Rafael María de Balbín
El hombre es un ser altamente sorprendente. En él confluyen las múltiples perfecciones que adornan el universo
No en vano los griegos lo calificaron como un microcosmos: un universo en miniatura. “La persona humana, creada a imagen de Dios, es un ser a la vez corporal y espiritual. El relato bíblico expresa esta realidad con un lenguaje simbólico cuando afirma que «Dios formó al hombre con polvo del suelo e insufló en sus narices aliento de vida y resultó el hombre un ser viviente» (Génesis 2, 7). Por tanto, el hombre en su totalidad es querido por Dios” (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 362).
El desprecio de la materia y del cuerpo humano son ajenos a la fe cristiana: más bien ha sido el denominador común de las herejías gnósticas. No se debe despreciar el cuerpo, creado por Dios y partícipe de la imagen divina. Está animado por un alma espiritual y está destinado, por la acción de la gracia, a ser verdaderamente templo de Dios. “Uno en cuerpo y alma, el hombre, por su misma condición corporal, reúne en sí los elementos del mundo material, de tal modo que, por medio de él, éstos alcanzan su cima y elevan la voz para la libre alabanza del Creador. Por consiguiente, no es lícito al hombre despreciar la vida corporal, sino que, por el contrario, tiene que considerar su cuerpo bueno y digno de honra, ya que ha sido creado por Dios y que ha de resucitar en el último día” (Concilio Vaticano II. Const. Gaudium et spes, n. 14). Quizás hoy en día hay menos peligro de despreciar el cuerpo y sus bienes, dado el difundido materialismo que nos envuelve. Pero al desvincularlo del alma y de los bienes espirituales, al fomentar un culto al cuerpo, pierde dignidad y sentido, porque se desvirtúa el hombre total.
No hay que olvidar el alma, que por inmaterial no es menos real que el cuerpo. A veces, en el lenguaje bíblico, el alma, como integrante principal del hombre, designa la vida o la persona humana en su conjunto. “Pero designa también lo que hay de más íntimo en el hombre (cf. Mateo 26, 38; Juan 12, 27) y de más valor en él (cf. Mateo 26, 38; 2 Macabeos 6, 30), aquello por lo que es particularmente imagen de Dios: «alma» significa el principio espiritual en el hombre” (Catecismo..., n. 363). Los elementos materiales que constituyen el cuerpo no tienen vida por sí mismos: de hecho siguen siendo los mismos al producirse la separación del alma y ocurrir la muerte.
La persona humana no es un ángel, un ser enteramente espiritual o inmaterial, pero tampoco es una bestia: un simple animal sujeto a las necesidades de la materia y carente de entendimiento y de libre voluntad. El hombre sólo se entiende en la conjunción, en el horizonte o confín entre el tiempo y la eternidad, según la afortunada expresión de Santo Tomás de Aquino. “La unidad del alma y del cuerpo es tan profunda que se debe considerar como la «forma» del cuerpo (cf. Concilio de Vienne, del año 1312); es decir, gracias al alma espiritual, la materia que integra el cuerpo es un cuerpo humano y viviente; en el hombre, el espíritu y la materia no son dos naturalezas unidas, sino que su unión constituye una única naturaleza” (Catecismo..., n. 365).
¿De dónde procede el alma humana? No de una imaginaria y mítica reencarnación, ni tampoco del plano inferior de la materia (no es producida por los padres, que solamente originan el cuerpo). Y es que la creación no ha terminado. El Magisterio de la Iglesia enseña que cada alma humana es creada directamente por Dios, y que es inmortal: no se destruye al separarse del cuerpo, y se unirá nuevamente a él en la resurrección final (cf. Catecismo..., n. 366).
No hay en el hombre una pretendida dualidad entre alma y espíritu. Esta última expresión se utiliza para significar la vida sobrenatural que la infusión de la gracia introduce en el alma. A su vez, la profunda unión de ésta con el cuerpo hace que todo el hombre quede con ello elevado a la dignidad de hijo de Dios (cf. Catecismo..., n. 367-368).