Enrique García-Máiquez
- Con ellos arma un belén precioso, en apariencia tosco, pero finísimo. Nos cuenta la historia del Nacimiento en un estilo castellano de pura cepa.
Quiere la tradición —y sus deseos son órdenes— que en la festividad de la Inmaculada montemos nuestros belenes domésticos. La literatura puede echarnos una mano. Para entrar en ambiente, es muy aconsejable leer El espíritu de la Navidad de G. K. Chesterton, una reflexión sobre sus hondas raíces, su frondosa copa (chin, chin), sus largas ramas y sus dorados frutos. Cumple convocar a Charles Dickens. Y además, para montar un belén, hay literatura que nos lo monta literalmente.
Una delicia es El belén que puso Dios (Ediciones Palabra, 2004) de don Enrique Monasterio (Bilbao, 1941) y otra, el conjunto de relatos, Libro de Visitantes (Ediciones Encuentro, 2007) de don José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930).
Una novedad se apunta a última hora a la zambomba: Villancicos (Renacimiento, 2024) una antología de poemas navideños en español que pasa y repasa —campana sobre campana— desde la Edad Media hasta esta Edad Mediática. Los recopilan José Julio Cabanillas y José Mateos. Entre ellos, abundan los que describen a un personaje del belén, por lo que también contribuyen a enriquecer nuestro Nacimiento. Hay poemas dedicados a la figura de un aguador, de un carpintero, de un camello, de un perrito, de un pastor ricachón, etc. Federico Muelas nos habla de una araña: la llama «mínima titiritera». Luis Rosales mira al cielo: «La estrella es tan clara que / no todo el mundo la ve». Tanto Aquilino Duque («Tres reyes van en hilera / —¡milagro!— por buen camino») como Joaquín Caro Romero: «En este mundo amoral, / fantasmón y fantasmal / no te fíes de los reyes, / de las mulas y los bueyes / si no son los del Portal») aprovechan a los Reyes Magos para dar un tirón de orejas a los poderosos del mundo.
Son libros que merecen una lectura contemplativa al borde de nuestro belén, con un ojo en las líneas y otro en las figuritas; pero el barbero ha de escoger un título para meterle sus tijeras, o mejor, ya puesto de pastorcito, su trasquiladora. Libro de los visitantes tiene, además de su magnífica calidad literaria, el problema de que es prácticamente inencontrable. Como la función primigenia de este barbero es dar a ustedes una muestra suficientemente amplia de un libro como para que de alguna manera lo tengan casi leído, hoy procuraré consolar a quien no logre encontrar los relatos de Jiménez Lozano.
Con ellos arma un belén precioso, en apariencia tosco, pero finísimo. Nos cuenta la historia del Nacimiento en un estilo castellano de pura cepa. Gasta, por tanto, una emoción contenida (hasta que se desborda). Tira de los más divertidos anacronismos, y hace desfilar por el Belén a Pascal, a Spinoza (que se fuma un puro), a Descartes y a Hegel, que lleva para el Niño… ¡un tomo de su filosofía! Un patricio romano recita a Virgilio y su villancico eclógico: «Puer datus est nobis! Filius datus est nobis! / Iam nova pregenies caelo dimittitur alto!». Para compensar tanto clasicismo, hay una genial asnilla habladora. Como Caro Romero y Aquilino Duque, hay crítica política entre líneas, sobre todo a cuenta del rey Herodes; pero también pullas contra la burocracia, la avaricia del posadero, el higienismo y el estado policial.
Flannery O’Connor advirtió que «una buena pieza literaria lo es porque tras su lectura notamos que nos ha sucedido algo». Eso nos pasa aquí. Los anacronismos y el lenguaje coloquial logran que nos sintamos en casa (aquí y ahora) en el mismo belén, junto al Niño. Vayamos con los fragmentos:
***
Eran las reglas de la casa, porque él [el posadero] tenía un negocio y, cuando se tenía un negocio no se podía sentir pena o, si se sentía, era mejor cerrarlo, las contestaba.
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En general los escribientes del Estado van siempre despacio.
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—Tú estás muy politizado, chaval. ¡Olvídate! ¡Tanto me dan a mí los de allí como los de aquí, Moshé! Tú eres muy joven, y tienen muchas imaginaciones y vericuetos en la cabeza. Ahora vamos a ver a un niño nuestro, que es mucho más importante. ¡Déjate de política!
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[Hablando de la genealogía de José] ¿Cómo un descendiente de un rey no iba a haber heredado su apersonamiento y su carácter de autoridad?
—Y, además, —dijo el posadero— yo no quiero engorros.
*
—Pero ¿qué dice? Nosotros no entendemos el romano, señor.
—Ni queremos —añadió el jovenzuelo politizado.
—¡Pues tú te lo pierdes, hijo! Nunca conocerás al dulce Virgilio —dijo el forastero.
*
Este patricio romano sostenía la teoría de que las palabras llenas de hermosura no necesitan ser traducidas para ser entendidas y sentidas,
y es suficiente ponerlas junto al corazón. Y tal era igualmente […] el pensamiento del poeta italiano, Micer Francesco Petrarca, quien, como no sabía griego, apretaba contra su corazón los libros de Homero para que éste le hablase directamente de ánima a ánima.
*
No fue sin lamentar la imposibilidad de compartir del todo la teoría del patricio romano, y el haber comprobado que parece poco extendida la admirable facultad lectora de Micer Petrarca. [Hacen falta los traductores.]
*
Y la asnilla contestó: —Nosotros no nos movemos de aquí.
*
La asnilla, después de haber dicho, a todos los que estaban en el establo y en cuanto vio y reconoció a estos visitantes, que se
pusieran serios porque venía el profesor Hegel, añadió,
ahora, al oído
del buey, al ver los libros que éste traía:
—Ni al que asó la manteca se le ocurriría traer La fenomenología del Espíritu a una criatura.
*
La sonrisa de una asnilla no era muy estética por culpa de su dentadura.
*
… y la señora Marta explicó que lo que les pasaba era que,
como
nunca les había dado vergüenza de nada [a dos pícaros ladronzuelos muy simpáticos que se acababan de poner colorados], y era la primera vez que les daba porque estaban delante del Niño, por eso les daba tan fuerte.
—Sí señora —dijeron los dos mocitos a la vez. Y el Niño volvió a reírse.
*
Entonces el rey Herodes sonrió, y preguntó si podrían mostrarle alguna de esas monedas de oro, pero ellos contestaron que no podían hacerlo, porque no viajaban con ellas; ni tampoco con el incienso ni la mirra, ya que eran cargamentos muy preciosos. Aunque esto no era verdad sino a medias, porque sí habían viajado con esos presentes, pero ahora los tenían sus pajes que ya estaban camino de Belén.
*
Herodes, como era un rey pelele, tenía que beber sangre para sentirse rey.
*
Ba-althasar, que era negro y tenía ojos egipcios o etíopes, se le escapó la risa:
—¡Je je je!
—¿De qué se ríe? —preguntó el rey Herodes muy encolerizado.
—Es que Su Majestad está de broma. Ni César ni nadie es Dios, y todos nos tenemos que morir. Su Majestad y nosotros, y el César de Roma. Y entonces el rey Herodes se desplomó y quedó como árbol herido por el rayo en su sillón. Estaba lívido, temblaba.
*
Pero, en ese momento, el gallo volvió la cabeza, y volvió a cantar, y el Niño a reír con más ganas todavía...
Fuente: eldebate.com