Josep Boira
Jesús se dirige a sus discípulos invitándoles a no estar preocupados por las necesidades materiales, pues la vida vale más que todo eso, y Dios cuida de sus criaturas
“Porque donde está vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón”. Con esta sabia frase concluye Jesús unas palabras dirigidas a sus discípulos con las que les invita al abandono en la Providencia de Dios. La enseñanza ha sido provocada por uno de entre la multitud que pide al Maestro que le haga justicia, porque su hermano no quiere repartir con él la herencia. Parece que ese hermano, quizá el mayor de los dos, prefería seguir la común usanza en Israel de que la herencia paterna no se dividiera, sino que se compartiera a modo de fondo común. Pero también existía la posibilidad, quizá no muy bien vista, de que uno de los hijos pudiera pedir la separación de bienes, como se refleja en la parábola del hijo pródigo (cfr. Lc 15, 12). Pero Jesús no quiere ponerse como árbitro de la causa: “Hombre, ¿quién me ha constituido juez o encargado de repartir entre vosotros?” (v. 14). Luego, le previene del peligro de dejarse llevar por la “avaricia” (v. 15). Sería además una actitud necia, tal como el Maestro expone en la parábola conocida como del “rico insensato” (Lc 12, 16-21), que piensa que su vida depende solo de la abundancia de sus bienes. “Por eso” (v. 22), Jesús se dirige luego a sus discípulos invitándoles a no estar preocupados por las necesidades materiales, pues la vida vale más que todo eso, y Dios cuida de sus criaturas. La preocupación, o más bien, la búsqueda (v. 31) hay que ponerla en otra herencia, la del Reino de Dios, un tesoro incomparable con el de los bienes materiales.
La avaricia
Este término (en gr. πλεονεξία) está muy atestiguado en el Nuevo Testamento, sobre todo en las epístolas paulinas (Rm 1, 29; Ef 4, 19; 5, 3; 2Co 9, 5; 1Ts 2, 5; también en 2P 2, 3.14). En Col 3, 5 se dice de ella “que es una idolatría”. Usando otra palabra prácticamente sinónima (literalmente, “amor al dinero”, en gr. φιλαργυρία) San Pablo dice que la avaricia “es la raíz de todos los males” (1Tim 6, 10).
Los sabios del Antiguo Testamento ya habían advertido de lo absurdo de esta actitud. Así, por ejemplo, el Sirácida nos dijo ya exactamente lo mismo que Jesús expuso en la parábola: “Hay quien es rico a fuerza de cuidado y ahorros, y en ello consiste su recompensa; mientras tanto dice: ‘Ya puedo descansar, ahora comeré de mis bienes’. Pero no sabe cuánto tiempo pasará hasta que muera; porque se morirá y dejará todo a los otros” (Si 11, 18-20). Casi un calco lo tenemos en Qohélet: “Me parecen aborrecibles todos los trabajos que hago bajo el sol, pues sus ganancias tendré que dejarlas a quien me suceda” (Qo 2, 18). Los profetas no ahorraron esfuerzos por erradicar esta nefasta actitud, especialmente Amós, (8, 4-6; 2, 6); y de modo implacable, cuando los codiciosos eran autoridades: jefes, profetas y sacerdotes (Is, 56, 11; Mi 3, 11, Jr 8, 10).
Jesús insiste en lo mismo. Un hombre que atesora muchos bienes en esta tierra con la intención de disfrutar de ellos indefinidamente ha olvidado lo más básico: que su vida no está en sus manos, y eso le sitúa en una posición ridícula: todo lo que ha atesorado lo disfrutará otro. Realmente, merece el calificativo de “necio” (v. 20, en gr. ἄφρων, es decir, alguien que ha perdido la razón).
