6/30/20

¿A qué cultura hay que ‘abrirse’?

Ni a san Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les ocurrió ponerse a dialogar para llegar a un acuerdo sobre Dios, sobre Cristo sobre sus mandamientos. Ellos anunciaron al Resucitado…

De vez en cuando se oye hablar a algún que otro creyente, hombre, mujer, sacerdote, religioso, religiosa,…, de que, en estos momentos de “cambios”, y de desarrollo de la humanidad, además de la manoseada “globalización” −que nadie sabe muy bien en qué consisten, aparte de poder vender y comprar en cualquier rincón del mundo el mismo producto−, en la Iglesia se hace necesario no perder de vista el futuro y abrirse de verdad a lo que nos pueda decir la “cultura moderna”.

¿Hay alguien que explique claramente qué se quiere manifestar con esas palabras? Quizá nos puede ayudar a entender algo, recordar otras palabras que también se oyen de vez en cuando y que nos recomiendan leer el Evangelio “con el espíritu de la cultura actual”.

En la Iglesia siempre se ha leído el Evangelio bajo la luz del Espíritu Santo; y no bajo las elucubraciones de NestorioPelagioLutero, los participantes del sínodo de Pistoya, JansenioLoisy, o teniendo en cuenta las ideas filosóficas de KantFeurbachNietzscheMarxSartreHeideger, etc. Y quienes han seguido ese beber en la “cultura de cada momento”, además de fracasar, han dejado de ser cristianos, de tener y de vivir de la Fe.

Apenas recibido el Espíritu Santo, el día de Pentecostés, los apóstoles y los discípulos del Señor perdieron los miedos, no se hicieron muchas cavilaciones para estudiar si los oyentes les iban a creer o no, y comenzaron a hablar. Hablaban solo una lengua, y los que aquel día estaban en Jerusalén, de culturas y lenguas muy diferentes, les escucharon en su propia lengua, les entendieron y miles se bautizaron.

El milagro seguirá ocurriendo a lo largo de los siglos, hasta el cierre de la historia.

Y no tuvieron la menor duda de seguir predicando a Cristo, muerto y resucitado, en medio de las situaciones contrarias a la Verdad, a Cristo, que pululaban en la “cultura” entonces: ídolos, diosecillos caseros, libertinaje de las costumbres, fornicación, homosexualidad, adulterios, etc. etc.

Como tampoco aceptaron las costumbres ancestrales todos los misioneros que convirtieron África. No cedieron ante la poligamia, y por supuesto, ante los pequeños dioses hogareños, ante las pachamamas del momento y del lugar, que los mismos africanos apartaron de su mirada.

La apertura del Vaticano II no era hacía un abandono de las doctrinas que pudieran chocar con la cultura actual, sino una invitación a los creyentes para que nos preparásemos bien y pudiéramos “dar razón de nuestra esperanza” a quienes habían abandonado la fe al reducir los horizontes del hombre por negar la vida eterna, la moral sexual, la ley natural, la divinidad de Cristo, la familia, etc.

Ni a san Pablo ni a ninguno de los apóstoles se les ocurrió ponerse a dialogar para llegar a un acuerdo sobre Dios, sobre Cristo sobre sus mandamientos. Ellos anunciaron al Resucitado, la conversión del pecado, el arrepentimiento, el perdón y la misericordia de Dios; y la invitación a rehacer la vida, adorando a Dios y abriendo la mirada a la Vida Eterna: muerte, juicio, infierno y Gloria.

Alguien habla de leer el Evangelio a la luz de cultura moderna. ¿Qué luz nos pueden dar quienes destrozan la familia, quienes se inventan “modelos de familia” a los que solo faltan considerar familia la unión de un ser humano y de un animal?; ¿pueden acaso iluminar el sentido de la vida del hombre sobre la tierra quienes matan a seres humanos en el seno materno, quienes promueven y aceptan el aborto?

Es una profunda falta de Fe en la palabra de Cristo, y un no menor complejo cultural, lo que mueve a los creyentes, laicos o sacerdotes que anhelan “enriquecer” la Iglesia con la “cultura moderna” −como da la impresión que está sucediendo con el así llamado “sínodo alemán” en curso; y pretenden que la Iglesia bendiga uniones homosexuales; que se dé la Comunión −el Cuerpo y la Sangre de Cristo− a personas en pecado mortal, ya sean gente que no cree en la Presencia Real de Cristo en la Eucaristía, ya sean católicos divorciados, vueltos a unirse civilmente con alguien; que se deje de predicar sobre el pecado, la salvación, la Vida Eterna, muerte, juicio, infierno y gloria

Joseph Ratzinger, en una conferencia en la Radio de Hesse, durante las Navidades de 1969, titulada: ¿Bajo qué aspecto se presentará la Iglesia en el año 2000?, hablando de la falta de fe y de los intentos desde la revolución francesa de adaptarse al mundo, con obispos que ponían en duda algunos dogmas, e incluso la realidad de la existencia de Dios, terminó diciendo: "Ciertamente (la Iglesia) ya no será nunca más la fuerza dominante en la sociedad en la medida en que lo era hasta hace poco tiempo. Pero florecerá de nuevo y se hará visible a los seres humanos como la patria que les da la vida y esperanza más allá de la muerte".

Y poco antes había señalado: “El futuro de la Iglesia puede venir y vendrá también hoy solo de la fuerza de quienes tienen raíces profundas y viven de la plenitud de su Fe”.


Ernesto Juliá, en religion.elconfidencialdigital.com.

La Eucaristía, memorial del corazón

En la solemnidad del Corpus Christi, Francisco ha ido desgranando el poder curativo de este “memorial” que es la Eucaristía
En otras ocasiones hemos aludido a una historia que recoge Joseph Ratzinger en sus meditaciones de los años ochenta. Hagámoslo de nuevo.
Un hombre había perdido la “memoria del corazón”. Es decir, “había perdido toda la cadena de sentimientos y pensamientos que había atesorado en el encuentro con el dolor humano”. ¿Por qué sucedió esto y qué consecuencias tuvo? “Tal desaparición de la memoria del amor le había sido ofrecida como una liberación de la carga del pasado. Pero pronto se hizo patente que, con ello, el hombre había cambiado: el encuentro con el dolor ya no despertaba en él más recuerdos de bondad. Con la pérdida de la memoria había desaparecido también la fuente de la bondad en su interior. Se había vuelto frío y emanaba frialdad a su alrededor”.
Viene bien esta historia a propósito de la predicación del Papa Francisco en la solemnidad del Corpus Christi (14-VI-2020).

