JUAN MANUEL DE PRADA
Cuando reflexiona sobre el sentido de la fiesta en la vida humana, Leonardo Castellani escribe: «A medida que se va perdiendo el sentimiento de lo sacro, se han ido multiplicando las fiestas seudosacras sin contenido sacro; a causa de la ley biológica que dice: ‘A medida que disminuye lo vivo, aumenta lo automático’. (…) Toda fiesta verdadera se basa en una necesidad y se cumple en la recepción de un don espiritual, el cual por el hecho de recibirse aúna y unifica todas las voluntades».
Y
entre todos los dones espirituales que los hombres pueden recibir no
se me ocurre ninguno mayor que el de poder nacer de nuevo, que es
precisamente lo que encarna ese Niño nacido en Belén. Hay algo en
la Navidad que nos habla de la incesante novedad del mundo, de la
posibilidad de estrenarlo de nuevo, cuando ya lo creíamos marchito y
extenuado; algo que también nos remoza a los hombres por dentro, que
nos lava con su agua lustral, que nos invita a despojarnos del hombre
viejo. Se dice con frecuencia que la Navidad es una fiesta triste
porque nos recuerda el paraíso abolido de la infancia, o porque
agiganta la ausencia de las personas que amamos y ya no están entre
nosotros, o porque recrudece el dolor de los desgajamientos y
rupturas familiares. Todos, ciertamente, añoramos aquellas fiestas
navideñas en que aún éramos candorosos, en que aún las
decepciones y los desengaños no nos habían convertido en trastos
desportillados; todos tenemos que lamentar alguna pérdida o alguna
ruptura que nos ha dejado mutilados. Pero la Navidad nos enseña que,
por muy amputados que estemos, el milagro de una refundación de
nuestra vida es posible, exactamente como Dios refundó la suya
haciéndose niño. Antes de la Navidad, adorar a Dios exigía elevar
los ojos hasta un cielo inescrutable e inmenso; después de la
Navidad, adorar a Dios exige agacharse, entrar en una cueva y reparar
en la fragilidad de un niño recién nacido. El don espiritual de la
Navidad es una subversión completa de las categorías mentales, un
trastorno radical del universo. Y si el mundo entero cambió cuando
nació aquel Niño, también nuestras vidas pueden hacerlo, si
tenemos la humildad de agacharnos y entrar en la cueva, para recibir
ese don espiritual.
Nuestra
época pretende convertir la Navidad en una fiesta ‘laica’. Pero
una fiesta que no sea recepción de un don espiritual que unifica las
voluntades (un don que hace auténtica comunidad) no podrá ser nunca
una verdadera fiesta, sino un aspaviento desesperado, una farra
estridente y agónica, un atracón angustiado. Sucedáneos o parodias
grotescas de la fiesta, en fin, que tal vez distraigan por unos pocos
días el dolor en sordina que martiriza al hombre cuando decide
amputarse, escindirse, renegar de un elemento que le es
consustancial. No hay felicidad sin una aceptación plena de lo que
somos; y lo que somos incluye una dimensión espiritual que no se
puede extirpar sin un grave menoscabo de nuestra propia naturaleza.
El hombre contemporáneo, al expulsar a Dios de su horizonte vital,
se ha convertido en un ser demediado que busca lenitivos euforizantes
para el dolor de la amputación. Pero, una vez extinguidos los
efectos de tales lenitivos, vuelve a sentir el dolor de la
amputación, la reminiscencia de una nostalgia, que a la postre no es
sino añoranza de aquel estado originario en que aún no había
renegado de los dones espirituales.
Despojada
de tales dones, nuestra vida se parece bastante a la del gallo
descabezado que corretea sin rumbo mientras se desangra. Son los
efectos de una amputación que Chesterton resumió magistralmente:
«Quitad lo sobrenatural y no encontraréis lo natural, sino lo
antinatural». Pero hete aquí que esta Navidad, con el fantasma del
coronavirus merodeando nuestras vidas, los lenitivos con los que
solemos anestesiar el dolor producido por esa amputación serán
mucho más restringidos, en algunos casos inalcanzables. No habrá
juergas nocturnas ni cotillones, no habrá actos multitudinarios, el
consumismo desmelenado y bulímico se adelgazará. Y, ciertamente,
estaremos más desgajados y desmembrados que nunca, porque no
podremos juntarnos toda la familia (y, en muchos casos, algún
miembro de nuestra familia habrá sido arrebatado por la plaga). Será
una Navidad, ciertamente, con ausencias amargas; pero también una
Navidad menos ruidosa, menos agitada, menos empachosa e histérica;
una Navidad más recoleta y humilde, que nos permitirá reparar en
nuestra fragilidad. Y, al reparar en nuestra fragilidad, tal vez nos
atrevamos a agacharnos y entrar en esa cueva donde nos están
esperando los dones espirituales. Feliz y sacra Navidad.