GABRIEL SALES TRIGUERO
Pascua es “paso”
El punto de partida del nuevo purpurado ha sido la idea de la “precariedad y la transitoriedad de todas las cosas”, realidades que la pandemia ha mostrado con fuerza. Ha citado al Papa Francisco en su bendición “urbi et orbi” del 27 de marzo: “La tormenta desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja descubiertas esas seguridades falsas y superficiales con las que hemos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, nuestras costumbres y prioridades”.
Ha continuado diciendo que “la crisis planetaria que estamos viviendo puede ser la ocasión para redescubrir con alivio que hay, a pesar de todo, un punto firme, un terreno sólido, más aún, una roca, sobre la que basar nuestra existencia terrena”.
El término Pascua, “Pesah” en hebrero” y “transitus” en latín, añade, tiene el significado de “paso”. En esta línea, ha recordado a san Agustín para señalar que hacer Pascua “significa, sí, pasar, pero ‘pasar hacia lo que no pasa’, significa ‘pasar desde el mundo, para no pasar con el mundo’, pasar con tu corazón antes de pasar con el cuerpo”. Lo que no pasa, culmina, “es la eternidad”.
Fe más allá de la vida
El hermano capuchino ha resaltado que “debemos redescubrir la fe en un más allá de la vida”, que es una de las “grandes contribuciones que las religiones pueden dar juntas al esfuerzo de crear un mundo mejor y más fraterno”.
Hace falta, agrega, entender que “todos somos compañeros de viaje, en camino hacia una patria común donde no hay distinciones de raza o nación”, y que “tenemos en común no sólo el camino, sino también la meta”.
“Para los cristianos”, indica, “la fe en la vida eterna no se basa en argumentos filosóficos discutibles sobre la inmortalidad del alma”, sino en “un hecho preciso, la resurrección de Cristo, y en su promesa: ‘En la casa de mi Padre hay muchas moradas (…) voy a prepararos un lugar’”.
Eclipse de fe
Reflexionando sobre “la verdad cristiana de la vida eterna”, el cardenal cita a filósofos como Hegel, Feuerbach y Marz, que “lucharon contra la creencia en una vida después de la muerte (…) La idea de una supervivencia personal en Dios es reemplazada por la idea de una supervivencia en la especie y en la sociedad del futuro”. Paso a paso, aclara, “con la sospecha sobre la palabra ‘eternidad’, cayeron el olvido y el silencio”.
Del mismo modo, declara que a este tipo de planteamiento filosófico se suma “la secularización”, para él “sinónimo de temporalismo, de reducir lo real a la sola dimensión terrenal” y “la eliminación radical del horizonte de la eternidad”.
Sobre la consecuencia práctica de este eclipse de la idea de eternidad, recupera las palabras de san Pablo sobre “el propósito de los que no creen en la resurrección de los muertos”, el tan repetido “comamos, bebamos, muramos mañana”.
Cantalamessa prosigue esclareciendo que el “deseo natural de vivir siempre, distorsionado, se convierte en deseo, o frenesí, de vivir bien, es decir, placenteramente, incluso a expensas de los demás, si es necesario. Una vez que el horizonte de la eternidad ha caído, el sufrimiento humano parece doble e irremediablemente absurdo. El mundo se parece a ‘un hormiguero que se desmorona’, y el hombre a ‘un diseño creado por la ola en la orilla del mar que la ola siguiente borra’”.
Eternidad y evangelización
Del mismo modo, arguye que “la fe en la vida eterna constituye una de las condiciones de posibilidad de la evangelización. ‘Pero si Cristo no ha resucitado, escribe el Apóstol, vana es nuestra predicación y vana también vuestra fe (…) por eso añade, el anuncio de la vida eterna constituye la fuerza y el mordiente de la predicación cristiana”.
“Veamos lo que sucedió en la primerísima evangelización cristiana”, exhorta: “Ante un mundo que pone todo el acento en el disfrute en esta vida, pensar en el más allá, en una vida más plena y brillante que la terrena nos muestra que, ‘somos seres finitos capaces de infinito’, seres mortales con un anhelo secreto de inmortalidad”.