Memoria y sentimientos

La memoria es algo importante para todas las personas. Observa el Papa en su homilía de esta fiesta: “Si no hacemos memoria (...), nos convertimos en extraños a nosotros mismos, en ‘transeúntes’ de la existencia. Sin memoria nos desarraigamos del terreno que nos sustenta y nos dejamos llevar como hojas por el viento. En cambio, hacer memoria es anudarse con lazos más fuertes, es sentirse parte de una historia, es respirar con un pueblo”.
Y por eso la Sagrada Escritura insiste en educar a los jóvenes en esa "memoria" o recuerdo de las tradiciones y de la historia del pueblo de Israel, sobre todo de los mandatos y dones del Señor (cf. Ps 77 12; Dt 6, 20-22).
Los problemas surgen si −como sucede ahora con la transmisión de la fe cristiana− se interrumpe o si no se ha experimentado aquello de lo que oye hablar, la memoria de las personas y de los pueblos se pone en riesgo.
El Señor nos dejó un “memorial”. No solo algo que recordar, que traer a la memoria. No solo unas palabras o unos símbolos. Nos dio un alimento que es continuamente eficaz, el Pan vivo que es Él mismo: la Eucaristía. Y nos lo dio como “hecho”, pues nos encargó “hacerla”, celebrarla como pueblo y como familia: “Haced esto en memoria mía” (1 Co 11, 24). La Eucaristía, señala Francisco, es el memorial de Dios.
En efecto, la Eucaristía es “memoria”, memoria viva o memorial que renueva (o “actualiza” sin repetirla) la Pascua del Señor, su muerte y resurrección, entre nosotros. Es memoria de nuestra fe, de nuestra esperanza, de nuestro amor.
La Eucaristía es memorial de todo lo que somos, memoria −cabría decir, también− del corazón, dando a este último término su sentido bíblico: la totalidad de la persona. El hombre vale lo que vale su corazón y esto incluye −como en la historia que contaba el cardenal Ratzinger− la capacidad de bondad y de compasión, que en el cristiano se van identificando con los sentimientos de Cristo mismo.
La Eucaristía, memorial del corazón, cura, preserva y fortalece toda la persona del cristiano. Y por ello, como dice la Iglesia, la Eucaristía es fuente y culmen de la vida cristiana y de la misión de la Iglesia (cf. Benedicto XVI, Exhort. Sacramentum caritatis, 2007).
En la solemnidad del Corpus Christi, Francisco ha ido desgranando el poder curativo de este “memorial” que es la Eucaristía. Y con ello nos muestra la importancia de la Eucaristía para la configuración de nuestros sentimientos hacia Dios y los demás. De eso depende también lo que podríamos llamar la educación afectiva −que no termina nunca en cada persona− y la conexión afectiva con Dios y con los demás: el saberse "situar" ante los otros −nuestros parientes y amigos, nuestros colegas y compañeros de trabajo, las personas con las que nos cruzamos cada dia. El "hacerse cargo" interiormente de lo que les sucede, para saber comunicar y manifestar adecuadamente nuestros sentimientos en lo que conviene, integrarlos en nuestras decisiones y actividades, como parte importante de ese atractivo que tiene de por sí la vida cristiana. La Eucaristía ocupa así un lugar central en relación con el discernimiento, tanto a nivel espiritual como eclesial, de todas nuestras acciones.

Poder sanante de la Eucaristía sobre la memoria

La Eucaristía sana la memoria huérfana y cura sus heridas. Es decir, “la memoria herida por la falta de afecto y las amargas decepciones recibidas de quien habría tenido que dar amor pero que, en cambio, dejó desolado el corazón”. La Eucaristía nos infunde un amor más grande, el amor mismo de Dios. Así lo dice el Papa:
“La Eucaristía nos trae el amor fiel del Padre, que cura nuestra orfandad. Nos da el amor de Jesús, que transformó una tumba de punto de llegada en punto de partida, y que de la misma manera puede cambiar nuestras vidas. Nos comunica el amor del Espíritu Santo, que consuela, porque nunca deja solo a nadie, y cura las heridas”.
En segundo lugar, la Eucaristía sana nuestra memoria negativa. Esa “memoria” que “siempre hace aflorar las cosas que están mal y nos deja con la triste idea de que no servimos para nada, que sólo cometemos errores, que estamos equivocados”. Y siempre nos pone por delante nuestros problemas, nuestras caídas, nuestros sueños rotos.
Jesús viene para decirnos que no es así. Que somos valiosos para él, que ve siempre lo bueno y lo bello en nosotros, que desea nuestra compañía y nuestro amor. “El Señor sabe que el mal y los pecados no son nuestra identidad; son enfermedades, infecciones. Y −con buenos ejemplos en esta época de pandemia, explica el Papa como “sana” la Eucaristía− viene a curarlas con la Eucaristía, que contiene los anticuerpos para nuestra memoria enferma de negatividad. Con Jesús podemos inmunizarnos de la tristeza. Y por ello la fuerza de la Eucaristía –cuando procuramos recibirla con las mejores disposiciones, de modo que dé en nosotros todos sus frutos− nos transforma en portadores de Dios, que equivale a decir: portadores de alegría.
Tercero, la Eucaristía sana nuestra memoria cerrada. La vida nos deja con frecuencia heridas. Y nos hace temerosos y suspicaces, cínicos o indiferentes, arrogantes..., egoístas. Todo eso, observa el sucesor de Pedro, “es un engaño, pues solo el amor cura el miedo de raíz y nos libera de las obstinaciones que aprisionan”. Jesús viene a liberarnos de esas corazas, bloqueos interiores y parálisis del corazón.
“El Señor, que se nos ofrece en la sencillez del pan, nos invita también a no malgastar nuestras vidas buscando mil cosas inútiles que crean dependencia y dejan vacío nuestro interior. La Eucaristía quita en nosotros el hambre por las cosas y enciende el deseo de servir”. Nos ayuda a levantarnos para ayudar a los demás, que tienen hambre de comida, de dignidad y de trabajo. Nos invita a establecer auténticas cadenas de solidaridad.
La Eucaristía sana nuestra memoria huérfana y herida, nuestra memoria negativa y nuestra memoria cerrada. A esto añade Francisco, en su alocución durante el Angelus del mismo día 14 de junio, la explicación de los dos efectos de la Eucaristía: el efecto místico y el efecto comunitario.

