El Papa en el Ángelus
Queridos hermanos obispos,
Me encuentro aquí, en su hermosa tierra, sólo por un día, pero quise que hubiera al menos un breve momento para reunirme con ustedes y poder saludarlos. Esto me da la oportunidad, en primer lugar, de decirles gracias. Gracias porque están aquí, con su vida entregada; gracias por su trabajo, por el compromiso cotidiano; gracias por ser signo del amor misericordioso de Dios y testigos del Evangelio.Me alegré cuando pude saludar a uno de ustedes: ¡tiene 95 años y 70 de sacerdocio! Esto significa llevar adelante esa hermosa vocación. ¡Gracias hermano por tu testimonio! ¡Muchas gracias!
Y del “gracias” paso a la gracia de Dios, que es el fundamento de la fe cristiana y de toda forma de consagración en la Iglesia. En el contexto europeo en el que nos encontramos no faltan problemas y desafíos relacionados con la transmisión de la fe, y ustedes lo experimentan cada día, descubriéndose pequeños y frágiles; no son muchos, no tienen medios poderosos; los ambientes en los que trabajan no siempre se muestran favorables para acoger el anuncio del Evangelio. A veces me viene a la mente una película, porque algunos están dispuestos a acoger el Evangelio, pero no el "portavoz". Esa película tenía esta frase: "La música sí, pero el músico no". Piensen un poco, la fidelidad a la transmisión del Evangelio. Esto nos ayudará. Y, sin embargo, esta pobreza sacerdotal es una bendición. ¿Porqué? Porque nos despoja de la pretensión de querer ir por nuestra cuenta, nos enseña a considerar la misión cristiana como algo que no depende de las fuerzas humanas, sino sobre todo de la obra del Señor, que siempre trabaja y actúa con lo poco que podemos ofrecerle.
No olvidemos esto: en el centro está el Señor. No estoy yo en el centro, sino Dios. Entre nosotros, cuando hay un sacerdote presuntuoso que se pone al centro, decimos: este es un sacerdote yo, me, mí, conmigo, para mí. No, el Señor es el centro. Esto es algo que quizá cada mañana, cuando sale el sol, cada pastor, cada consagrado debería repetir en la oración: también hoy, en mi servicio, que no esté yo en el centro, sino Dios, el Señor. Y digo esto porque hay un peligro en la mundanidad, un peligro que es la vanidad. Hacer las veces del "pavo real". Mirarse demasiado a sí mismo. La vanidad es un vicio feo, con mal olor.
Pero el primado de la gracia divina no significa que podamos quedarnos dormidos tranquilamente, sin asumir nuestras responsabilidades. Por el contrario, debemos considerarnos como “colaboradores de la gracia de Dios” (cf. 1 Co 3,9). Y así, caminando con el Señor, cada día se nos presenta una pregunta esencial: ¿cómo estoy viviendo mi sacerdocio, mi consagración, mi discipulado?¿Estoy cerca de Jesús?
Cuando, en la otra diócesis, hacía las visitas pastorales, me encontraba con algunos buenos sacerdotes que trabajaban mucho. "Dime, ¿tú cómo haces por la noche?" —"Estoy cansado, como un bocado y luego me voy a la cama a descansar un poco, a ver la televisión"— "¿Pero no pasas por la capilla para saludar a tu Jefe?" —"Eh no..."— "Y tú, antes de dormirte, ¿rezas un Ave María? Al menos sé educado, pasa por la capilla a decir, muchas gracias y hasta mañana". ¡No se olviden del Señor! El Señor: al principio, en medio y al final del día. ¡Es nuestro Jefe! ¡Y es un Jefe que trabaja más que nosotros! No se olviden de esto.
Les pregunto: ¿cómo vivo yo el discipulado?
Graben esta pregunta en sus corazones, no subestimen la necesidad de discernimiento, de mirar hacia dentro, para que el ritmo y las actividades exteriores no nos “trituren”, haciéndonos perder la consistencia interior. Por mi parte, quisiera dejarles una doble invitación: cuidar de sí mismos y cuidar de los demás.
