(junio 2011)
Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Hace varios años, en una catequesis a niños que se preparaban para recibir la primera Comunión, Benedicto XVI explicaba el significado de la adoración a Dios. «La adoración —decía— es reconocer que Jesús es mi Señor, que Jesús me señala el camino que debo tomar, me hace comprender que sólo vivo bien si conozco el camino indicado por Él, sólo si sigo el camino que Él me señala. Así pues, adorar es decir: "Jesús, yo soy tuyo y te sigo en mi vida; no quisiera perder jamás esta amistad, esta comunión contigo". También podría decir que la adoración es, en su esencia, un abrazo con Jesús, en el que le digo:" Yo soy tuyo y te pido que Tú también estés siempre conmigo"».
He recogido este texto porque, en la sencillez de la respuesta, se manifiesta el significado esencial de la actitud que, en cuanto criaturas, debemos a nuestro Creador. Pienso que también podría constituir el denominador común de las fiestas que celebraremos en las próximas semanas: un espíritu de adoración y de agradecimiento al Señor, por los bienes que nos ha concedido y nos concede.
Ayer fue la fiesta de la Visitación. En las palabras dirigidas por Santa Isabel a la Madre de Dios, que llevaba a Jesucristo en su purísimo seno, descubrimos un acto de adoración profunda al Verbo encarnado. Meses después, Jesús recibió el homenaje de unos sencillos pastores y de unos hombres cultos, que acudieron a Belén con el objetivo de postrarse ante el Rey de los judíos. San Mateo relata que, cuando los Magos entraron en el lugar donde se detuvo la estrella, encontraron al Niño en brazos de su Madre y, tras arrodillarse, le adoraron.
Unos grandes de la tierra se postran y adoran a ese Niño, porque la luz interior de la fe les ha hecho reconocer a Dios mismo. Por contraste, el pecado —sobre todo el mortal— es precisamente lo contrario: no querer reconocer a Dios como Dios, no querer postrarse ante Él, intentar —como Adán y Eva en el Paraíso terrenal— ser como dioses, conocedores del bien y del mal. Nuestros primeros padres aspiraron, en su soberbia, a una autonomía completa de Dios; tentados por satanás, no quisieron reconocer la supremacía de su Creador ni su amor de Padre. Ésta es la desgracia más grande de la humanidad, del hombre y la mujer de todos los tiempos, como recuerda San Pablo en las primeras líneas de la carta a los Romanos. Para el Apóstol, la culpa de aquellos paganos era tener aprisionada la verdad en la injusticia, no reconocer a Dios como Señor ni adorarle, a pesar de que contaban con suficientes signos externos. Después de haber conocido a Dios por las maravillas de la creación, no le glorificaron como Dios ni le dieron gracias, sino que se envanecieron en sus razonamientos y se oscureció su insensato corazón.
Es una tragedia que se presenta con contornos netos en la sociedad actual, al menos en gran parte del mundo. No pretendo cargar las tintas, ni soy pesimista; al contrario: es un hecho que no podemos dejar de reconocer y que nos ha de animar a propagar la alegría de la Verdad. Insisto: el sentido de la adoración se ha perdido en grandes estratos de los países, y los cristianos consecuentes —con optimismo sobrenatural y humano— estamos convocados a reavivar en las demás personas esa actitud, la única congruente con la auténtica condición de las criaturas. Si las gentes no adoran a Dios, se adorarán a sí mismas en las diversas formas que registra la historia: el poder, el placer, la riqueza, la ciencia, la belleza...; sin percatarse de que todo eso, desvinculado de su fundamento último que es Dios, se esfuma: «La criatura sin el Creador desaparece», dice lapidariamente el Concilio Vaticano II. Por eso, en la tarea de la nueva evangelización, resulta de primera importancia ayudar a quienes conviven con nosotros a redescubrir la necesidad y el sentido de la adoración. Las próximas solemnidades de la Ascensión, de Pentecostés y del Corpus Christi, se alzan como una invitación «a redescubrir la fecundidad de la adoración eucarística (...), condición necesaria para dar mucho fruto (cfr. Jn 15, 5) y evitar que nuestra acción apostólica se limite a un activismo estéril, sino que sea testimonio del amor de Dios».