Efecto místico y efecto comunitario

El efecto mistico (místico en relación con el misterio profundo que ahí acontece) se refiere a esa curación de nuestra “memoria herida” de que hablaba en su homilía. La Eucaristía nos cura y nos transforma interiormente por nuestra intimidad con Jesús; pues lo que tomamos, bajo esas apariencias de pan o de vino es nada menos que el cuerpo y la sangre de Cristo (cf. 1 Co 10, 16-17).
Jesús −explica de nuevo el Papa− está presente en el sacramento de la Eucaristía para ser nuestro alimento, para ser asimilado y convertirse en nosotros en esa fuerza renovadora que nos devuelve la energía y devuelve el deseo de retomar el camino después de cada pausa o después de cada caída”.
Al mismo tiempo señala cómo han de ser nuestras disposiciones para que todo eso sea posible; sobre todo, “nuestra voluntad de dejarnos transformar, nuestra forma de pensar y actuar”.
Así es, y esa voluntad se manifiesta en acercarnos a la Eucaristía con la conciencia libre de pecado grave (por haber acudido antes al sacramento de la Penitencia si era necesario), en dejarnos ayudar por quienes puedan hacerlo para formar nuestra conciencia, para rectificar nuestros deseos, para orientar nuestras actividades en la dirección adecuada según nuestras circunstancias, de modo que nuestra vida tenga un verdadero sentido de amor y de servicio.
Por todo ello, señala Francisco, la Misa no es simplemente un acto social o respetuoso, pero vacío de contenido. Es “Jesús presente que viene a alimentarnos”.
Todo eso está vinculado con el efecto comunitario de la Eucaristía, que es su finalidad última como expresa san Pablo: “Porque aun siendo muchos, somos un solo pan y un solo cuerpo” (Ibid., v. 17). Es decir, el hacer de sus discípulos una comunidad, una familia que supere las rivalidades y las envidias, los prejuicios y las divisiones. Al otorgarnos el don del amor fraterno podemos lograr lo que también nos pidió: “Permaneced en mi amor” (Jn 15, 9).
De este modo −concluye Francisco−, no solo sucede que la Iglesia “hace” la Eucaristía; sino también y finalmente la Eucaristía hace la Iglesia, como un “misterio de comunión” para su misión. Una misión que comienza, precisamente, por producir y acrecentar nuestra unidad. Así es, y así la Iglesia puede ser germen de unidad, de paz y de transformación del mundo entero.

6/29/20

“Unidad y profecía”

Homilía del Papa en la solemnidad de S. Pedro y S. Pablo


En la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.

Unidad. Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos.

La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era violenta, el apóstol Santiago había sido asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en este trágico momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El texto dice que “mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.

Constatamos algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Ningún insulto a Herodes, y nosotros estamos tan acostumbrados a insultar… Irresponsables. Es inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Recordemos que la segunda puerta cerrada al Espíritu Santo se abrió el día de Pentecostés. La primera puerta cerrada es el narcisismo, la segunda puerta cerrada es el pesimismo. El narcisismo es lo que nos lleva a mirarnos a nosotros mismos continuamente, la falta de ánimo, las quejas. El pesimismo a lo oscuro, a la oscuridad. Estos tres comportamientos cierran la puerta al Espíritu Santo.

Esos cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En esa comunidad nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. Ninguno. Pedro humanamente tenía motivos para ser criticado, pero ninguno lo criticaba. No, no hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino que oraban a Dios. Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración? (La unidad de la Iglesia) ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos? Como le sucedió a Pedro en la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas que aprisionan. Y nosotros estaríamos maravillados viendo a Pedro como la mujer aquella que le tocó abrir la puerta a Pedro, estaba impresionada con la alegría de ver a Pedro. Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros.

San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). Pero este gobernante… tiene tantos calificativos para decir de él… no es el momento ni el lugar de decir los calificativos que se dicen a los gobernantes, que los juzgue Dios, pero oremos por los gobernantes. ¡Oremos! Tienen necesidad de la oración. Es una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, los criticamos y ya está? Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de aquellos a los que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, sólo la oración allana el camino hacia la unidad.

Hoy se bendicen los palios, que se entregan al Decano del Colegio cardenalicio y a los arzobispos metropolitanos nombrados en el último año. El palio recuerda la unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús, carga la ovejita sobre sus hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo una hermosa tradición, nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Pedro y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible, intercambiamos visitas fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por amabilidad, sino para caminar juntos hacia la meta que el Señor nos indica: la unidad plena. Hoy ellos no han podido venir, por la imposibilidad de viajar, por los motivos del coronavirus, pero cuando yo he descendido a venerar las reliquias de Pedro, sentía en el corazón, acá, junto a mí, a mi amado hermano Bartolomé, ellos están con nosotros.

La segunda palabra, profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió que al Señor no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el orgulloso Saulo se convirtió en Pablo, que significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18); y a Pablo: “Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a los pueblos” (Hch 9,15).

Por lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace de mis pensamientos, no nace de mi corazón cerrado, nace si nos dejamos provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá: Pedro es el primero que proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: “Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor […] me dará” (2 Tm 4,8).

Hoy necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible. No sirven manifestaciones milagrosas. A mí me duele cuando escucho que proclaman: “Queremos una Iglesia profética”. Sí, bien, pero ¿qué haces por una Iglesia profética? Queremos la profecía. Sirven las vidas que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no las proclamaciones, sino el servicio –¿Quieres una Iglesia profética? Comienza a servir, y quédate en silencio–; no la teoría, sino el testimonio.

