Nos gusta aplaudir lo grande,
y hasta experimentamos cierta grandeza
a su sombra al saber reconocerla
Vivimos una época devota del antihéroe. Popularizado por las artes narrativas y masivamente difundido por el cine, sus raíces están en la descreída conciencia del valor de lo humano. No se trata de la sonrisa indulgente que suscita el que tal vez fuera el primer antihéroe, Don Quijote. Ni tampoco del realismo que deja ver defectos incluso en los más grandes hombres. Nuestra preferencia por el antihéroe surge, más bien, de que se le puede deber la salvación sin tener que reconocerle ninguna grandeza particular.
Al menos desde Maquiavelo primero y Hobbes después, el realismo pasa por ser un despechado cinismo que afirma al mismo tiempo la inevitabilidad del mal y su necesidad, y que se había convertido en desenmascarador mucho antes de que Nietzsche lo llevara a su apoteosis a finales del XIX.
Pero es posible que más al fondo esté incluso la teología espiritual de Lutero, con su afirmación de la inexistencia del libre arbitrio y de la invencible malicia que todo lo anega en la vida del hombre. Así que nunca habría nada realmente admirable en lo que el hombre hace, al menos desde el punto de vista moral, porque todo impulso estaría viciado de origen: la filantropía sería un enmascaramiento de la vanidad, la heroicidad de la cobardía y la generosidad del egoísmo.
Y seguramente es verdad que con frecuencia el filántropo no puede dejar de envanecerse, que la generosidad muchas veces espera reconocimiento y que la compasión alivia las propias heridas. Pero la cuestión es que damos por resuelto que la filantropía, la generosidad o la compasión dejan de serlo por cursar con tales flaquezas que, además, tendemos a considerar como sus motivos únicos y encubiertos.
El pensamiento contemporáneo ha abundado con casi unánime delectación en esa compleja y sinuosa dirección, hasta el punto de que la alabanza se ha convertido en síntoma de la irredimible ingenuidad de inteligencias poco penetrantes. Y eso en el mejor de los casos, porque tras el elogio se supone más la secuaz hipocresía del adulador que la ingenuidad del bobo. El efecto es que la alabanza se ha convertido casi en prueba de cargo.
Por ejemplo, el célebre «Menosprecio de corte y alabanza de aldea» de Antonio de Guevara (1657), un aparente vituperio de la alabanza y de la vanidad de la sociedad cortesana, fue escrito -según los estudiosos- por un fraile que persiguió con ahínco la celebridad en su tiempo. Nada más propicio para representar el ineludible juego de espejos entre la vanidad y la alabanza: hasta su menosprecio encubre el deseo de ser alabado y es susceptible de convertirse en motivo para lograrlo.
Esas incontables dobleces de las que es capaz la psique humana terminan por justificar la suspensión de todo juicio, sobre todo de los positivos y no digamos ya de los laudatorios. Así que la desconfianza queda convertida en la mueca interior del hombre contemporáneo, con mayor razón si se dirige hacía cualquiera cuya posición se eleve apenas un tanto sobre los demás. La mirada suspicaz pasa por ser la lúcida resistencia a la glorificación de cualquier grandeza humana, toda ella reo de sospechas justificadas. Toda grandeza humana no es sino enfermedad, dice Melville en su epopeya del hombre moderno, Moby Dick.
Es cierto que semejante suspicacia contiene alguna ganancia comprensiva del hombre y su naturaleza. Los seres humanos somos polifacéticos, y la grandeza en un aspecto puede cursar entre deformidades o taras al respecto de otros, de los que tal vez sea sublimación compensatoria. El hombre, por definición, no es de una pieza, y la literatura contemporánea da cuenta -con cansina profusión- de esa complejidad repleta de ambivalencias y contradicciones.
Sin embargo, nada merece más desconfianza que la desconfianza por sistema, pues con no poca frecuencia surge de una rendida connivencia con aquello que da por supuesto en los demás, a saber, que no hay nobleza ni grandeza humana genuina y que merezca su celebración en una alabanza.
