Homilía del Papa en la solemnidad de S. Pedro y S. Pablo
En la fiesta de los dos apóstoles de esta ciudad, me gustaría compartir con ustedes dos palabras clave: unidad y profecía.
Unidad. Celebramos juntos dos figuras muy diferentes: Pedro era un pescador que pasaba sus días entre remos y redes, Pablo un fariseo culto que enseñaba en las sinagogas. Cuando emprendieron la misión, Pedro se dirigió a los judíos, Pablo a los paganos. Y cuando sus caminos se cruzaron, discutieron animadamente y Pablo no se avergonzó de relatarlo en una carta (cf. Ga 2,11ss.). Eran, en fin, dos personas muy diferentes entre sí, pero se sentían hermanos, como en una familia unida, donde a menudo se discute, aunque realmente se aman. Pero la familiaridad que los unía no provenía de inclinaciones naturales, sino del Señor. Él no nos ordenó que nos lleváramos bien, sino que nos amáramos. Es Él quien nos une, sin uniformarnos.
La primera lectura de hoy nos lleva a la fuente de esta unidad. Nos dice que la Iglesia, recién nacida, estaba pasando por una fase crítica: Herodes arreciaba su cólera, la persecución era violenta, el apóstol Santiago había sido asesinado. Y entonces también Pedro fue arrestado. La comunidad parecía decapitada, todos temían por su propia vida. Sin embargo, en este trágico momento nadie escapó, nadie pensaba en salir sano y salvo, ninguno abandonó a los demás, sino que todos rezaban juntos. De la oración obtuvieron valentía, de la oración vino una unidad más fuerte que cualquier amenaza. El texto dice que “mientras Pedro estaba en la cárcel bien custodiado, la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él” (Hch 12,5). La unidad es un principio que se activa con la oración, porque la oración permite que el Espíritu Santo intervenga, que abra a la esperanza, que acorte distancias y nos mantenga unidos en las dificultades.
Constatamos algo más: en esas situaciones dramáticas, nadie se quejaba del mal, de las persecuciones, de Herodes. Ningún insulto a Herodes, y nosotros estamos tan acostumbrados a insultar… Irresponsables. Es inútil e incluso molesto que los cristianos pierdan el tiempo quejándose del mundo, de la sociedad, de lo que está mal. Las quejas no cambian nada. Recordemos que la segunda puerta cerrada al Espíritu Santo se abrió el día de Pentecostés. La primera puerta cerrada es el narcisismo, la segunda puerta cerrada es el pesimismo. El narcisismo es lo que nos lleva a mirarnos a nosotros mismos continuamente, la falta de ánimo, las quejas. El pesimismo a lo oscuro, a la oscuridad. Estos tres comportamientos cierran la puerta al Espíritu Santo.
Esos cristianos no culpaban a los demás, sino que oraban. En esa comunidad nadie decía: “Si Pedro hubiera sido más prudente, no estaríamos en esta situación”. Ninguno. Pedro humanamente tenía motivos para ser criticado, pero ninguno lo criticaba. No, no hablaban mal de él, sino que rezaban por él. No hablaban a sus espaldas, sino que oraban a Dios. Hoy podemos preguntarnos: “¿Cuidamos nuestra unidad con la oración? (La unidad de la Iglesia) ¿Rezamos unos por otros?”. ¿Qué pasaría si rezáramos más y murmuráramos menos? Como le sucedió a Pedro en la cárcel: se abrirían muchas puertas que separan, se romperían muchas cadenas que aprisionan. Y nosotros estaríamos maravillados viendo a Pedro como la mujer aquella que le tocó abrir la puerta a Pedro, estaba impresionada con la alegría de ver a Pedro. Pidamos la gracia de saber cómo rezar unos por otros.
San Pablo exhortó a los cristianos a orar por todos y, en primer lugar, por los que gobiernan (cf. 1 Tm 2,1-3). Pero este gobernante… tiene tantos calificativos para decir de él… no es el momento ni el lugar de decir los calificativos que se dicen a los gobernantes, que los juzgue Dios, pero oremos por los gobernantes. ¡Oremos! Tienen necesidad de la oración. Es una tarea que el Señor nos confía. ¿Lo hacemos, o sólo hablamos, los criticamos y ya está? Dios espera que cuando recemos también nos acordemos de los que no piensan como nosotros, de los que nos han dado con la puerta en las narices, de aquellos a los que nos cuesta perdonar. Sólo la oración rompe las cadenas, sólo la oración allana el camino hacia la unidad.