No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, –eso de estar bien con todos, para nosotros se dice: estar bien con Dios y con el diablo. No. Esto no es profecía–. Tenemos necesidad de la alegría del mundo venidero; no de proyectos pastorales que parecen tener una eficacia propia, como si fueran sacramentos, proyectos pastorales eficientes, no. Tenemos necesidad de pastores que estreguen su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro –antes de ser colocado en la cruz– no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo. Pablo –antes de ser decapitado– sólo pensó en dar su vida y escribió que quería ser “derramado en libación” (2 Tm 4,6). Esta es la profecía. No las palabras. Esta es la profecía que cambia la historia.

Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Hay también una profecía parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus testigos fieles: “una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre” (Ap 2,17). Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta a ti: Tú, tú, tú, “¿quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos, hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.

La gratitud, “característica distintiva del cristiano”

El Papa ayer en el Ángelus

Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En este domingo, el Evangelio (cf. Mateo 10, 37-42) expresa con fuerza la invitación a vivir plenamente y sin vacilación nuestra fidelidad al Señor. Jesús pide a sus discípulos que tomen en serio las exigencias del Evangelio, incluso cuando esto requiere sacrificio y esfuerzo.
Lo primero que les exige a quienes le siguen es poner el amor a Él por encima del amor familiar. Dice: “El que ama a su padre o a su madre, […] a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí” (v. 37). Jesús ciertamente no pretende subestimar el amor a los padres y a los hijos, pero sabe que los lazos de parentesco, si se ponen en primer lugar, pueden desviar del verdadero bien. Lo vemos: ciertas corrupciones en los gobiernos se dan precisamente porque el amor por la parentela es mayor que el amor por la patria y ponen en los cargos a los parientes. Lo mismo con Jesús: cuando el amor [por los familiares] es mayor que [el amor por] Él, no va bien. Todos podríamos dar muchos ejemplos a este respecto. Sin mencionar las situaciones en las que los lazos familiares se mezclan con elecciones opuestas al Evangelio. Cuando, por el contrario, el amor a los padres y a los hijos está animado y purificado por el amor del Señor, entonces se hace plenamente fecundo y produce frutos de bien en la propia familia y mucho más allá de ella. En este sentido, dice Jesús la frase. Recordemos también cómo reprende Jesús a los doctores de la ley que privan a sus padres de lo necesario con el pretexto de dárselo al altar, de dárselo a la Iglesia (cf. Mc 7,8-13). ¡Los reprende! El verdadero amor a Jesús requiere verdadero amor a los padres, a los hijos, pero si primero buscamos el interés familiar, esto siempre nos lleva por el camino equivocado.
Luego dice Jesús a sus discípulos: “El que no toma su cruz y me sigue no es digno de mí” (v. 38). Se trata de seguirlo por el camino que Él mismo ha recorrido, sin buscar atajos. No hay amor verdadero sin cruz, es decir, sin un precio a pagar en persona. Y lo dicen muchas madres, muchos padres que se sacrifican tanto por sus hijos y soportan verdaderos sacrificios, cruces, porque aman. Y si se lleva con Jesús, la cruz no da miedo, porque Él siempre está a nuestro lado para apoyarnos en la hora de la prueba más dura, para darnos fuerza y coraje. Tampoco es necesario inquietarse por preservar la vida, con una actitud temerosa y egoísta. Jesús amonesta: “El que encuentre su vida, la perderá; y el que pierda su vida por mí —es decir, por amor, por amor a Jesús, por amor al prójimo, por servir a los demás—, la encontrará” (v. 39). Es la paradoja del Evangelio. Pero también tenemos, gracias a Dios, muchos ejemplos. Lo vemos en estos días. ¡Cuánta gente, cuánta gente lleva cruces para ayudar a otros! Se sacrifica para ayudar a quienes lo necesitan en esta pandemia. Pero, siempre con Jesús, se puede hacer. La plenitud de la vida y la alegría se encuentra al entregarse por el Evangelio y por los hermanos, con apertura, aceptación y benevolencia.
De este modo, podemos experimentar la generosidad y la gratitud de Dios. Nos lo recuerda Jesús: “Quien a vosotros acoge, a mí me acoge […]. Y todo aquel que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños […] no perderá su recompensa” (vv. 40; 42). La generosa gratitud de Dios Padre tiene en cuenta hasta el más pequeño gesto de amor y de servicio prestado a nuestros hermanos. En estos días, un sacerdote me contó que se había conmovido porque un niño de la parroquia se le acercó y le dijo: “Padre, estos son mis ahorros, una cosa pequeña, es para sus pobres, para aquellos que hoy lo necesitan a causa de la pandemia”. ¡Pequeña cosa, pero grande! Es una gratitud contagiosa que nos ayuda a cada uno de nosotros a mostrar gratitud hacia aquellos que se preocupan por nuestras necesidades. Cuando alguien nos ofrece un servicio, no debemos pensar que todo no es debido. No, muchos servicios se realizan de forma gratuita. Pensad en el voluntariado, que es una de las mejores cosas que tiene la sociedad italiana. Los voluntarios… ¡Y cuántos de ellos dejaron sus vidas en esta pandemia! Se hace por amor, simplemente por servicio. La gratitud, el reconocimiento, es en primer lugar una señal de buenos modales, pero también es una característica distintiva del cristiano. Es un simple pero genuino signo del reino de Dios, que es el reino del amor gratuito y generoso.
Que María Santísima, que amó a Jesús más que a su propia vida y lo siguió hasta la cruz, nos ayude a ponernos siempre ante Dios con el corazón abierto, dejando que su Palabra juzgue nuestro comportamiento y nuestras opciones.
Después del Angelus:
Queridos hermanos y hermanas:
El próximo martes, 30 de junio, se celebrará la cuarta Conferencia de la Unión Europea y las Naciones Unidas para «apoyar el futuro de Siria y su región». Oremos por esta importante reunión, para que pueda mejorar la dramática situación del pueblo sirio y de los pueblos vecinos, en particular de Líbano, en el contexto de graves crisis sociopolíticas y económicas que la pandemia ha hecho aún más difíciles. ¡Pensad que hay niños con hambre que no tienen comida! Por favor, que los líderes sean capaces de hacer la paz.
También os invito a rezar por la población de Yemen. También en este caso especialmente por los niños que sufren a causa de la grave crisis humanitaria. Así como por los afectados por las graves inundaciones en el oeste de Ucrania: que puedan experimentar el consuelo del Señor y la ayuda de los hermanos.
Dirijo mi saludo a todos vosotros, romanos y peregrinos procedentes de Italia y otros países. ¡Veo banderas: polaca, alemana y otras! En particular, saludo a todos los que participaron esta mañana, aquí en Roma, en la misa de rito congoleño, rezando por la República Democrática del Congo. Saludo a la delegación congoleña presente. ¡Qué gente estupenda estos congoleños!
Os deseo a todos un buen domingo. Por favor, no os olvidéis de rezar por mí. ¡Buen almuerzo! Y nos vemos mañana para la fiesta de san Pedro y san Pablo