La primera forma de relativizar esa desconfianza a priori pasa por admitir que el deseo de merecer alabanza es natural y no está viciado de origen. Ni la mayoría de las éticas filosóficas antiguas ni de las cristianas reprueban ese deseo, aunque todas coinciden en que no puede ser el fin principal.
El cristianismo, además, es cierto, introduce la reveladora paradoja de la humildad como perfección: la grandeza que enmarca todas las otras posibles es saberse sumamente imperfecto. Pero esa humildad surge del propio deseo de irreprochabilidad que no está sofocado sino, por el contrario, confiado más a la misericordia del juez que al propio mérito, al tiempo que se remite a la glorificación eterna de los bienaventurados.
En la vida civil, ese deseo de resultar irreprochable o merecer elogio no fundamenta el derecho de nadie a ser alabado por los demás, pero sí implica la obligación propia de señalar y reconocer públicamente lo valioso y lo mejor alabándolo. Esa obligación es, además, una inclinación natural gozosa, siempre que la envidia no la retraiga. Nos gusta aplaudir lo grande y hasta experimentamos cierta grandeza a su sombra al saber reconocerla.
Spaemann aseguraba que en la ética aristotélica el aplauso publico era la facilitación comunitaria de la identificación de lo bueno en el hombre bueno. Esa admiración con la aspiración de hacerse pública es espontanea, natural podría decirse, como lo es el deseo consiguiente de emulación. De hecho, aplaudir es un gesto extraño que consiste en hacer ruido mientras se suspende cualquier otra actividad empeñando las manos. Además, el aplauso como gesto requiere la mirada y en conjunto parece buscar el efecto de que lo bueno no pase desapercibido y se deje oír y ver ante todos.
Por eso, quien aplaude lo hace siempre como un acto público y en tanto que parte de un público, aunque lo haga en solitario: aplaudir es invitar a otros a hacerlo también para componer juntos ‘un aplauso’. Y de ahí que implique una declaración sobre lo que debería ser valorado públicamente, en común y como parte de lo común.
Nuestro reconocimiento restituye parcialmente la pérdida que supone el esfuerzo o el sacrificio requerido para hacer algo cumplidamente. Y esa restitución es algo debido, incluso cuando se trata de labores o misiones retribuidas, pues a lo hecho perfecta o sobresalientemente no se le hace justicia más que con la gratuidad que es a un tiempo lo justo (y necesario) pero libérrimo: alabar.
Esa síntesis entre la justicia debida y la libérrima gratuidad es de naturaleza muy singular, pues va más allá de la justicia con un requisito que no le pertenece: alegrarse y poder celebrarlo. Por eso la alabanza es algo así como el ejercicio de un exceso justo o de un sobreabundar exacto. Esa es la alegría que caracteriza a quien puede cantar la gloria de otro: la justicia llevada a la perfección sobreabundante de su celebración.
Me parece a mí que a eso se refiere la tradición teológica cuando describe el cielo como el lugar donde ángeles y hombres entonan a coro alabanzas a Dios. No hace falta creer en Dios, basta con entender que si Dios existiera sería una realidad de tal naturaleza que en su presencia no cabría más que romper a cantar en alabanzas. Y que Él mismo sería la infinita sobreabundancia de una justicia ‘excesiva’, es decir, el indulgente prodigarse de un reconocimiento eterno.
Se entiende que la alabanza surja de poderse alegrar del bien, de todo el bien que se pueda reconocer como tal y que incluye el mundo, la historia y el hombre mismo, por anegados de bajezas que se presenten. Alabar, decía Rilke, era la sustancia de su poesía.
Una vida en la que no se encuentra nada en el mundo ni en los demás que merezca ser alabado es una vida empobrecida y, en el sentido más estricto del término, miserable. Alabar no implica desconocer la constitutiva debilidad del hombre, también del más grande, sino en disponer de la suficiente indulgencia para dar tales flaquezas por ordinarias, y, sin embargo, poder celebrar las grandezas como extraordinarias.