La Primera: Cuidar de sí mismos, porque la vida sacerdotal o religiosa no es un “sí” que hemos pronunciado una vez y para siempre. No se vive de rentas con el Señor. Por el contrario, la alegría del encuentro con Él debe renovarse cada día; a cada momento es necesario volver a escuchar su voz y decidirse a seguirlo, también en los momentos de las caídas. Levántate, mira al Señor y dile: "Discúlpame y ayúdame a seguir adelante". Esta cercanía fraterna y filial es muy importante en nuestra vida.
Recordemos esto: nuestra vida se expresa en la ofrenda de nosotros mismos; pero, cuanto más un sacerdote, una religiosa, un religioso, se entrega, se desgasta, trabaja por el Reino de Dios, más necesario es también que cuide de sí mismo. Un sacerdote, una religiosa, un diácono que se descuida también terminará por descuidar a quienes le son encomendados. Por eso es preciso una pequeña “regla de vida” —los religiosos ya la tienen— que incluya la cita cotidiana con la oración y la Eucaristía, el diálogo con el Señor, cada uno según su propia espiritualidad y su propio estilo. Y también quisiera agregar: conservar algún momento en soledad; tener un hermano o una hermana con quien compartir libremente lo que llevamos en el corazón —una vez se llamaba al director espiritual, a la directora espiritual—; cultivar algo que nos apasione, no para pasar el tiempo libre, sino para descansar de manera sana de las fatigas del ministerio. ¡El ministerio cansa! Hay que tenerle miedo a esas personas que están siempre activas, siempre en el centro, que quizá por demasiado celo nunca reposan, nunca toman una pausa para sí mismos. Hermanos eso no es bueno, se necesitan espacios y momentos en los que cada sacerdote y cada persona consagrada cuiden de sí mismos.Y no para hacer un lifting para verse más guapo. Por el contrario, para hablar con el Amigo, con el Señor, y sobre todo con la Madre — por favor no dejen de acudir a la Virgen— para hablar de la propia vida y de cómo están yendo las cosas. También tengan el confesor y un amigo que los conozca y con quien puedan hablar y hacer un buen discernimiento. ¡Los “hongos presbiterales” no son buenos!
Y en este cuidado se incluye otra cosa: la fraternidad entre ustedes. Aprendamos a compartir no sólo el cansancio y los desafíos, sino también la alegría y la amistad entre nosotros. Su obispo dice algo que me gusta mucho, dice que es importante pasar del “Libro de las lamentaciones” al “Cantar de los cantares”. Esto lo hacemos poco. ¡Nos gustan las lamentaciones! Y si el pobre obispo esa mañana se olvidó del solideo decimos: "Pero mira al obispo...". Siempre se encuentra algo para hablar mal del obispo. Es cierto, el obispo es un pecador como cada uno de nosotros. ¡Somos hermanos! Mejor sería cambiar del "Libro de las lamentaciones" al "Libro del Cantar de los Cantares". Esto es importante, lo dice también un salmo: «Tú convertiste mi lamento en júbilo» (Sal 30,12). ¡Compartamos la alegría de ser apóstoles y discípulos del Señor!Una alegría debe ser compartida. De lo contrario, el lugar que debe tomar la alegría es ocupado por el vinagre. Es lamentable encontrar un sacerdote con el corazón amargado. "¿Pero por qué eres así?" —"Eh, porque el obispo no me quiere... Por qué han nombrado obispo a aquel otro y no a mí... Porque... Porque..."— Por favor, frénense ante las quejas y las envidias. La envidia es un vicio "amarillo". Pidamos al Señor que cambie nuestro lamento en danza, que nos dé el sentido del humor y la sencillez evangélica.
En segundo lugar: cuidar de los demás. La misión que cada uno de ustedes ha recibido tiene siempre un único objetivo: llevar a Jesús a los demás, dar a los corazones la consolación del Evangelio. Me gustaría recordar aquí el momento en que el apóstol Pablo está por volver a Corinto y, escribiendo a la comunidad, les dice: «De buena gana entregaré lo que tengo y hasta me entregaré a mí mismo, para el bien de ustedes» (2 Co 12,15). Entregarse por las almas, entregarse en ofrenda de sí por aquellos que nos han sido encomendados. Y me viene a la mente un santo sacerdote joven que murió de cáncer hace poco. Él vivía en una barriada con la gente más pobre. Decía: "a veces tengo ganas de cerrar la ventana con ladrillos, porque la gente viene en cualquier momento y si yo no contesto a la puerta, llaman a la ventana". El sacerdote con el corazón abierto a todos, sin hacer distinciones.
