Enrique García-Máiquez
La festividad de la Inmaculada es una ocasión de oro para reflexionar sobre el significado profundo y alegre de la vida conyugal. Tiene todas las papeletas para ser mi fiesta favorita y, sin duda, fue (y es) la preferida de Santa Ana y San Joaquín. Ellos la celebración más que el 26 de julio, de eso estoy seguro. A menudo malentendida, no se trata de la Coronación de la Virgen, otra de mis favoritas, ni tampoco de la fiesta de la Encarnación, que cada 25 de marzo yo no puedo celebrar más, porque también es mi preferida. La Inmaculada es la concepción de la Virgen. Como suena. Este día nos invita a recordar, por tanto, el encuentro amoroso entre Ana y Joaquín, un acto conyugal normal entre una mujer y su esposo, capaz de santidad, como lo son todos los encuentros maritales corrientes, aunque en este caso, bendecido por una explosión de gracia nuclear en preparación, esto sí, de la Encarnación y del Nacimiento de Jesús, otra fiesta predilecta mía, igualmente.
La fiesta de la Inmaculada, solemne y luminosa es, al mismo tiempo, la celebración de la recóndita vida matrimonial y su potencial intrínseco para la gloria. En un mundo que disocia lo sagrado de lo cotidiano; el éxtasis, del matrimonio y la santidad, del sexo, esta festividad subraya que la carne participa de lo divino.
Nótese que “inmaculada” es el adjetivo; el sustantivo es “concepción”. Y para que no quepan dudas, la Natividad de la Virgen –fiesta predilecta– se celebra justo nueve meses después, el 8 de septiembre. La unión de Ana y Joaquín acogió el milagro de la concepción inmaculada con toda (sobre)naturalidad. La carne y el espíritu quedaban sellados en un acontecimiento que anuncia –mejor y antes que los ángeles cantando sus gozos por la noche de Belén– la llegada del Salvador.
Que España se singularizase en la defensa de este dogma es un timbre de honor para un pueblo como el nuestro, tan materialista católico. Que la gloria de María arranque de Dios Padre y de sus padres es la raíz del supremo orgullo humilde –hidalgo– del “Magníficat” (“Me llamarán bienaventurada todas las naciones...”), y la máxima recusación del pelagianismo. Que sea la patrona de la Infantería permite que los de infantería, los matrimonios, nos consideremos felizmente reclutados. Que también sea la patrona de Farmacia nos recuerda que su Inmaculada Concepción es una vacuna –que falta nos hace– contra la contagiosa gnosis. Celebremos.
Fuente: diariodecadiz.es