El predicador cita a san Agustín: “’¿De qué sirve vivir bien, si no se da el vivir siempre?’”. Y concluye afirmando que “a los hombres de nuestro tiempo que cultivan lo profundo del corazón esta necesidad de eternidad, sin tal vez tener el valor de confesarlo incluso a sí mismos, les podemos repetir lo que Pablo decía a los atenienses: ‘Lo que veneráis sin conocerlo, yo os lo vengo a anunciar’”.
Fe, eternidad y evangelización
El padre franciscano reitera que “una fe renovada en la eternidad no nos sirve sólo para la evangelización, es decir, para que el anuncio que hay que hacer a los demás; nos sirve, antes todavía, para imprimir un nuevo impulso a nuestro camino de santificación. Su primer fruto es hacernos libres, no apegarnos a las cosas que pasan: aumentar el propio patrimonio o el propio prestigio”.
Sin embargo, advierte que “el enfriamiento de la idea de eternidad actúa sobre los creyentes, disminuyendo en ellos la capacidad de afrontar con valentía el sufrimiento y las pruebas de la vida. Debemos redescubrir parte de la fe de san Bernardo y de san Ignacio de Loyola. En toda situación y ante cada obstáculo, se decían a sí mismos: ‘Quid hoc ad aeternitatem?’, ¿qué es esto frente a la eternidad?”.
A lo anterior incluye el aviso de que “cuando perdemos la medida de todo lo que es la eternidad, las cosas y los sufrimientos terrenales arrojan fácilmente nuestra alma a tierra. Todo nos parece demasiado pesado, excesivo”. A esto incorpora la idea siguiente idea: “Muchos preguntan: ‘¿En qué consistirá la vida eterna y qué haremos todo el tiempo en el cielo?’. La respuesta está en las palabras apofáticas del apóstol que acabamos de oír: ‘Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios ha preparado para los que lo aman’”.
Eternidad, esperanza y presencia
El sacerdote italiano comenta que para el creyente, la eternidad no es solo una esperanza, sino también una presencia y una experiencia: En Cristo, “’la vida eterna que estaba junto al Padre se hizo visible’. Nosotros, dice Juan, ‘la hemos oído y visto con nuestros propios ojos, contemplado y tocado’”.
Esta presencia de la eternidad en el tiempo se llama Espíritu Santo, confirma el purpurado, se le define como “las arras de nuestra herencia”, y se nos ha dado porque, habiendo recibido las primicias, anhelamos la plenitud.
Refiriéndose a las acusaciones contra la vida eterna, según las cuales, la expectativa de la eternidad distrae del compromiso con la tierra y del cuidado de la creación, el Cardenal recuerda que “antes de que las sociedades modernas asumieran la tarea de promover la salud y la cultura, de mejorar el cultivo de la tierra y las condiciones de vida del pueblo, ¿quién ha llevado a cabo estas tareas más y mejor que ellos, los monjes en primera línea, que vivían de fe en la vida eterna?”.
Cantalamessa rememora el Cántico de las Criaturas de san Francisco de Asís, que lejos de alejar a los seres humanos de su acción y compromiso en el mundo, lo confirma y dice del santo fundador: “El pensamiento de la vida eterna no le había inspirado despreciar este mundo y las criaturas, sino un entusiasmo y gratitud aún mayores por ellos y había hecho que el dolor actual fuera más llevadero para él”.
El predicador de la Casa Pontificia concluye ilustrando que “nuestra meditación hoy sobre la eternidad ciertamente no nos exime de experimentar con todos los demás habitantes de la tierra la dureza de la prueba que estamos experimentando; sin embargo, al menos debería ayudarnos a los creyentes a no sentirnos abrumados por ella y a ser capaces de infundir valor y esperanza incluso en aquellos que no tienen el consuelo de la fe”.