El Papa ayer en Santa Marta
Hoy nos movemos entre dos actitudes: el encorsetamiento de la ley, que todo lo delimita, y el soplo liberador de la profecía, que nos lleva más allá de los límites. En la vida de fe, el exceso de confianza en la norma puede ahogar el valor de la memoria y el dinamismo del Espíritu. Jesús, en el Evangelio de hoy (Mc 12,1-12), se lo demuestra a escribas y fariseos –que quieren hacerlo callar– con la parábola de los viñadores homicidas. Contra el dueño, que para ellos plantó, confiándosela, una viña bien organizada, los campesinos contratados deciden rebelarse, apaleando y matando uno a uno a los siervos que el dueño les envía a reclamar la cosecha que le corresponde. El culmen del drama es el asesinato del único hijo del dueño, acto que podría suponer –piensan equivocadamente los agricultores– quedarse ellos con toda la herencia.
Matar a los siervos y al hijo –imagen de los profetasy de Cristo– muestra la imagen de un pueblo encerrado en sí mismo, que no se abre a las promesas de Dios, que no espera en las promesas de Dios. Un pueblo sin memoria, sin profecía y sin esperanza. A los jefes del pueblo, en concreto, les interesa levantar una muralla de leyes, un sistema jurídico cerrado, y nada más.La memoria no les interesa. ¿La profecía? ¡Mejor que no vengan los profetas! ¿Y la esperanza? Bueno, ¡alguno la verá! Es el sistema por el que legislan: doctores de la ley, teólogos que siempre van por la casuística y no permiten la libertad del Espíritu Santo; no reconocen el don de Dios, el don del Espíritu, sino que lo encierran, porque no permiten la profecía ni la esperanza.Ese es el sistema religioso al que Jesús habla. Un sistema de corrupción, de mundanidad y de concupiscencia, como dice San Pedro en la Primera Lectura (1P 1,1-7).
En el fondo, Jesús mismo fue tentado de perder la memoria de su misión, de no dar sitio a la profecía y preferir la seguridad en lugar de la esperanza, que fue la esencia de las tres tentaciones padecidas en el desierto. Así pues,Jesús, que conoce en sí mismo la tentación, reprocha a esa gente: Vosotros recorréis medio mundo para hacer un prosélito y cuando lo halláis, lo hacéis esclavo (cfr. Mt 23,15). Ese pueblo tan organizado, esa Iglesia tan organizada… ¡hace esclavos! Y así se entiende la reacción de Pablo cuando habla de la esclavitud de la ley y de la libertad que te da la gracia (cfr. Gal 4,3ss.). Un pueblo es libre, una Iglesia es libre cuando tiene memoria, cuando deja sitio a los profetas, cuando no pierde la esperanza.
La viña bien organizada es la imagen del pueblo de Dios, la imagen de la Iglesia y también la imagen de nuestra alma, que el Padre cuida siempre con tanto amor y tanta ternura. Rebelarse a Él es, como para los viñadores homicidas, perder la memoria del don recibido de Dios, mientras que para recordar y no errar el camino es importante volver siempre a las raíces. ¿Yo tengo memoria de las maravillas que el Señor ha hecho en mi vida? ¿Tengo memoria de los dones del Señor? ¿Soy capaz de abrir el corazón a los profetas, es decir a quien me dice: esto no va, debes ir allá; adelante, arriésgate? Eso hacen los profetas. ¿Estoy abierto a eso o estoy temeroso y prefiero encerrarme en la jaula de la ley? En definitiva, ¿tengo esperanza en las promesas de Dios, como tuvo nuestro padre Abraham, que salió de su tierra sin saber a dónde iba, solo porque esperaba en Dios? Nos vendrá bien hacernos estas tres preguntas.