La escucha, la cercanía a las personas, es también una invitación a encontrar, en el contexto de hoy, las vías pastorales más eficaces para la evangelización. No tengan miedo de cambiar, de revisar los viejos esquemas, de renovar el lenguaje de la fe, aprendiendo al mismo tiempo que la misión no es cuestión de estrategias humanas, es principalmente cuestión de fe. Cuidar de los demás: del que espera la Palabra de Jesús, del que se alejó de Él, de aquellos que necesitan orientación y consuelo para sus sufrimientos. Cuidar de todos, en la formación y sobre todo en el encuentro. Salir al encuentro de las personas, allí donde viven y trabajan, esto es importante.
Además, una cosa que para mí es muy importante: por favor, perdonen siempre y perdonen todo. Perdonen todo y siempre. Yo les digo a los sacerdotes, en el sacramento de la Reconciliación, no hagan demasiadas preguntas. Escuchen y perdonen. Decía un cardenal —que es un poco conservador, un poco cuadrado, pero es un gran sacerdote— hablando en una conferencia a los sacerdotes: "Si alguien [en la Confesión] comienza a balbucear porque tiene vergüenza, yo le digo: está bien, lo entiendo, pasa a otra cosa. En realidad, no he entendido nada, pero él [el Señor] ha comprendido". Por favor, no torturar a la gente en el confesionario: dónde, cómo, cuándo, con quién... ¡Perdonar siempre! Hay un buen fraile capuchino en Buenos Aires, al que yo hice cardenal a los 96 años. Él tiene una larga fila de gente en su confesionario, porque es un buen confesor, yo también iba a verlo. Este confesor una vez me dijo: "Mira, a veces tengo el escrúpulo de perdonar demasiado" —"¿Y qué haces?"— "Voy a rezar y digo, Señor, perdóname, he perdonado demasiado. Pero enseguida me viene a la mente de decir: ¡Pero fuiste tú quien me dio el mal ejemplo!". Perdonar siempre. Perdonar todo. Y esto lo digo también a las religiosas y religiosos: perdonar, olvidar, cuando nos hacen algo malo, las luchas ambiciosas de comunidad... Perdonar. El Señor nos ha dado el ejemplo ¡perdonar todo y siempre! Todo, todo, todo. Y les hago una confidencia, yo llevo 55 años de sacerdocio. Sí, anteayer cumplí 55 años, y nunca he negado una absolución. Y me gusta confesar mucho. Siempre he buscado la manera de perdonar. Este es mi testimonio.
Queridas hermanas y queridos hermanos, les agradezco de corazón y les deseo un ministerio rico de esperanza y de alegría. Aun en los momentos de cansancio y desánimo, no se rindan. Preséntenle sus corazones al Señor. ¡No se olviden de llorar delante del Señor! Él se manifiesta y se deja encontrar si cuidan de sí mismos y de los demás. De esta manera, Él ofrece el consuelo a aquellos que ha llamado y enviado. Sigan adelante con valentía, Él los colmará de gozo.
Ahora recemos a la Virgen María. En esta Catedral, dedicada a ella, Asunta a los cielos, el pueblo fiel la venera como Patrona, como Madre de Misericordia, la “Madunnuccia”. Desde esta isla del Mediterráneo, elevemos a ella la súplica por la paz: paz para todas las tierras que circundan este mar, especialmente para Tierra Santa, donde María dio a luz a Jesús. Paz para Palestina, para Israel, para el Líbano, para Siria, para todo el Oriente Medio.Paz en el martirizado Myanmar. Y que la Santa Madre de Dios obtenga la anhelada paz para el pueblo ucraniano y el pueblo ruso. Son hermanos —"¡No, padre, son primos!"— Son primos, hermanos, no sé, ¡pero que se entiendan! ¡La paz! Hermanos, hermanas, la guerra es siempre una derrota. Y la guerra en las comunidades religiosas, la guerra en las parroquias es siempre una derrota, ¡siempre! Que el Señor nos dé paz a todos.
Y rezamos por las víctimas del ciclón que, en horas pasadas, ha golpeado el Archipiélago de Mayotte. Estoy espiritualmente cercano a todos los que han sido afectados por esta tragedia.
Ahora, todos juntos, rezamos el Ángelus
Angelus Domini…
Fuente: vatican.va