5/18/16

La misericordia de Dios hacia nosotros está unida a la nuestra hacia el prójimo

El Papa en la Audiencia General

“Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Deseo detenerme hoy con los aquí presentes, en la parábola del hombre rico y del pobre Lázaro. La vida de estas dos personas parece pasar por andenes paralelos: sus condiciones de vida son opuestas y del todo incomunicadas. La puerta de casa del rico está siempre cerrada al pobre, que está fuera, tratando de comer algo de lo que sobra en la mesa del rico. Este lleva vestidos de lujo, mientras que Lázaro está cubierto de llagas; el rico da banquetes todos los días, mientras que Lázaro muere de hambre. Solo los perros le cuidan y van a lamerle las llagas.
Esta escena recuerda la dura reprimenda del Hijo del hombre en el juicio final: “porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed y no me disteis de beber; estaba […] desnudo, y no fui vestido; enfermo y preso, y me han visitado” (Mt 25,42-43). Lázaro representa bien el grito silencioso de los pobres de todos los tiempos y la contradicción de un mundo en el que riquezas inmensas y recursos están en las manos de pocos.
Jesús dice que un día ese hombre rico murió, ese hombre murió. Los pobres y los ricos mueren, tienen el mismo destino, todos nosotros, no hay excepciones a esto. Y ese hombre se dirigió a Abrahán suplicándole con el apelativo de “padre” (vv. 24.27). Reivindica ser su hijo, perteneciente al pueblo de Dios. Ni siquiera en vida ha mostrado consideración alguna hacia Dios, es más, ha hecho de sí mismo el centro de todo, cerrado en su mundo de lujo y de derroche.
Excluyendo a Lázaro, no ha tenido en cuenta ni al Señor ni a su ley. ¡Ignorar al pobre es despreciar a Dios! Y esto debemos aprenderlo bien. Ignorar al pobre es despreciar a Dios. Hay un particular en la parábola que hay que notar: el rico no tiene nombre, solamente un adjetivo, “el rico”; mientras que el del pobre se repite cinco veces, y “Lázaro” significa “Dios ayuda”. Lázaro, que está delante de la puerta, es un reclamo viviente al rico para acordarse de Dios, pero el rico no acoge este reclamo. Será condenado no por sus riquezas, sino por no haber sido capaz de sentir compasión por Lázaro y socorrerlo.
En la segunda parte de la parábola, encontramos a Lázaro y al rico después de la muerte (vv. 22-31). En el más allá, la situación ha cambiado: el pobre Lázaro es llevado por los ángeles al cielo ante Abraham, el rico sin embargo se precipita entre los tormentos. Entonces el rico “alzó los ojos y vio de lejos a Abraham, y Lázaro junto a él”. A él le parece ver a Lázaro por primer vez, pero sus palabras le traicionan: “Padre Abraham –dice– ten piedad de mí y manda a Lázaro –lo conocía ¿eh?– a meter en el agua la punta del dedo y a mojarme la lengua, porque sufro terriblemente en esta llama”. Ahora el rico reconoce a Lázaro y le pide ayuda, mientras que en vida fingía no verlo. ¡Cuántas veces, cuántas veces, tanta gente finge no ver a los pobres! Para ellos los pobres no existen. Antes le negaba incluso lo que le sobraba de la mesa, ¡y ahora quiere que le lleve agua! Todavía cree poder tener derechos por su precedente condición social.
Declarando imposible cumplir su petición, Abraham en persona ofrece la clave de toda la historia: él explica que bienes y males han sido distribuidos de forma que compense la injusticia terrena y la puerta que separaba en vida al rico y al pobre, se ha transformado en un “gran abismo”.
Mientras Lázaro estaba bajo su casa, para el rico había la posibilidad de salvación, abrir la puerta, ayudar a Lázaro, pero ahora que ambos han muerto, la situación se ha hecho irreparable. Dios no es llamado nunca directamente, pero la parábola advierte claramente: la misericordia de Dios con nosotros está unida a nuestra misericordia hacia el prójimo; cuando falta nuestra misericordia con los demás, la de Dios no encuentra espacio en nuestro corazón cerrado, no puede entrar. Si yo no abro la puerta de mi corazón al pobre, esa puerta se queda cerrada, también para Dios y esto es terrible.
En este punto el rico piensa en sus hermanos que corren el riesgo de terminar igual y pide que Lázaro pueda volver al mundo para advertirles. Pero Abraham replica: “Tienen a Moisés y a los profetas, que los escuchen”. Para convertirnos, no tenemos que esperar eventos prodigiosos, sino abrir el corazón a la Palabra de Dios, que nos llama a amar a Dios y al prójimo. La Palabra de Dios puede hacer revivir un corazón marchito y sanarlo de su ceguera.
El rico conocía la Palabra de Dios, pero no la dejado entrar en el corazón, no la ha escuchado, por eso ha sido incapaz de abrir los ojos y de tener compasión del pobre. Ningún mensajero y ningún mensaje podrán sustituir a los pobres que encontramos en el camino, porque en ellos viene Jesús mismo a nuestro encuentro: “Todo lo que habéis hecho a uno solo de estos mis hermanos más pequeños, me lo habéis hecho a mí” (Mt 25,40), dice Jesús.
Así en el intercambios de las situaciones que la parábola describe está escondido el misterio de nuestra salvación, en la que Cristo une la pobreza a la misericordia. Queridos hermanos y hermanas, escuchando este Evangelio, todos nosotros, junto a los pobres de la tierra, podemos cantar con María: “Derribó a los poderosos de su trono y elevó a los humildes. Colmó de bienes a los hambrientos y despidió a los ricos con las manos vacías” (Lc 1,52-53).