6/28/20

Hombres y mujeres


La chiquilla tenía la mosca detrás de la oreja; y se preguntaba por qué era mujer y no varón; y por qué yo soy chico y no chica

Una pequeña crisis de identidad (¿sobrevenida por la ideología de género?). Me puse a su altura y traté de explicarle lo que es el factum, lo dado; la phisis, la naturaleza: no lo elegimos. Vivimos en un mundo y en un universo que ninguno de nosotros ha configurado. Dicho de modo vulgar: hay lo que hay. A su nivel, es la misma pregunta que se hacía Heidegger de por qué hay algo en lugar de nada.

En el tratado sobre el amor, El banquetePlatón hace una pregunta similar. Aristófanes aduce entonces el mito de la mitad (conocido popularmente como de la media naranja). Al principio, los seres humanos eran "completos": tenían cuatro piernas y cuatro brazos y dos rostros, uno femenino y otro masculino (no siempre era así, pero lo dejo estar): veían por delante y por detrás. Pero se rebelaron contra los dioses a los que intentaron usurpar el Olimpo. Zeus, para atajar la sedición de un tajo, los cortó por la mitad. Desde entonces, cada mitad busca a la otra mitad. Y así los humanos, entretenidos con esa permanente búsqueda, ya no tendrían en el futuro la pretensión de usurpar el reino de los dioses.

La Biblia no los cuenta de otra manera. Hay, como se sabe, dos relatos. Adán se encontraba solo, pues a pesar de poner nombre a todos los animales, no encontraba entre ellos a un igual. Y estaba mustio. Yahvé dijo que no era bueno que el hombre estuviera solo. Le hizo caer en una profunda somnolencia y le quitó una costilla de la que formó la mujer. Al despertar y verla, exclama: ¡esta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne! La otra versión, más escueta, simplemente afirma que Dios creó al ser humano a imagen y semejanza de Dios: hombre y mujer los creó. Ambas son insuperables.

No hace mucho, una bióloga estudiosa de la Biología Evolutiva, hacía retóricamente una pregunta semejante; aunque en este caso, se cuestionaba por qué existe el varón. Puesto que la mujer es la reproductora que concibe en su seno, pare a la criatura, lo amamanta, etc. ¿Por qué tiene que existir el varón que, a nivel reproductivo, apenas contribuye y sin embargo supone un gasto energético considerable (el doble)?: la naturaleza suele ahorrar esfuerzos. De manera irónica, se preguntaba si el varón no sería un exceso sobrante de la naturaleza: la mujer, con que llevara un saco espermático seminal, sería autosuficiente. Más o menos, lo que ahora se hace en algunas clínicas de fecundación artificial.

Llegados a este punto, conviene citar a Horacio, un poeta latino, que afirmaba que "naturam expelles furca, tamen usque recurret" (la naturaleza expulsada a la fuerza, siempre regresa). Con esto quería expresar que la naturaleza siempre vuelve por sus senderos, por más que el hombre trate de hacerla desaparecer: en un campo de cultivo abandonado, enseguida se llena de maleza. Indica, de modo poético, lo afirmado anteriormente: en la naturaleza no sobra ni falta, pero al ser humano no le caen las alubias del tejado ni le llueve el manduque. Si es un factum, lo encontrado, no hay que darle más vueltas. Somos nosotros los que aprendemos de la naturaleza, no ella de nosotros.


Pedro López, en levante-emv.com.

¿Edulcorando la Verdad?

Al recordar esa situación de los que “quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian”, el papa subraya que: “En este caso, Jesús anima a los Apóstoles…

“Ante todo (…) la hostilidad de los que quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian. En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado”.

Estas palabras del papa en el Ángelus del domingo 21 de junio me han animado a escribir estas líneas. No sé si mis pensamientos coinciden plenamente con los que bullían en la mente del papa al pronunciar esas palabras, que él vinculaba a advertencias del Señor a los apóstoles y primeros discípulos, para que no tuvieran miedo a tres situaciones que se podrían presentar. Esta sería la primera.

¿Quiénes, hoy, en la Iglesia podrían caber entre los que quieren edulcorar las palabras de Cristo, y al aguarlas, quitarles su verdadero sentido, y llegar así a convertir externamente a la Iglesia, quizá más allá de sus propias intenciones, en una organización que no reconocería ni el mismo san Pablo, por no decir san Pedro?

Los que apenas mencionan a la Santísima Trinidad, Dios Uno y Trino. Los que, para acercarse a todas las religiones, apenas hablan de la singularidad de Cristo, Dios y Hombre Verdadero, Único Redentor de los pecados de los hombres que nos anuncia la Verdad de Dios, el Camino para vivir en Dios y con Dios, la Vida, el amor de Dios que nos da vida.

Los que sitúan, de alguna manera, en el mismo nivel de redención y de salvación, a todas las religiones que los hombres hemos ido construyendo a lo largo de la historia para tratar de relacionarnos con un ser absolutamente desconocido, y solamente añorado y temido en la lejanía. Y no hablan con toda claridad de la Única Religión revelada, y por tanto verdadera, en su tradición judeo-cristiana, manifestada por Dios en la Vida y en la Palabra de Dios Hijo, Jesucristo. Luz del mundo.