Hoy se bendicen los palios, que se entregan al Decano del Colegio cardenalicio y a los arzobispos metropolitanos nombrados en el último año. El palio recuerda la unidad entre las ovejas y el Pastor que, como Jesús, carga la ovejita sobre sus hombros para no separarse jamás. Hoy, además, siguiendo una hermosa tradición, nos unimos de manera especial al Patriarcado ecuménico de Constantinopla. Pedro y Andrés eran hermanos y nosotros, cuando es posible, intercambiamos visitas fraternas en los respectivos días festivos: no tanto por amabilidad, sino para caminar juntos hacia la meta que el Señor nos indica: la unidad plena. Hoy ellos no han podido venir, por la imposibilidad de viajar, por los motivos del coronavirus, pero cuando yo he descendido a venerar las reliquias de Pedro, sentía en el corazón, acá, junto a mí, a mi amado hermano Bartolomé, ellos están con nosotros.
La segunda palabra, profecía. Nuestros apóstoles fueron provocados por Jesús. Pedro oyó que le preguntaba: “¿Quién dices que soy yo?” (cf. Mt 16,15). En ese momento entendió que al Señor no le interesan las opiniones generales, sino la elección personal de seguirlo. También la vida de Pablo cambió después de una provocación de Jesús: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” (Hch 9,4). El Señor lo sacudió en su interior; más que hacerlo caer al suelo en el camino hacia Damasco, hizo caer su presunción de hombre religioso y recto. Entonces el orgulloso Saulo se convirtió en Pablo, que significa “pequeño”. Después de estas provocaciones, de estos reveses de la vida, vienen las profecías: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia” (Mt 16,18); y a Pablo: “Es un instrumento elegido por mí, para llevar mi nombre a los pueblos” (Hch 9,15).
Por lo tanto, la profecía nace cuando nos dejamos provocar por Dios; no cuando manejamos nuestra propia tranquilidad y mantenemos todo bajo control. No nace de mis pensamientos, no nace de mi corazón cerrado, nace si nos dejamos provocar por Dios. Cuando el Evangelio anula las certezas, surge la profecía. Sólo quien se abre a las sorpresas de Dios se convierte en profeta. Y aquí están Pedro y Pablo, profetas que ven más allá: Pedro es el primero que proclama que Jesús es “el Mesías, el Hijo de Dios vivo” (Mt 16,16); Pablo anticipa el final de su vida: “Me está reservada la corona de la justicia, que el Señor […] me dará” (2 Tm 4,8).
Hoy necesitamos la profecía, una profecía verdadera: no de discursos vacíos que prometen lo imposible, sino de testimonios de que el Evangelio es posible. No sirven manifestaciones milagrosas. A mí me duele cuando escucho que proclaman: “Queremos una Iglesia profética”. Sí, bien, pero ¿qué haces por una Iglesia profética? Queremos la profecía. Sirven las vidas que manifiesten el milagro del amor de Dios; no el poder, sino la coherencia; no las palabras, sino la oración; no las proclamaciones, sino el servicio –¿Quieres una Iglesia profética? Comienza a servir, y quédate en silencio–; no la teoría, sino el testimonio.
No necesitamos ser ricos, sino amar a los pobres; no ganar para nuestro beneficio, sino gastarnos por los demás; no necesitamos la aprobación del mundo, –eso de estar bien con todos, para nosotros se dice: estar bien con Dios y con el diablo. No. Esto no es profecía–. Tenemos necesidad de la alegría del mundo venidero; no de proyectos pastorales que parecen tener una eficacia propia, como si fueran sacramentos, proyectos pastorales eficientes, no. Tenemos necesidad de pastores que estreguen su vida como enamorados de Dios. Pedro y Pablo así anunciaron a Jesús, como enamorados. Pedro –antes de ser colocado en la cruz– no pensó en sí mismo, sino en su Señor y, al considerarse indigno de morir como él, pidió ser crucificado cabeza abajo. Pablo –antes de ser decapitado– sólo pensó en dar su vida y escribió que quería ser “derramado en libación” (2 Tm 4,6). Esta es la profecía. No las palabras. Esta es la profecía que cambia la historia.
Queridos hermanos y hermanas, Jesús profetizó a Pedro: “Tú eres Pedro y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia”. Hay también una profecía parecida para nosotros. Se encuentra en el último libro de la Biblia, donde Jesús prometió a sus testigos fieles: “una piedrecita blanca, y he escrito en ella un nuevo nombre” (Ap 2,17). Como el Señor transformó a Simón en Pedro, así nos llama a cada uno de nosotros, para hacernos piedras vivas con las que pueda construir una Iglesia y una humanidad renovadas. Siempre hay quienes destruyen la unidad y rechazan la profecía, pero el Señor cree en nosotros y te pregunta a ti: Tú, tú, tú, “¿quieres ser un constructor de unidad? ¿Quieres ser profeta de mi cielo en la tierra?”. Hermanos, hermanas, dejémonos provocar por Jesús y tengamos el valor de responderle: “¡Sí, lo quiero!”.