Los primeros liberales supieron −con una lucidez que han desechado los libertarios actuales− que una sociedad libre sólo es sostenible si la mayoría de sus ciudadanos son virtuosos
Twitter me ha sacado de mi aislamiento (@fjconpe) y me ha sumergido en la impetuosa corriente del “debate” en 140 caracteres. Se repite una pauta: condescendientes libertarios se burlan de mis opiniones, que defino como “liberal-conservadoras”, alegando que el liberalismo conservador es un oxímoron (curiosamente, el mismo ataque me llega desde posiciones conservadoras duras). “Te opones al aborto, al matrimonio gay, a los vientres de alquiler, a la pornografía… Te preocupa que cada vez menos gente se case y más gente se divorcie, que cada vez más niños se eduquen sin uno de sus padres biológicos. ¿Y tienes la desfachatez de llamarte “liberal”? Un liberal respeta la libertad de la gente para organizar su vida privada como quiera. Un liberal no impone sus valores a los demás”.
Me temo que la versión del liberalismo representada por esas andanadas ha llegado a convertirse en la generalmente aceptada, tanto por los defensores como por los enemigos del liberalismo: cada uno debe tener la máxima libertad, limitada sólo por la libertad de los demás, muy especialmente en el terreno amoroso-familiar.

El liberalismo clásico no concibió la
libertad como un fin en sí mismo, sino
como un instrumento para la
realización de los verdaderos fines del
hombre

Quien conozca la historia de las ideas sabe, sin embargo, que el liberalismo no fue históricamente eso. En realidad, el libertarianismo postmoderno-amoral de mis críticos de Twitter habría escandalizado a los liberales clásicos. Sintetizando en una cápsula lo que requeriría muchas páginas: el liberalismo clásico no concibió la libertad como un fin en sí mismo, sino como un instrumento para la realización de los verdaderos fines del hombre, identificados con la práctica de la virtud, el cultivo de la “areté” o excelencia, la “vida buena”, el cumplimiento de las mejores potencialidades contenidas en la naturaleza humana (y en eso el liberalismo clásico entroncaba con la tradición aristotélico-tomista, de la que es en realidad un desarrollo moderno).
Fredéric Bastiat es una figura central, indiscutible, de la tradición liberal. Pues bien, él escribió en Armonías económicas: “Cuando una opinión pública extraviada honra lo despreciable y desprecia lo honorable, castiga la virtud y recompensa el vicio, promueve lo perjudicial y desincentiva lo útil, aplaude la falsedad y esconde la verdad bajo la indiferencia o el insulto, la nación abandona la senda del progreso y sólo podrá ser restaurada por las terribles lecciones de la catástrofe”.

En una sociedad liberal la virtud
personal es más imprescindible que en
una autoritaria, para que los
ciudadanos hagan uso responsable de
su libertad

Así pues, los liberales clásicos creían en la virtud y le concedían una extraordinaria importancia. No sólo porque el sentido último de la libertad estriba en la elección voluntaria del bien (una libertad dedicada al vicio es una libertad fracasada). También porque los primeros liberales supieron −con una lucidez que han desechado los libertarios actuales− que una sociedad libre sólo es sostenible si la mayoría de sus ciudadanos son virtuosos. Los fundadores de EE.UU. −la primera democracia liberal− hablaban siempre de “libertad ordenada”: en una sociedad liberal la virtud personal es más imprescindible que en una autoritaria, para que los ciudadanos hagan uso responsable de su libertad. Por eso Montesquieu sostuvo que el principio motor de la república (la sociedad abierta) es la virtud, de la misma forma en que el temor lo es en el despotismo y el honor hereditario en la monarquía. Y por eso James Madison afirmó en el ensayo 55 del Federalista que “el gobierno republicano presupone la existencia de estas cualidades [virtuosas] en un grado más alto que cualquier otro sistema de gobierno”. La sociedad libre no es viable si los ciudadanos no cultivan virtudes como el respeto a la ley, el cumplimiento de la palabra dada, la laboriosidad, la moderación, el espíritu de autosuficiencia económica, la capacidad de aplazar la gratificación…
El libertario de guardia dirá que todas esas son “virtudes cívicas”, distintas de las virtudes privadas, e insistirá en que todo verdadero liberal debe respetar “el derecho de cada uno a conducir su vida privada-familiar como crea oportuno”. Pero los liberales clásicos no habrían admitido esa separación estricta entre la esfera privada y la pública. Ellos sabían que las virtudes cívicas se aprendían en la familia: daban por supuesto que la sociedad libre requiere familias sólidas, capaces de cumplir adecuadamente su función provisora y educativa. De ahí que Locke, padre del liberalismo, insistiera en la estabilidad familiar (“la unión del hombre y la mujer debe persistir […] mientras sea necesaria para proteger a los hijos”) y afirmara que “el apareamiento inseguro, fácilmente alterable” haría inviable a la sociedad (Ensayo sobre el gobierno civil, 79-80). Y de ahí que John Adams, segundo presidente de EE.UU., afirmara que “el fundamento de la moral nacional debe ser puesto en las familias”. El primero, George Washington, había ido más lejos al proclamar que el “gobierno nacional” existe, entre otras cosas, “para promover la práctica de la verdadera religión y de la virtud”. Washington, Adams, Madison… ese hatajo de trabucaires.
Con la perspectiva de dos siglos, hoy sabemos que aquellos primeros liberales acertaron en sus intuiciones. En efecto, la familia es un microcosmos educativo irremplazable, en el que se aprenden las virtudes y se forman los ciudadanos responsables. Por eso la descomposición familiar −divorcios, volatilidad de las relaciones, monoparentalidad, etc.− tiene efectos tan negativos en la maduración de los niños, como demuestran numerosos estudios. En las familias monoparentales, reconstituidas, etc., son notablemente más altas las tasas de trauma emocional infantil, fracaso escolar, abuso sexual, comportamiento disruptivo, drogadicción, alcoholismo, delincuencia juvenil…

El resultado de la descomposición
familiar y de la incorrecta maduración
de los niños es el crecimiento del
Estado

Y el resultado de la descomposición familiar y de la incorrecta maduración de los niños es… el crecimiento del Estado. El Estado acude a llenar (siempre imperfectamente) el vacío dejado por las familias fracturadas, asumiendo las funciones que éstas ya no pueden asumir. Lo que no haga la familia lo hará el Estado con sus subsidios y servicios sociales. A más inestabilidad familiar, más Estado. Un estudio norteamericano calculó que la ruptura familiar suponía en EE.UU. 112.000 millones de dólares anuales de gasto público adicional. ¿Y no era la expansión del Estado el summum malum para un liberal? La fragilidad creciente de las familias –celebrada por nuestros libertarios como una manifestación de la libertad personal- le hace el juego al Leviatán.
Me temo que Locke, Montesquieu, Adam Smith, Kant, Constant, Tocqueville, Bastiat, Lincoln, no habrían estado de acuerdo con el dogma “liberal” contemporáneo: “que cada uno haga con su vida privada lo que quiera, mientras no vulnere la libertad de los demás”. Pero es que eran todos unos reaccionarios, oiga.