Quienes tienen miedo al “espíritu” del siglo, y no tienen ni la fe, ni la esperanza, ni la caridad de los primeros cristianos, ni de la Iglesia a lo largo de los siglos, para mantener firme la predicación sobre los pecados que impiden al hombre mirar al Cielo, descubrir el amor de Dios, arrepentirse del mal que se hacen, y le llevan a encerrarse en su propio infierno: soberbia, envidia, pereza, ira, avaricia, lujuria, gula, etc.; y de manera muy particular, quienes anhelan aguar toda la moral sexual que se ha vivido en la Iglesia, y pretenden aceptar toda práctica sexual: homosexualidad, adulterios, fornicación, etc. etc., bendiciendo, por ejemplo, uniones homosexuales.

Quienes quieren borrar toda conciencia de la necesidad del arrepentimiento, de volver a la casa del Padre, de recorrer el camino del hijo pródigo, y no se convierten de su mal actuar: el Señor nos echa una capa de misericordia y con eso nos basta, dicen.

Quienes intentan, y ponen en marcha reuniones así llamadas “sinodales” −que nadie sabe exactamente qué son, en qué consisten y que misión tienen dentro de la Iglesia−, para poner en tela de juicio las enseñanzas de fe y de moral que la Iglesia ha vivido desde el primer siglo.

Quienes no mencionan a la Virgen Santísima, Madre de Dios y madre nuestra, y apenas recuerdan su Inmaculada Concepción, sin Pecado concebida; ni su Asunción al Cielo en cuerpo y alma gloriosos.

Al recordar esa situación de los que “quieren silenciar la Palabra de Dios, edulcorándola, aguándola o acallando a los que la anuncian”, el papa subraya que: “En este caso, Jesús anima a los Apóstoles a difundir el mensaje de salvación que les ha confiado”; y les insiste en que “tendrán que decir a la luz del día, esto es, abiertamente, y anunciar desde las azoteas −así dice Jesús−, es decir, públicamente, su Evangelio”.

Ese era mi deseo al comenzar estas líneas; y lo sigue siendo al terminarlas.


Ernesto Juliá, en religion.elconfidencialdigital.com.

6/27/20

Tomar la cruz

Evangelio (Mt 10,37-42)

Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí; y quien ama a su hijo o a su hija más que a mí, no es digno de mí. Quien no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. Quien encuentre su vida, la perderá; pero quien pierda por mí su vida, la encontrará.

Quien a vosotros os recibe, a mí me recibe, y quien me recibe a mí, recibe al que me ha enviado. Quien recibe a un profeta por ser profeta obtendrá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo obtendrá recompensa de justo. Y cualquiera que dé de beber tan sólo un vaso de agua fresca a uno de estos pequeños por ser discípulo, en verdad os digo que no quedará sin recompensa.

Comentario

El evangelio según san Mateo contiene cinco grandes discursos de Jesús, como una alusión a los cinco rollos de la Ley de Moisés o Pentateuco. El segundo de estos discursos suele llamarse el Discurso de la Misión, porque contiene una serie de instrucciones del Maestro para aquellos que envió a las ciudades y aldeas a anunciar la inminente llegada del Reino de Dios. Al igual que el domingo pasado, la liturgia recoge hoy un fragmento de dicho discurso.

“Quien ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí…” (v. 37). Las palabras de Jesús tienen un tono muy exigente y demandan de los discípulos decisiones firmes y generosas. Muy a propósito, Jesús contrasta su seguimiento y la evangelización con aquellas dimensiones de la persona más esenciales e importantes, como son la familia y la propia vida.

El Papa Francisco explicaba esta prioridad así: “El afecto de un padre, la ternura de una madre, la dulce amistad entre hermanos y hermanas, todo esto, aun siendo muy bueno y legítimo, no puede ser antepuesto a Cristo. No porque Él nos quiera sin corazón y sin gratitud, al contrario, es más, sino porque la condición del discípulo exige una relación prioritaria con el maestro”. Jesús no promueve el rechazo o desprecio a los seres queridos, sino que ilustra el valor radical y primordial que tiene el amor a Dios y la búsqueda del bien de las almas, que es la mejor forma de amar a los demás.

“Quien no toma su cruz y me sigue…” (v. 38). Sorprende que Jesús hable ya a los apóstoles de la cruz, cuando acaba de elegirlos al inicio de su ministerio en Galilea. No sabemos qué entenderían ellos de estas palabras, pronunciadas mucho antes de la pasión. En cualquier caso, significan que el discípulo puede identificarse con el Maestro; no solo porque es enviado a anunciar el evangelio como Él, sino también porque puede sacrificarse por los demás, como hizo Jesús en la cruz.

La idea de la cruz produce cierto miedo natural y podría retraernos de seguir más de cerca al Señor. Pero es un miedo que se vence si conocemos bien el sentido de la cruz para cada uno. San Gregorio Magno lo aclaraba así: “nosotros podemos cargar con la cruz de dos maneras: o bien dominando nuestra carne por medio de la sobriedad o bien haciendo nuestras por compasión las necesidades del prójimo”.

Cargar con la cruz cada día suele significar para la mayoría de los cristianos aprender a dominar las propias pasiones y gustos, sobre todo para hacer la vida más amable y grata a los demás. San Josemaría comentaba: “los verdaderos obstáculos que te separan de Cristo −la soberbia, la sensualidad…−, se superan con oración y penitencia. Y rezar y mortificarse es también ocuparse de los demás y olvidarse de sí mismo. Si vives así, verás cómo la mayor parte de los contratiempos que tienes, desaparecen”.

Por otro lado, Jesús no solo habla de renuncia. También se refiere a la recompensa que obtenemos cuando le seguimos de cerca y cuando cuidamos a sus discípulos. Como decía también san Josemaría, “darse a los demás es de tal eficacia, que Dios lo premia con una humildad llena de alegría”. El discípulo de Jesús que se entrega generosamente está contento. Y suele experimentar que, quienes se benefician de su labor, lo reciben con cariño y aprecio. Incluso el pequeño gesto de ofrecer un vaso de agua al discípulo es realizado como si se le ofreciera a su propio Maestro. Y por eso mismo, tampoco los gestos de cariño hacia los servidores del Maestro dejarán de ser recompensados por Dios.