El tesoro
La consiguiente invitación a confiar en la providencia se convierte en una mirada de asombro hacia todo lo creado, de lo cual el hombre es lo más valioso, y Dios su artífice, que vela por sus criaturas de modo maravilloso. Por tanto, no es propio de un discípulo de Jesús inquietarse por las necesidades materiales del mañana. Realmente, son necesidades: “Sabe vuestro Dios que estáis necesitados de ellas” (v. 30). Hay que verlas como recibidas de nuestro Padre Dios, con agradecimiento, y descubrir que Dios es providente en todas las cosas, también en lo material.
Esa actitud contemplativa y agradecida hacia lo creado permite focalizar la verdadera inquietud, la urgente búsqueda personal, el objetivo que uno puede perder: el Reino de Dios. Lo otro llega como un añadido. Jesús expresa esto con unas palabras que brotan de lo más hondo de su corazón, como dando voz a los deseos más profundos de su Padre Dios respecto a los discípulos: “No temáis, pequeño rebaño, porque vuestro Padre ha tenido a bien daros el reino. Vended vuestros bienes y dad limosna. Haceos bolsas que no envejecen, un tesoro que no se agota en el cielo, donde el ladrón no llega ni la polilla corroe. Porque donde está vuestro tesoro, allí estará también vuestro corazón” (vv. 32-34).
El pueblo de Israel conocía estas enseñanzas, aunque, por la pedagogía divina que se da a lo largo de la historia de la salvación, las promesas divinas estaban al inicio más vinculadas a lo terrenal. Moisés así se lo recuerda: “¡Que el Señor te haga abundar en bienes: frutos de tus entrañas, frutos de tu ganado, frutos de tus campos en la tierra que el Señor, tu Dios, prometió a tus padres que te daría! ¡Que el Señor te abra su óptimo tesoro, los cielos, dando a su tiempo la lluvia a la tierra y la bendición a todas las obras de tus manos!” (Dt 28, 11-12). Mucho tiempo después, el Templo que hizo construir Salomón, lleno de riqueza y esplendor, poseía un tesoro, que conservaba los materiales más preciados: “Quedó completada la obra que realizó el rey Salomón para el Templo del Señor. Después Salomón llevó los objetos consagrados por su padre David, la plata, el oro y los utensilios, y los depositó en el tesoro del Templo del Señor” (1R 7, 51). Son realidades que también funcionan como figuras que nos acercan a lo que más adelante será la enseñanza evangélica. Los bienes y tesoros de la tierra vienen de Dios y son solo un pequeño anticipo de las verdaderas riquezas, tal como se dice al final de la parábola: “Así es el que atesora para sí y no es rico ante Dios” (v. 21).
El verbo “atesorar” (en gr. θησαυρίζω) tiene aquí un valor parecido al de πλεονεξία: afán de acumular cosas materiales. Pero ese mismo término tiene también su acepción positiva: atesorar para “ser rico ante Dios”, obtener del Señor su óptimo tesoro, los cielos (cfr. Dt 28, 12). De ese modo, en oposición a un tesoro material que será heredado y disfrutado por otro distinto al que lo ha acumulado, surge otro tesoro, otra herencia que Dios ha repartido a sus hijos a manos llenas: el tesoro del Reino de Dios. En él hay que poner el corazón, para que sea el tesoro de los discípulos de Jesús.
Conclusión
Ante una cuestión de justicia humana, que Jesús no quiere resolver, se plantea otra cuestión de vital importancia: el grave error de poner el corazón en el mero disfrute egoísta de las riquezas acumuladas, sin caer en la cuenta de la brevedad de la vida terrena, y sin tener en cuenta el cuidado amoroso que Dios tiene de sus criaturas. Esa actitud lleva consigo el terrible riesgo de perder el mayor tesoro, imposible de ser corroído por la polilla o codiciado por un ladrón: el Reino de Dios, la herencia que el Padre ha dado a sus hijos y que ya se puede disfrutar en esta tierra, por medio de la obras de caridad con el prójimo.
Josep Boira es Profesor de Sagrada Escritura
Fuente: Revista Palabra