Mons. Javier Echevarría
Nos detenemos hoy en dos obras de misericordia materiales: dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento.
Nos detenemos hoy en dos obras de misericordia materiales: dar de comer al hambriento y dar de beber al sediento. Dios, Padre de Misericordia, ha alimentado a lo largo de los siglos a su Pueblo y lo hace ahora a diario, cuando pone en nuestra mesa los alimentos que tomamos. Por eso, resulta muy oportuno que se extienda entre las familias la costumbre de rezar una oración antes de las comidas, y de agradecer a Dios sus beneficios al terminar. No nos abstengamos de manifestar esta costumbre, también cuando nos encontremos fuera del propio hogar, pues encierra una profunda manifestación de fe, y quizá sea un apostolado eficacísimo ante quien nos ve.
En este Jubileo Extraordinario de la Misericordia, el don diario de los alimentos ha de reavivar en nosotros no sólo la acción de gracias a Dios, sino también la preocupación por aquellos hermanos que carecen del sustento diario. Pensemos en esos millones de personas en el mundo, que no cuentan con nada o con casi nada que llevarse a la boca. Por contraste, en algunos lugares se desperdician a veces los alimentos: por motivo de reducción de reservas, por negligencia o con la finalidad de mantener altos los precios.
“Los alimentos que se tiran a la basura −son palabras del Santo Padre− se roban de la mesa del pobre”. Por eso, el Papa ha invitado en diversas ocasiones a mejorar la distribución de los productos en el mundo, y combatir así, con esta y otras iniciativas, la “cultura del descarte”, como él mismo afirma.
Volvamos nuestra mirada a Cristo, y admiremos cómo multiplica los panes y los peces para saciar a la multitud hambrienta. Poco antes, los Apóstoles le habían sugerido que despidiese a la gente: “Que vayan a los pueblos y caseríos de los alrededores en busca de albergue y alimento, porque estamos en un lugar desierto”, le proponen. Curiosamente, los Apóstoles pretendían, después de haber escuchado la Palabra de Dios, que cada familia buscase el sustento por su cuenta. Pero el Señor manifiesta con hechos que alimentar al hambriento nos afecta a todos: “Dadles vosotros de comer”, les responde, y a continuación opera el portentoso milagro que llena de sorpresa a todos.
Los Doce aprendieron bien la lección, pues más adelante, en los primeros años de la Iglesia, fomentaron la distribución de alimentos entre los fieles más pobres. Esta actitud se ha manifestado en la Iglesia hasta hoy, y han brotado numerosísimas iniciativas de caridad impulsadas por los cristianos. En países menos desarrollados, y también en las periferias de aquellos desarrollados, han surgido bancos de alimentos, comedores públicos, escuelas de cocina para personas sin formación y otras muchas iniciativas de servicio. No nos conformemos con admirar estas iniciativas; al menos, recemos para que sean muy eficaces y pongamos nuestra mano si estamos en condiciones de hacerlo.
Llenos de gozo y generosidad, seamos portadores de la misericordia de Dios con todos, y especialmente con los indigentes. Las posibilidades −muy variadas− no faltarán si practicamos la caridad: por ejemplo, dedicar un tiempo periódicamente en organizaciones de solidaridad; implicarse en esa misma tarea también como ocupación profesional; aportar ayudas económicas a esas iniciativas; trabajar para modificar las leyes que impiden un comercio justo de los alimentos; evitar el derroche de comida en la propia casa, etcétera.
Deben resonar en nuestras almas las palabras de Jesucristo: “Tuve hambre y me disteis de comer, tuve sed y me disteis de beber”. Preguntémonos: ¿qué puedo hacer yo?, ¿cómo animo a los demás?
Jesús, que es Dador de Vida, no solamente repartió los panes y los peces en una colina de Galilea sino que, cuando llegó el momento sublime de la Última Cena, le vemos distribuir el pan convertido en su Cuerpo y el vino convertido en su Sangre. Si en alguna ocasión encontramos excusas para no empeñarnos en obras de caridad, o si el egoísmo nos inclina a apartar la vista de quienes carecen del mínimo necesario; si derrochamos dinero en nuestros gastos; o si pensamos que el hambre es un tema demasiado complejo para afrontarlo personalmente, miremos más fijamente a Cristo-Eucaristía: Él, suma Justicia, se ha ofrecido como Alimento y se ha dado completamente. Vino a este mundo, para que su Vida sirviera como sustento de la nuestra. Su generosidad nos otorga vigor, y su muerte nos devuelve la vida.
Jesucristo, rostro de la misericordia del Padre, nos brinda el sustento de su Cuerpo y de su Sangre bajo las apariencias de pan y de vino, trayéndonos así una participación en la vida eterna. Imitémosle: nosotros no podemos llegar a ese extremo de entrega, pero sí contamos con la capacidad de dar de comer y de beber a los miembros del Cuerpo místico de Cristo, invitándoles a acercarse a la Eucaristía y también a otras ayudas materiales.
Desde los comienzos del Opus Dei, san Josemaría inculcó a quienes acudían a formarse a su lado el gran afán cristiano de salir al encuentro de los indigentes, de quienes carecen de medios materiales; y se dirigió amablemente a los necesitados y a otros que trataban de ocultar su pobreza con dignidad. Les llamaba "los pobres de la Virgen”, y habitualmente los visitaba en sábado, en honor de Nuestra Señora. Practicaba esa obra de misericordia sin humillar. Además, con los muchachos a los que sugería que le acompañaran, facilitaba que diesen un poco de dinero o algo entretenido para leer, unos juguetes para los niños, unos dulces a los que sólo tenían acceso los ricos…; y, sobre todo, les transmitía afecto, conversación, interés verdadero por sus necesidades y sus problemas, porque veían en ellos −¡con alegría!− que estaban trabajando con sus hermanos.
Ocasiones similares podrán repetirse a diario también en las vidas de cada uno, de cada una. Podemos pedir a san Josemaría que nos ayude a identificarlas y a seguir su ejemplo de servicio, de caridad, que es cariño verdadero.
Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
Fuente: opusdei.es.