Fuente: opusdei.org.

Homilía del prelado del Opus Dei en la fiesta de san Josemaría (26 Junio)


Hoy, en la fiesta litúrgica de san Josemaría, aquí junto a sus restos mortales, en la iglesia prelaticia de Santa María de la Paz, acudimos a su intercesión por todos los que están sufriendo las consecuencias del coronavirus, sobre todo por los difuntos y sus familias. Ahora, nuestro recuerdo se dirige especialmente hacia los países en que sigue más presente la pandemia. La comunión de los santos nos lleva a hacer propio lo que afecta a los demás, porque “si un miembro sufre, todos sufren con él”. “En esta barca estamos todos”, dijo el Papa Francisco. Estamos “llamados a remar juntos, todos necesitados de confortarnos mutuamente"[1].
Las lecturas de la Misa de hoy nos recuerdan tres realidades, que san Josemaría llevaba muy en el corazón: la Eucaristía, el omnia in bonum (¡todo es para bien!) y el sentido de misión.
“El Hijo del Hombre no ha venido para que le sirvan, sino para servir y dar su vida en rescate por muchos” (Mt 20, 28). Estas palabras, que leeremos en la antífona de comunión, resumen el caminar terreno de Jesús, que estuvo marcado por la entrega a los demás. “Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo, para que, muertos a los pecados, vivamos para la justicia” (1 P 2,24). Y este sacrificio se vuelve a hacer presente en la santa Misa, donde Cristo se nos entrega totalmente. Él mismo se ofrece como alimento que nos sostiene, nos llena de su misericordia y de su amor, como lo hizo en el Calvario.
Durante los meses de confinamiento, estamos aprendiendo a valorar más la participación en el Sacrificio eucarístico. Muchas familias, en medio de esta difícil situación, la primera cosa que hacían cada día era seguir por televisión la santa Misa. De ese momento sacaban las fuerzas necesarias para afrontar la jornada y, a la vez, aumentaban su deseo de recibir al Señor sacramentalmente.

Sabernos hijas e hijos de un Dios nos
ha de dar una profunda alegría

En estas circunstancias difíciles del mundo, de este mundo del que somos y al que amamos como creación de Dios, nos llenan de consuelo estas palabras que hemos leído en la segunda lectura y que san Josemaría meditó tantas veces: “Habéis recibido un Espíritu de hijos de adopción, en el que clamamos: ¡Abba, Padre!” (Rm 8,15). Sabernos hijas e hijos de un Dios que todo lo sabe y todo lo puede nos ha de dar una profunda alegría que es fruto del Espíritu Santo.
Esto no significa que no encontremos dificultades y sufrimiento. San Pablo termina así el texto que acabamos de leer: somos “herederos de Dios y coherederos con Cristo; de modo que, si sufrimos con él, seremos también glorificados con él” (Rm 8,17). Estas palabras nos ayudan a entender el sentido del dolor. Cuando algo nos hace sufrir, podemos unirnos al sacrificio de Jesús en la Cruz, con la esperanza puesta en la resurrección. Porque “lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito”[2].
La fe nos da la seguridad de que todo es para bien: Omnia in bonum!, le gustaba repetir a san Josemaría con palabras de san Pablo (cfr. Rm 8, 28). Sí, todo es para bien, aunque a veces cueste entender el bien que puede traer una situación como la que estamos atravesando. Pero lo cierto es que, en este tiempo, hemos presenciado innumerables muestras de generosidad, de creatividad, de iniciativa y el trabajo abnegado de tantas personas, llegando incluso a arriesgar su propia vida: personal sanitario, fuerzas de seguridad, sacerdotes, voluntarios… También hemos conocido historias de padres y madres desviviéndose por sacar adelante cada hogar durante el confinamiento. Estos ejemplos de entrega nos han llevado a estar más unidos, a ser más conscientes de que necesitamos de los demás y que los demás nos necesitan.
En el Evangelio de hoy, leemos esta invitación de Jesús a Simón Pedro, que le impulsa a la misión: “Rema mar adentro, y echad las redes para pescar” (Lc 5,4). Estas mismas palabras nos las dirige también hoy a cada uno de nosotros: dejar a un lado la propia comodidad para salir al encuentro de los demás y transmitir la alegría del Evangelio, la alegría de una vida junto a Jesús, que ha dado su vida por amor a cada uno de nosotros.
Para lanzarse mar adentro, hace falta audacia, deseos de cambiar el mundo. Pero, por encima de todo, es necesario tener un corazón enamorado, dejar que Cristo sea el centro de nuestra vida, de modo que Él sea “el único motor de todas nuestras actividades”[3].
Después de la invitación de Jesús a remar mar adentro, leemos: “Hicieron una redada de peces tan grande que reventaba la red” (Lc 5,6). Tampoco la eficacia sobrenatural de nuestro trabajo depende de nuestras cualidades, sino de dejar obrar al Señor. “Cuando nos ponemos con generosidad a su servicio –explica el Papa Francisco–, Él obra grandes cosas en nosotros. Así actúa con cada uno de nosotros: nos pide que lo acojamos en la barca de nuestra vida, para recomenzar con él a surcar un nuevo mar, que se revela cuajado de sorpresas”[4]. Este fue el ideal que inspiró la vida de san Josemaría. Sentía que “la Obra ha nacido para extender por todo el mundo el mensaje de amor y de paz, que el Señor nos ha legado”[5]. Ojalá nosotros sepamos también lanzarnos con esa misma confianza a todo lo que el Señor nos pida.

Nos unimos con cariño y oración
a todo el sufrimiento del mundo

Los que participamos en esta Santa Misa –de modo presencial o a través de la red– nos unimos con cariño y oración a todo el sufrimiento del mundo, y nos encomendamos a los difuntos para que desde el Cielo –con san Josemaría, en el día de su fiesta- intercedan por todos nosotros.
Acudamos muy especialmente a Santa María, Madre de Dios y Madre nuestra. Ella, Consuelo de los afligidos, nos ayudará a ver, con los ojos de la fe, el amor de su Hijo en las dificultades que estamos atravesando. Ella, Estrella de la mañana, nos guiará por ese camino de amor y confianza en Dios.