«Que tu oración sea siempre un sincero y real acto de adoración a Dios», escribió nuestro Padre en Forja. ¡Cuántos momentos de adoración encontramos a lo largo de la jornada, si los vivimos conscientemente! Desde el ofrecimiento de obras por la mañana hasta el examen de la noche, todo nuestro día puede y debe convertirse en oración, en un homenaje a nuestro Dios.
La Santa Misa es, ante todo, un acto de adoración a la Trinidad Santísima, por medio de Jesucristo y en unión con Él. En el Gloria damos gracias a Dios por su gloria inmensa: no por los beneficios que nos concede, sino porque es Dios, porque existe, porque es grande. En el Sanctus, a coro con los ángeles y los bienaventurados, proclamamos: Santo, Santo, Santo es el Señor, Dios del universo, que entraña una de las formas más altas de adorar a Dios. Muchas veces, en diferentes ocasiones, nos dirigimos a la Trinidad rezando: gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo. Y las muchas genuflexiones ante el Sagrario —conscientes, acompañadas de un acto interior del corazón, como recomendaba San Josemaría—, suponen también un acto estupendo de adoración.
Cada uno de vosotros, hijas e hijos míos, ha de buscar su modo personalísimo de ponerse activamente en presencia de Dios a lo largo de las horas, y manifestarle su homenaje filial. En ocasiones será una jaculatoria, quizá tomada de los Salmos o de otros libros inspirados, sobre todo del Evangelio; otras, alguna de las frases que nos enseñaba nuestro santo Fundador, cuando —para movernos a la espontaneidad en el trato con Dios— nos abría un poco su corazón, advirtiéndonos que personalmente debemos esforzarnos en ese trato íntimo con el Señor. «Cada uno que las diga como quiera, explicaba. Porque una jaculatoria es eso: un flechazo, un piropo como dicen en mi tierra, un requiebro. Si hay amor, no necesitáis que nadie os enseñe fórmulas determinadas: se os vendrán al corazón y a la boca las palabras precisas, en cada momento.
Este año, en muchos lugares, la solemnidad del Corpus Christi se celebra el 26 de junio, fiesta litúrgica de San Josemaría. Me colma de gozo esta coincidencia, pues nuestro Padre estuvo locamente enamorado de la Sagrada Eucaristía. Os recomiendo que en esa fecha —o el jueves anterior, en los lugares donde el Corpus se celebra ese día—, con continuidad, y especialmente si podéis asistir a la procesión eucarística, viváis esa gran celebración muy unidos al modo de hacer de nuestro Fundador, que en el Cielo adora permanentemente a la Humanidad Santísima de Jesús.
El Papa Benedicto XVI señala que uno de los elementos constitutivos de la procesión eucarística de esta fiesta se resume en «arrodillarse en adoración ante el Señor. Adorar al Dios de Jesucristo, que se hizo pan partido por amor, es el remedio más válido y radical contra las idolatrías de ayer y de hoy. Arrodillarse ante la Eucaristía es una profesión de libertad: quien se inclina ante Jesús no puede y no debe postrarse ante ningún poder terreno, por más fuerte que sea. Los cristianos sólo nos arrodillamos ante Dios, ante el Santísimo Sacramento, porque sabemos y creemos que en él está presente el único Dios verdadero, que ha creado el mundo y lo ha amado hasta el punto de entregar a su Hijo único (cfr. Jn 3, 16)».
«¡Qué bien se explica ahora el clamor incesante de los cristianos, en todos los tiempos, ante la Hostia santa! Canta, lengua, el misterio del Cuerpo glorioso y de la Sangre preciosa, que el Rey de todas las gentes, nacido de una Madre fecunda, derramó para rescatar el mundo (Himno Pange lingua). Es preciso adorar devotamente a este Dios escondido (cfr. Adoro te devote): es el mismo Jesucristo que nació de María Virgen; el mismo que padeció, que fue inmolado en la Cruz; el mismo de cuyo costado traspasado manó agua y sangre (cfr. Ave verum)».
Cuando nos arrodillamos ante Jesús sacramentado —oculto en el tabernáculo o expuesto sobre el altar—, adoramos a la Víctima del Sacrificio del Calvario, que se actualiza en la Santa Misa. No hay oposición alguna entre el culto de la Eucaristía dentro y fuera de la Misa. Más aún, existe una íntima armonía y compenetración. «En efecto, en la Eucaristía el Hijo de Dios viene a nuestro encuentro y desea unirse a nosotros; la adoración eucarística no es sino la continuación obvia de la celebración eucarística, que es en sí misma el acto más grande de adoración de la Iglesia (...). La adoración fuera de la Santa Misa prolonga e intensifica lo acontecido en la misma celebración litúrgica».
