Mons. Felipe Arizmendi Esquivel
Obispo emérito de San Cristóbal de Las Casas
VER
Es alarmante la forma en que el contagio se ha expandido, provocando una gran cantidad de muertes. La ciencia y la técnica están haciendo su máximo esfuerzo para encontrar la vacuna que detenga la pandemia. Las medidas restrictivas que han tomado los gobiernos son indispensables para controlar el contagio masivo, aunque mucha gente no hace caso de nada. Las economías se han fracturado y la supervivencia de millones está en riesgo. ¿Qué pueden ofrecer las religiones, en particular nuestra Iglesia?
Un cardenal africano dice que esta pandemia es una llamada de atención a nuestra Iglesia, para que se centre en lo suyo, que es la fe, la oración, los sacramentos, la predicación… Es como una acusación, porque dice que hablar de ecología, de la Amazonia, de los pobres, de la justicia, y que tomar tantas precauciones ante la pandemia, es como alejarse de lo que nos da identidad en Cristo. Es lo mismo que dicen otras personas, que se consideran auténticas católicas. No estoy de acuerdo con esas afirmaciones, porque la fe en Cristo nos lleva indefectiblemente a los demás, a no desentendernos de lo que están sufriendo, para no regresar a un sacerdocio del Antiguo Testamento, centrado en el culto y la oración.
PENSAR
El Concilio Vaticano II, en su Constitución sobre la Iglesia en el mundo actual, Gaudium et spes, hace ya 55 años, expresaba:
“Los gozos y las esperanzas, las tristezas y las angustias de los hombres de nuestro tiempo, sobre todo de los pobres y de cuantos sufren, son a la vez gozos y esperanzas, tristezas y angustias de los discípulos de Cristo. Nada hay verdaderamente humano que no encuentre eco en su corazón” (1).
“Para cumplir su misión, es deber permanente de la Iglesia escrutar a fondo los signos de los tiempos e interpretarlos a la luz del Evangelio, de forma que, acomodándose a cada generación, pueda responder a los perennes interrogantes de la humanidad sobre el sentido de la vida presente y futura y sobre la mutua relación de ambas. Es necesario por ello conocer y comprender el mundo en que vivimos, sus esperanzas, sus aspiraciones y el sesgo dramático que con frecuencia le caracteriza.
El género humano se halla hoy en un periodo nuevo de su historia, caracterizado por cambios profundos y acelerados, que progresivamente se extienden al universo entero. Los provoca el hombre con su inteligencia y su dinamismo creador, pero recaen luego sobre el hombre… Como ocurre en toda crisis de crecimiento, esta transformación trae consigo no leves dificultades. Así, mientras el hombre amplía extraordinariamente su poder, no siempre consigue someterlo a su servicio” (4).
“El mundo moderno aparece a la vez poderoso y débil, capaz de lo mejor y de lo peor, pues tiene abierto el camino para optar por la libertad o la esclavitud, entre el progreso o el retroceso, entre la fraternidad o el odio. El hombre sabe muy bien que está en su mano el dirigir correctamente las fuerzas que él ha desencadenado, y que pueden aplastarle o servirle. Por ello se interroga a sí mismo” (9).
“Cree la Iglesia que Cristo muerto y resucitado por todos, da al hombre su luz y su fuerza por el Espíritu Santo, a fin de que pueda responder a su máxima vocación y que no ha sido dado bajo el cielo a la humanidad otro nombre en el que sea necesario salvarse. Igualmente, cree que la clave, el centro y el fin de toda la historia humana se halla en su Señor y Maestro. Afirma además la Iglesia que, bajo la superficie de lo cambiante, hay muchas cosas permanentes, que tienen su último fundamento en Cristo, quien existe ayer, hoy y para siempre. Bajo la luz de Cristo, imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación, el Concilio habla a todos para esclarecer el misterio del hombre y para cooperar en el hallazgo de soluciones que respondan a los principales problemas de nuestra época” (10).
ACTUAR
La fe en Cristo Jesús nos lleva a poner nuestra esperanza en la vida plena que Él nos ofrece, desde este mundo y en la posteridad. Todo pasa, la vida también; pero estando con Cristo, tenemos garantizada vida para siempre. Por ello, hay que acercarse a Él desde el corazón, aunque de momento no se pueda asistir a una iglesia, ni recibir los sacramentos. Hagamos mucha oración, que tiene un poder invisible e increíble.
Esa misma fe nos impulsa a hacer cuanto podamos por los demás, por los enfermos y pobres, por los que sufren y por quienes viven en soledad. Agradecemos al personal sanitario, que expone su vida en bien del prójimo; son verdaderos hermanos y mártires. Y cada quien miremos alrededor, para ver si podemos hacer algo por otras personas, tomando las debidas precauciones de salud para no aumentar los contagios.