Fuente: opusdei.org.

6/26/20

6 novedades que presenta el Directorio para la Catequesis

Rosa Die Alcolea


En sustitución del Directorio general de la catequesis, aprobado en 1997 por san Juan Pablo II, el Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización presentó el 25 de junio de 2020 un nuevo Directorio para la Catequesis,, elaborado en seis años y firmado por Francisco el 23 de marzo de 2020.

El documento, compuesto de casi 300 páginas, ha sido publicado en seis idiomas: italiano, español, portugués, inglés, francés y alemán. Pero en el caso del español, portugués e inglés hay en cada idioma dos traducciones diferentes, realizadas por las conferencias episcopales o regionales.

La guía para la acción pastoral busca ser una “verdadera ayuda y apoyo” a la renovación de la catequesis en el único proceso de evangelización que la Iglesia no se ha cansado de llevar a cabo desde hace dos mil años, “para que el mundo pueda encontrar a Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre para nuestra salvación”.

A continuación, resumimos en seis puntos las novedades del nuevo documento, en comparación con los dos anteriores referentes: El primero de 1971, Directorio catequístico general, y el segundo de 1997, Directorio general de la catequesis.

1. Inculturación. La Iglesia se enfrenta a un gran desafío que se concentra en la nueva cultura con la que se encuentra, la digital. El nuevo Directorio está muy atento a los signos de los tiempos y trata de interpretarlos a la luz del Evangelio – como dice la Constitución Pastoral del Concilio Vaticano II, Gaudium et spes.

En efecto, estos son los principales desafíos de una cultura digital, el contexto de la transmisión de la fe en la familia en su composición intergeneracional.

Además, el nuevo Directorio presta gran atención a todas las cuestiones relacionadas con la crisis ecológica y, en cuanto a la catequesis, se refiere a la Encíclica Papal Laudato si´.

2. Dimensión sinodal. La invitación a vivir cada vez más la dimensión sinodal –en orden a los últimos Sínodos que ha vivido la Iglesia—es una razón más de carácter teológico y eclesial que ha llevado a redactar este Directorio.

Así, tratando los temas de la evangelización y de la catequesis, se han celebrado en 2005 La Eucaristía, fuente y cumbre de la vida y misión de la Iglesia; en 2008 La Palabra de Dios en la vida y misión de la Iglesia; en 2015 La vocación y misión de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo; en 2018 Los Jóvenes, la fe y el discernimiento vocacional.

Más concretamente, hay dos sucesos que marcan de manera complementaria la historia de este última década en lo que respecta a la catequesis: el Sínodo sobre la Nueva evangelización y la transmisión de la feen 2012, con la consiguiente Exhortación Apostólica del Papa Francisco Evangelii gaudium, y el 25º aniversario de la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, ambos directamente de la competencia del Pontificio Consejo para la Promoción de la Nueva Evangelización.

3. Misericordia: Anuncio del kerygma. El corazón de la catequesis es el anuncio de la persona de Jesucristo, que va más allá de los límites del espacio y del tiempo para presentarse a cada generación como la novedad que se ofrece para alcanzar el sentido de la vida. En esta perspectiva, se indica una nota fundamental que la catequesis debe hacer suya: la misericordia.

El kerygma es anuncio de la misericordia del Padre que sale al encuentro del pecador, no considerado más como un excluido sino como un invitado privilegiado al banquete de la salvación que consiste en el perdón de los pecados. Si se quiere, es en este contexto que la experiencia del catecumenado toma fuerza como experiencia del perdón ofrecido y de la vida nueva de comunión con Dios que se sigue de ahí.

4. “Conversión pastoral”. Es urgente llevar a cabo una “conversión pastoral” para liberar a la catequesis de ciertos lazos que le impiden ser eficaz. De este modo, en el nuevo texto se propone la revisión del vínculo entre la evangelización y el catecumenado en sus diversas acepciones.

En este aspecto, se plantean tres retos: El primero se puede identificar con el esquema de la escuela, según el cual la catequesis de la iniciación cristiana se vive sobre el paradigma de la escuela.

El segundo es la mentalidad según la cual la catequesis se hace para recibir un sacramento. Es obvio que una vez terminada la Iniciación, se crea un vacío para la catequesis. A partir de la Carta Apostólica Amoris laetitia, el nuevo Directorio promueve también el desarrollo de un catecumenado-matrimonio en este sentido en analogía con el proceso de iniciación, para poner de relieve la fase preparatoria del matrimonio en su significado catequético.

En tercer lugar, la “instrumentalización del sacramento por parte de la pastoral”, de modo que los tiempos de la Confirmación se establecen por la estrategia pastoral de no perder el “pequeño rebaño de jóvenes” que queda en la parroquia y no por el significado que el sacramento posee en sí mismo en la economía de la vida cristiana, advierte Mons. Rino Fisichella, prefecto del Consejo para la Nueva Evangelización.

5. Ayuda para entrar progresivamente en el misterio de la fe. El Directorio hace suya esta visión cuando pide expresar una catequesis que sepa hacerse cargo de mantener unido el misterio aunque lo articule en las diversas fases de expresión.

Esta nueva guía presenta la catequesis kerygmática no como una “teoría abstracta”, sino más bien como un instrumento con un fuerte valor existencial. Esta catequesis encuentra su punto de apoyo en el encuentro que permite experimentar la presencia de Dios en la vida de cada uno.

Una catequesis de este género permite descubrir que la fe es realmente el encuentro con una persona antes de ser una propuesta moral, y que el cristianismo no es una religión del pasado, sino un acontecimiento del presente.

6. Lenguaje de la belleza. El actual documento subraya una idea central de la Carta Apostólica Evangelii gaudium. En ella el Papa Francisco habla expresamente de la importancia de la via pulchritudinis como punto de partida central de la evangelización en la era postmoderna. Se delinea así el entendimiento de que la belleza no debe ser malinterpretada como esteticismo, sino más bien –siguiendo los pasos del Papa Benedicto XVI– que la verdad es bella y la belleza es verdadera.