Cuidemos, pues, con mayor esmero aún, el culto a la Sagrada Eucaristía en estas próximas semanas. Pongamos todo nuestro empeño en escuchar la Palabra de Dios, en la meditación de la Sagrada Escritura, en los cantos litúrgicos, en las oraciones que cada una o cada uno recite delante del Santísimo Sacramento. Y tratemos de llenar los momentos de silencio —que la liturgia recomienda— con un auténtico diálogo interior con Cristo en la Sagrada Hostia, de corazón a Corazón. ¡Qué buen momento para seguir la recomendación que nos sugería nuestro Padre!: «Haced con más amor esa genuflexión con la que saludáis al Señor, al entrar y al salir del Centro. Y, aunque no digáis nada con la boca, dirigíos a Él con el corazón: Jesús, creo en Ti, te amo; perdona a todos los hijos tuyos que no hemos sabido ser fieles... Lo que se os ocurra en aquel momento, con espontaneidad: no voy a dictaros las palabras, como si fuerais niños de tres años. Cada uno sabrá dirigirse personalmente al Señor; y, si no hubiera sido así hasta ahora, se os ocurrirá en adelante».
«Más de una vez hemos hablado de las jaculatorias personales, que cada uno de nosotros procura hacerse. Es eso: una alabanza, un grito de admiración, de alegría, de cariño, de entusiasmo, ¡de amor!, que se escapa de nuestra alma como si fuera una flecha (...). Siempre es cuestión de cariño, de entrega».
No os oculto que con frecuencia vienen a mi cabeza unas palabras que oí a San Josemaría: "¡Cuánta gloria he robado a Dios!", pues pensaba que podía haber sido más celoso en su servicio incondicionado a la Trinidad Santísima. ¿Alimentamos nosotros este afán del Deo omnis gloria? ¿Con qué rectitud de intención nos movemos? ¿Cómo ofrecemos al Señor lo ordinario y lo extraordinario?
El 25 de junio conmemoramos un nuevo aniversario de la primera ordenación sacerdotal en el Opus Dei. Los tres hijos de nuestro Padre que recibieron en 1944 el Orden sagrado —don Álvaro, don José María, don José Luis— no tuvieron inconveniente en dejar de lado un presente y un futuro muy prometedores en el ámbito de su profesión civil, para seguir la voz de Dios, que les llamó al sacerdocio por medio de nuestro Fundador. No fue para ellos ningún sacrificio, en el sentido que habitualmente se da a este término, como una prestación costosa; con prontitud y alegría, respondieron a esta nueva llamada divina, sabiendo que era otro modo de servir a Dios, a la Iglesia y a las almas, con la misma entrega que los demás fieles de la Obra.
Pidamos al Señor, por intercesión de nuestro Padre y de aquellos tres primeros sacerdotes, que este espíritu se conserve intacto en la Prelatura del Opus Dei, de modo que podamos disponer de los sacerdotes necesarios para el desarrollo de la labor apostólica; y para que en todas y en todos sea muy fuerte el peso santo del alma sacerdotal. Recemos también para que lleguen en todo el mundo, en la Iglesia entera, numerosos jóvenes y hombres maduros que sigan el camino del presbiterado, dóciles a la voz del Buen Pastor.
Seguid encomendando todas mis intenciones. Rezad por el viaje del Papa a Croacia, en los primeros días de este mes. Deseo que convirtamos nuestra existencia en un rogar a Dios que nos ayude a cumplir su Santísima Voluntad, con entrega entera, con generosidad constante, convencidos de que, cuando se reúnen dos o más en la oración, nuestro Padre Dios no dejará de escucharnos.
También querría, en cada carta, mencionaros los diferentes aniversarios de la historia de la Obra, de nuestra historia personal, pues hemos de recordar aquellas palabras: «Cuando Dios Nuestro Señor proyecta alguna obra en favor de los hombres, piensa primeramente en las personas que ha de utilizar como instrumentos... y les comunica las gracias convenientes».
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier