El Papa ayer antes del Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy que la plaza está abierta, podemos regresar con mucho gusto.
Hoy celebramos la gran fiesta de Pentecostés, en memoria de la efusión del Espíritu Santo sobre la primera comunidad cristiana. El Evangelio de hoy (cf. Jn 20, 19-23) nos conduce a la víspera de la Pascua y nos muestra a Jesús resucitado que se aparece en el Cenáculo, donde se han refugiado los discípulos. Tenían miedo y se puso en medio de ellos y les dijo: “¡La paz sea con vosotros!” (v. 19). Estas primeras palabras pronunciadas por el Resucitado: “La paz sea con vosotros”, deben ser consideradas más que un saludo: expresan el perdón concedido a los discípulos que, para decir la verdad, lo habían abandonado. Estas son palabras de reconciliación y de perdón. También nosotros cuando deseamos la paz a los demás, estamos dando el perdón y pidiendo el perdón. Jesús ofrece su paz precisamente a estos discípulos que tienen miedo, que se resisten a creer lo que han visto, es decir, la tumba vacía, y que subestiman el testimonio de María Magdalena y de las otras mujeres. Jesús perdona, perdona siempre y ofrece su paz a sus amigos. No olvidéis, Jesús no se cansa jamás de perdonar, somos nosotros los que nos cansamos de pedir perdón.
Perdonando y reuniendo a sus discípulos entorno a Él, Jesús hace de ellos su Iglesia, su Iglesia: una comunidad reconciliada y lista para la misión, reconciliada y lista para la misión y cuando una comunidad no está reconciliada, no está lista para la misión, está lista para discutir dentro de sí, esas guerras internas. El encuentro con el Señor resucitado convierte la existencia de los Apóstoles y los convierte en valientes testigos. De hecho, inmediatamente después dice: “Como el Padre ha enviado, así os envío también yo” (v. 21). Estas palabras dejan claro que los Apóstoles son enviados a prolongar la misma misión que el Padre confió a Jesús. “Yo os envío”: no es el momento de quedarse encerrados, ni de arrepentirse de los “buenos momentos” pasados con el Maestro. La alegría de la resurrección es grande, pero es una alegría expansiva, que no debe ser guardada para sí mismo, es para darla. En los domingos de tiempo Pascual hemos escuchado primero este mismo episodio, luego el encuentro con los discípulos de Emaús, después el Buen Pastor, los discursos de despedida y la promesa del Espíritu Santo: todo está orientado a fortalecer la fe de los discípulos, y también la nuestra, en vista de la misión.
Y precisamente para animar a la misión, Jesús da a los Apóstoles su Espíritu, dice el Evangelio: Sopló sobre ellos y dijo: “Recibid el Espíritu Santo”. (v. 22). El Espíritu Santo es el fuego que quema los pecados y crea hombres y mujeres nuevos; es el fuego del amor con el que los discípulos podrán “incendiar el mundo”, ese amor de ternura que prefiere a los pequeños, a los pobres, a los excluidos… En los sacramentos del Bautismo y de la Confirmación hemos recibido el Espíritu Santo con sus dones: sabiduría, inteligencia, consejo, fortaleza, conocimiento, piedad, temor de Dios. Este último don – el temor de Dios – es justo lo contrario del miedo que antes paralizaba a los discípulos: es el amor al Señor, es la certeza de su misericordia y de su bondad, es la confianza de que podemos avanzar en la dirección indicada por Él, sin que nunca nos falte su presencia y su sustento.
La fiesta de Pentecostés renueva la conciencia de que en nosotros habita la presencia vivificante del Espíritu Santo. También nos da el coraje de salir fuera de los muros protectores de nuestros “cenáculos”, de los grupos, sin descansar en una vida tranquila o encerrarnos en hábitos estériles.
Elevemos ahora nuestro pensamiento a María Santísima, ella estaba allí con los Apóstoles cuando vino el Espíritu Santo, protagonista con la primera Comunidad de la admirable experiencia del Pentecostés, y oremos a Ella para que obtenga para la Iglesia el ardiente espíritu misionero.
Después del Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas,
Hace siete meses terminó el Sínodo del Amazonas; hoy, la fiesta de Pentecostés, invocamos a la Espíritu Santo, para que dé luz y fuerza a la Iglesia y a la sociedad en la Amazonía, duramente probada por la pandemia. Muchos son los contagiados y los muertos, incluso entre los pueblos indígenas, que son particularmente vulnerables.
Por la intercesión de María, Madre de la Amazonía, rezo por los más pobres e indefensos de esa querida Región, pero también por aquellos de todo el mundo, y hago un llamamiento para que a nadie le falte la atención sanitaria. Curando a las personas, no ahorrando para la economía sino curar a las personas, que son más importante que la economía. Nosotros las personas somos templo del Espíritu Santo, la economía no.
Hoy en Italia celebramos el Día Nacional del alivio, con el fin de promover la solidaridad con los enfermos. Renuevo mi agradecimiento a todos aquellos que, especialmente durante este periodo han ofrecido y ofrecen su testimonio de atención por el prójimo. Recuerdo con gratitud y admiración a todos aquellos que, sosteniendo a los enfermos en esta pandemia, han dado sus vidas. Oremos en silencio para los médicos, los voluntarios, los enfermeros, todos los trabajadores de la salud que tantos han dado sus vidas en este periodo.
Les deseo a todos un feliz domingo de Pentecostés. ¡Necesitamos tanto la luz y el poder del Espíritu Santo!. La Iglesia lo necesita, para poder caminar juntos y con coraje dando testimonio del Evangelio. Y toda la familia humana lo necesita, para salir de esta crisis más unida y no más dividida. Saben que de una crisis como esta no se sale igual que antes: se sale o mejor o peor. Tengamos el coraje de cambiar y de ser mejores, de ser mejores que antes y así poder construir positivamente la post-crisis de la pandemia
Por favor, no se olviden de rezar por mí. ¡Que tengan un buen almuerzo y adiós, nos vemos aquí en la plaza!