecuencia, acaba por tener un efecto performativo, es decir, produce lo que significa”.  
      El resentimiento y la venganza miran al pasado y en él permanecen, fraguando sentimientos agresivos. Igualmente, el rechazo del perdón concedido encierra en el pasado y lastra las relaciones de presente y de futuro. Por el contrario, el perdón supera el pasado, por vía del amor, la verdad, la justicia y el sufrimiento, abriendo nuevas oportunidades de futuro, renovando las relaciones desde dentro del hombre; ¿con qué compararemos el perdón?: es como un “bautismo antropológico” que nos regenera a una nueva vida de relación. Veremos entonces que el perdón, personalmente experimentado, otorgado y recibido, “da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado”.  
      “Grande es nuestra responsabilidad: porque ser testigo de Cristo supone, antes que nada, procurar comportarnos según su doctrina, luchar para que nuestra conducta recuerde a Jesús, evoque su figura amabilísima. Hemos de conducirnos de tal manera, que los demás puedan decir, al vernos: éste es cristiano, porque no odia, porque sabe comprender, porque no es fanático, porque está por encima de los instintos, porque es sacrificado, porque manifiesta sentimientos de paz, porque ama”.