Carta dominical del arzobispo de Barcelona, monseñor Juan José Omella.
La Virgen del Santuario de Cretas que figura en mi escudo episcopal ha estado siempre en el punto de referencia espiritual de mi vida, desde el momento en que nací y fui llevado a sus pies como recién nacido. Desde entonces ha estado presente en los momentos más significativos de mi periplo vital. A sus pies puse el báculo y la mitra cuando fui ordenado obispo, un signo de que lo ponía todo bajo su amparo de madre de la misericordia. Poner a la Virgen por encima de todas nuestras vivencias, por encima de todos nuestros logros, por encima de todas nuestras aspiraciones es ponernos bajo su manto de la misericordia del Señor, signo de acogida y protección. Somos nosotros la ofrenda que fija la mirada en el rostro de María, que, como portadora y mediadora de la misericordia del Señor, nos protege y nos guarda.
María, en el año de la misericordia, nos hace presente la oración en la visita a su prima en aquella expresión del “Benedictus” que cada día está presente en los Laudes de la Iglesia universal: “Su misericordia –que es respeto– se extiende de generación en generación para aquellos que le temen”. Misericordia y temor parecen expresiones de una gran contraposición, pero en su significado más profundo el temor es aquella virtud que nos resume en una sola todas las virtudes que nos da el Espíritu Santo y por la que reconocemos la grandeza de Aquel que en sí mismo es misericordia. Reconocer con un sano temor la grandeza de Dios ante nuestra finitud y limitación, contemplar la insondable diferencia entre nuestra pequeñez como criaturas y el Dios que nos es vida, nos ayuda a valorar y esperar la riada de bienes que conlleva la misericordia de Dios para con nosotros, que salva cualquier distancia y llena toda diferencia. Pero no hagamos bandera del temor, ya que a través de este conocimiento respetuoso reconocemos la misericordia infinita de Dios para con todos aquellos que ama, como lo expresa el libro de Samuel: “No temáis, temed sólo al Señor porque ha manifestado las maravillas en medio de nosotros”.
El amor de Dios nos libera del temor humano y lo reconocemos en toda su grandeza desde nuestra pequeñez humana como un amor que llama a la benevolencia, reconociendo sus maravillas y aceptando un amor de Padre incondicional. Por eso el cántico de María expresa lo más profundo de su creencia, en Ella se da una misericordia materna que es donación, que es acogida, que es bienaventuranza. Un amor que es promesa hecha a todos nosotros. Allí, a los pies de María de la Misericordia, ponemos nuestro temor-respeto para que ella nos dé la humildad suficiente para acercarnos a Dios como lo hace el cántico de Isaías: “Pues yo soy tu Dios, el que coge tu derecha, el que dice: no temas, yo te ayudo”. Con este espíritu nos ponemos a los pies de la Virgen, bajo su mirada.
+ Juan José Omella
Arzobispo de Barcelona