José Antonio García-Prieto Segura
Felicidades ya en la antevíspera de la Inmaculada Concepción de María. Aunque no estaremos en París, para oír allí mismo, las campanas de su casa de Notre Dame, que María nos ayude a mantener despierto el corazón, para oir y acoger las llamadas personales que Dios nos envíe
Han trascurrido más de cinco años desde el 15 de abril de 2019 cuando el incendio de Notre Dame hizo enmudecer sus campanas. Todavía recordamos las impactantes imágenes de las torres en llamas, como si algo muy propio estuviese ardiendo. No es hipérbole gratuita la afirmación que acabo de hacer, porque viendo aquellas imágenes en nuestras pantallas, ¿quién no sintió sincera y espontáneamente dolor y desazón, como si el fuego estuviese destrozando algo íntimo y cercano?
Una corriente de solidaridad mundial, y sobre todo los decisivos esfuerzos del Estado francés, han hecho posible que ahora nos alegremos por la restauración del templo y la reanudación de su culto. Hay una importantísima doble razón que no debemos pasar por alto porque, si no, esta gran fiesta hodierna de Notre Dame trascurrirá sin pena ni gloria, y las perennes raíces que la fundamentan y alegran caerán en el olvido, silenciadas como lo estuvieron sus campanas.
Razón de júbilo con dos motivaciones -decía-, que tampoco deben separarse porque son complementarias e iluminadoras, especialmente para quienes nos consideramos cristianos. Una es la alegría natural y, por así decir, de carácter histórico cultural al ver restaurada la maravillosa obra de arte de la catedral parisina. Y otra razón más importante aún y de carácter trascendente, porque nos recuerda que fue la fe cristiana la que alentó e hizo posible, en el lejano siglo XII las primeras piedras del templo. Su construcción se inició bajo el impulso del obispo Maurice de Sully en 1163, y se terminó a mediados del siglo XIV. Ha pasado por modificaciones y numerosas vicisitudes, pero la verdad histórica e incontrovertible es esa: fueron los cristianos de aquellos tiempos -y es un ejemplo entre otros muchos en todo el planeta-, quienes con su fe y buen hacer, confirmaron con anticipación de siglos, las palabras del papa Pablo VI: "Una fe que no se hace cultura es una fe no plenamente acogida, no enteramente pensada, no fielmente vivida". Notre Dame es fruto de la fe y cultura de quienes creyeron que una mujer, María, es nada menos que la Madre de Dios. ¿Anticipo también para nuestro exaltado feminismo de hoy?
La fe de aquellos cristianos franceses de los siglos XII y siguientes, tuvo esas tres características: apertura de corazón para acoger un mensaje de Amor divino; cabeza, para pensarlo y trabajarlo teológicamente; y vida para, con los pies en la tierra, ponerlo en práctica traducido en obras de amor al prójimo y en cultura artística, como la catedral parisina que hoy sigue luciendo su belleza junto al Sena.
Es la misma fe que también en este siglo XXI debemos seguir viviendo y poniendo en práctica quienes nos llamamos cristianos. Por eso, sin obviar el lado cultural y festivo al recobrar ahora la joya de Notre Dame, conviene hacer hincapié en su aspecto religioso y trascendente, sin separarlo en absoluto -como antes indicaba- de su dimensión cultural.
En esa línea se ha expresado el arzobispo de París el pasado 13 de noviembre, con estas palabras: "Alegría e impaciencia, porque nuestra sed es grande para acoger de nuevo al mundo entero bajo las bóvedas de la catedral". Y con más incisividad aún lo ha hecho el mismo rector de Notre Dame, monseñor Olivier Ribadeau quien, en su comentario sobre el templo, pasa de su belleza artística, a la razón trascendente que lo inspiró e hizo realidad: "Se tiene una impresión de gran sencillez y extrema delicadeza; todo es bello, todo invita a rezar, a meditar, a detenerse un momento en una experiencia espiritual del corazón y del alma". Sí: es la fe hecha cultura.
Las campanas de Notre Dame volverán a despertar con sus sonidos, en el corazón de los creyentes, una llamada para elevarlo hacia el Cielo; y en los que no lo sean, quizá un reclamo amable, como una oferta de lo alto, para que se interroguen, tal vez, sobre el porqué de aquellos sonidos, muy distintos de tantos ruidos estruendosos como hoy nos envuelven. Con todo, es posible que no falten personas que puedan sentirse algo molestas con el nuevo despertar de las campanas, por estimar que invaden arbitrariamente su intimidad. En este sentido referiré un suceso que viene como anillo al dedo, y que viví casi personalmente en mis años romanos.
Corría septiembre de 1985, y tiempo antes se habían hecho algunas reformas en una basílica muy cercana a mi lugar de residencia. Al reiniciar las actividades religiosas, el nuevo rector y su equipo de trabajo decidieron hacer sonar de nuevo las campanas que habían permanecido silenciadas varios años. Apenas trascurridos pocos días, el rector recibió una carta cuyo contenido trascribiré textualmente, porque el propio autor de la misiva -como se verá enseguida-, le daba pie para que la diese a conocer libremente, y se sirviera de ella ante eventuales quejas que pudieran llegarle. Escrita obviamente en italiano, la traducción es mía. Decía así:
“Muy querido Reverendo: estoy escuchando a Haendel cuando me llega el nuevo concierto de las campanas que Vd. ha revalorizado. En otro tiempo habría considerado esto como algo molesto. Ahora en cambio, silencio a Haendel por unos minutos y escucho con satisfacción el campanario de San Eugenio. ¡Gracias! Su iniciativa no ha podido ser más oportuna y me alegraré de que la sigan otros párrocos, para restituir a nuestras ciudades sonidos milenarios que han sido silenciados como si fueran ruidos molestos, cuando son en cambio sonidos que reclaman la existencia de un algo sobrenatural en medio de nuestros afanes cotidianos. Porque lo maravilloso de las campanas es justamente eso: que, improvisadamente, se introducen en medio de nuestras ‘ocupaciones’, recordándonos que existen otros valores, y no precisamente ‘relativos’”.
Y concluía así la carta:
“Estas consideraciones se las podía haber manifestado hablando con Vd. directamente. He preferido exponerlas en una carta de modo que pueda servirle para darla a conocer y contrarrestar las previsibles protestas que le habrán llegado, y para reforzar con mi modestísimo parecer la elección que Vd. ha hecho”. Es un testimonio de plenísima actualidad y sobran comentarios.
El 26 de agosto de 1944 para conmemorar la liberación de París del yugo nazi, Notre Dame echó al vuelo sus campanas y resonó en sus bóvedas el “Magnificat”, canto de la Madre de Dios. Hoy, otros yugos tanto o más serios que aquél pueden oprimirnos: pasiones que esclavizan el corazón, odios exacerbados, egoísmos insolidarios… Por eso pedimos a María que la reapertura del culto divino en su casa de Notre Dame, se acompañe para siempre del sonar liberador de sus campanas.
Le rogamos que sean tañidos serenos que aviven el corazón de los creyentes para que -en medio de nuestros trabajos y ocupaciones terrenas- lo elevemos a Dios; y para quienes no hayan alcanzado la luz de la fe, les despierten algún interrogante que les lleve a preguntarse si no habrá una Vida, con mayúscula, después de esta; y una Felicidad también con mayúscula, más alta y duradera, que las otras pequeñas dichas de aquí abajo, que solo de vez en cuando y fugazmente experimentamos.
Fuente: religion.elconfidencialdigital.com