2/26/16

A la luz de su Misericordia

ENRIQUE DÍAZ DÍAZ

III Domingo de Cuaresma
Éxodo 3, 1-8. 13-15: “‘Yo-soy’, me envía a ustedes”
Salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso”
I Corintios 10, 1-6. 10-12: “La vida del pueblo escogido, con Moisés, en el desierto, es una advertencia para nosotros”
San Lucas 13, 1-9: “Si no se convierten, perecerán de manera semejante”

Contemplemos las imágenes que nos propone el Evangelio: unos galileos asesinados y una higuera estéril… ¿Qué nos hacen pensar? ¿Cuál es la justicia de Dios? ¿Castiga o guarda silencio? Contemplemos las imágenes fuertes que nos presenta nuestro mundo: violencia, discriminación, corrupción, luchas por el poder… ¿Dónde se encuentra Dios? ¿Influye en nuestras vidas?
¿Qué imagen tenemos de Dios? ¿Cómo percibimos a Dios en nuestro diario caminar? Parecen ser las interrogantes que hoy nos propone la liturgia y que nos exigen cuestionarnos de verdad sobre la propia vida. Las preguntas que hacen los discípulos a Jesús son como eco de nuestras propias preguntas. Tanto cuando juzgamos a los demás como cuando nos juzgamos a nosotros mismos, dejamos al descubierto cuál es la imagen que tenemos de Dios y cómo percibimos a Dios en nuestras vidas. Es interesante cómo los discípulos leen los acontecimientos muy distinto de cómo Jesús lee los acontecimientos. De hecho podremos aprender del texto de hoy a escuchar la voz de Dios en cada uno de los acontecimientos. La conclusión que sacan los discípulos es equivocada. Tienen el concepto de un Dios vengador, policía, atento a los errores de los hombres para precipitarlos en su propia ruina por ser pecadores. Todo lo contrario nos dice Jesús: porque somos pecadores, debemos convertirnos y dar frutos de conversión. Mirarnos a la luz de su Misericordia.
La urgencia de la conversión al aproximarse el juicio de Dios que los signos de los tiempos continuamente nos hacen recordar, es nuestra respuesta a la experiencia de un Dios que viene a sacarnos de la esclavitud de Egipto, que nos ayuda a reencontrar nuestra propia identidad como nos dice la primera lectura de este domingo. El pueblo liberado es un pueblo en continua conversión. No es suficiente salir de Egipto, alimentarse del maná o saciarse del agua de la roca para ser fiel a Dios: cada momento se debe estar atento a la conversión. Así también al nuevo pueblo, no le basta ser bautizado, acercarse a la Eucaristía y vivir algunos ritos. Le urge la conversión cada día. La palabra de Dios nos convoca a la revisión y al cambio pero, en las palabras de Jesús, bajo una nueva luz: la misericordia de Dios no tanto la justicia. Miremos nuestra vida a la luz de los ojos de un padre amoroso, y no bajo la mirada de un juez implacable. Es el padre amoroso que escucha “el clamor de su pueblo que sufre”. El tiempo de Jesús es el tiempo de la paciencia del Padre. Dios no impone límites fijos. Un largo pasado de esterilidad no impide a Dios dar la posibilidad de producir frutos. Y no se trata de debilidad sino de amor.
Una higuera cargada de hojas pero estéril de frutos, sólo ocupa lugar. El riesgo en esta cuaresma es quedarnos en los signos externos y despreciar la verdadera conversión. La conversión es una profunda revisión del camino que ha tomado nuestra vida e implica un cambio de dirección. Conversión es paso de una fe adquirida pasivamente, fe solamente heredada, una fe activamente conquistada. No basta “estar ahí”, “cumplir”, hay que estar activamente y dar frutos. La conversión es ruptura de una mentalidad orientada hacia el pecado, hacia los valores puramente humanos, hacia la autosuficiencia y el orgullo, para adherirse a los verdaderos signos de penitencia. Conversión es sobre todo adherirse al Reino que viene. Es un acercamiento a Dios, pero un acercamiento de pobre, de pequeño, de siervo, de hijo. Es un acercamiento respondiendo a su misericordia y su amor. Es la autenticidad de un comportamiento que rompe la distancia entre la fe y la vida. Dios nos espera con los brazos abiertos en ese momento decisivo. Pero espera de cada uno de nosotros un acto valiente: la plena y consciente aceptación del Reino de Dios con todas sus consecuencias. El paso hacia la libertad nadie puede darlo por nosotros, es un acto personal que ni Dios puede dar por nosotros.
¿Qué frutos espera el Señor? No podemos dar apariencia de frutos. Es triste comprobar que vivimos en sociedades que se llaman cristianas, donde hay muchos bautizados pero encontramos frutos de torturas, desapariciones, asesinatos, delaciones, miedo y más todavía: hambre, desocupación, analfabetismo, falta de salud y de vivienda, desesperanza. Cada vez que la Palabra de Dios nos presenta la figura de la vid o de la higuera, nos exige frutos. En Isaías y los profetas, los frutos van unidos a la justicia y al amor. Sin embargo, hoy hay quien se llama “cristiano” y paga sueldos de miseria; hay quienes son bautizados y se convierten en líderes explotadores; se puede tener “una fe o una religión” y armonizar con narcotráfico o prostitución; decirnos creyentes y voltear la espalda al necesitado. Y ahí están las consecuencias: individualismo, hambre, pobreza, discriminación, división y aun manipulación de la religión para los propios fines.
Impresiona la misericordia del Señor: “Déjala otro año”. Si a nosotros nos tocara juzgar, ya habríamos condenado a muchos a muerte y condenación (como de hecho sucede). El amor misericordioso de Dios es mayor que nuestro pecado. Nos deja experimentar nuestra impotencia y nuestra debilidad para manifestar más grande su amor. De donde parece que todo está muerto y perdido, saca vida el Señor. Pero, ¡atención!, que esto no sea una excusa para seguir pecando. Porque está muy clara la conclusión de la parábola: “Si no, el año que viene la cortaré”. Y recordemos cómo ha actuado el Señor. Cuando ha habido injusticia “el clamor llega a sus oídos”. No nos hagamos ilusiones, no basta dar hojas frondosas que apantallen y aparenten. Hay que dar verdaderos frutos.
¿Cuál es la imagen de Dios que a mí me hace actuar: le temo como a juez, o lo amo como a Padre? ¿Cómo voy a vivir una verdadera conversión? ¿Qué frutos me exige el Señor?
Padre amoroso y lleno de misericordia, cuya bondad supera nuestros pecados, concédenos una verdadera conversión y un cambio de corazón que nos lleven a dar verdaderos frutos de justicia, amor y paz. Amén.