Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!
Grande es mi dicha por la ordenación diaconal de un grupo de hermanos vuestros, que tuvo lugar ayer en la Basílica de San Eugenio. Dedicándose a las actividades apostólicas de la Prelatura, que es una parte viva del Cuerpo místico de Cristo, estos hijos míos servirán con toda su alma a la Iglesia, tan necesitada de ministros sagrados que luchen por ser santos, doctos, alegres y deportistas en la vida espiritual, como deseaba san Josemaría. Roguemos a Dios con insistencia que nunca falte este don en el mundo entero, con seminaristas y sacerdotes santos en las diócesis.
El comienzo de este mes trae a nuestra mente la verdad tan consoladora de la Comunión de los santos. Hoy recordamos especialmente a los fieles que ya gozan de la Santísima Trinidad en el Cielo, y mañana estarán muy presentes en nuestras oraciones los fieles difuntos, que aún se purifican en el Purgatorio, con quienes hemos de trabar una honda amistad.
Recuerdo la devoción con que nuestro Padre transcurría esta jornada, deseando que —gracias también a los sufragios que ofrece la Iglesia— las benditas ánimas recibiesen la remisión total de las penas temporales debidas por los pecados, y así poder llegar a la presencia beatificante de Dios. Tanto le urgía esta manifestación de misericordia, de caridad, que dispuso que en el Opus Dei se aplicara frecuentemente la celebración de la Santa Misa, la Sagrada Comunión y el rezo del Rosario por el descanso eterno de sus hijas y de sus hijos, de nuestros padres y hermanos, de los Cooperadores difuntos, y por todos los que han dejado este mundo. Seamos generosos en la aplicación de esos sufragios y añadamos de nuestra parte lo que nos parezca oportuno; sobre todo el ofrecimiento de un trabajo acabado con perfección, con espíritu alegre de oración y de penitencia.
Muy pertinente resulta la recomendación de san Pablo: cotídie mórior, cada día muero al pecado, para resucitar con Cristo Jesús. San Josemaría, al asumir el consejo del Apóstol, nos invitaba a meditar frecuentemente en el final de la vida terrena, con el afán de prepararnos lo mejor posible para el encuentro con Dios. La muerte es una realidad que afecta a todos, sin excepción; muchos la temen y hacen lo posible por olvidarla. No debería ser así para un cristiano consecuente con su fe. A los "otros", la muerte les para y sobrecoge. —A nosotros, la muerte —la Vida— nos anima y nos impulsa. Para ellos es el fin: para nosotros, el principio.
Sin embargo, ese paso se nos presenta a veces con contornos dramáticos, especialmente cuando aparece de modo imprevisto, o cuando afecta a personas aún jóvenes, ante las que se abría un futuro lleno de posibilidades. El Santo Padre comenta que en estos casos, para muchas personas, la muerte es como un agujero negro que se abre en la vida de las familias y al cual no sabemos dar explicación alguna.
Pero no cabe olvidar que, como afirma la Sagrada Escritura, Dios no hizo la muerte, ni se goza con la pérdida de los vivientes. El hombre fue creado con una naturaleza mortal, pero la sabiduría y la omnipotencia divinas le habían destinado a no morir, si nuestros primeros padres amaban y obedecían fielmente los mandatos divinos. Ellos se dejaron engañar por el tentador, y el resultado está a la vista: así como por medio de un solo hombre entró el pecado en el mundo, y a través del pecado la muerte (...), de esta forma la muerte llegó a todos los hombres, porque todos pecaron.
Ayudan y consuelan mucho en este tema tantas consideraciones de nuestro Padre, que entre otros textos escribió: la muerte llegará inexorable. Por lo tanto, ¡qué hueca vanidad centrar la existencia en esta vida! Mira cómo padecen tantas y tantos. A unos, porque se acaba, les duele dejarla; a otros, porque dura, les aburre... No cabe, en ningún caso, el errado sentido de justificar nuestro paso por la tierra como un fin.
Hay que salirse de esa lógica, y anclarse en la otra: en la eterna. Se necesita un cambio total: un vaciarse de sí mismo, de los motivos egocéntricos, que son caducos, para renacer en Cristo, que es eterno.
Sólo una mirada de fe a Jesucristo crucificado nos permite atisbar este misterio, que tiene más de consuelo que de tristeza. Enseña el Catecismo de la Iglesia Católica que, «gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene un sentido positivo. "Para mí, la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1, 21). "Es cierta esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él" (2 Tm 2, 11). La novedad esencial de la muerte cristiana está ahí: por el Bautismo, el cristiano está ya sacramentalmente "muerto con Cristo", para vivir una vida nueva; y si morimos en la gracia de Cristo, la muerte física consuma este "morir con Cristo" y perfecciona así nuestra incorporación a Él en su acto redentor». Aunque no sea totalmente correcta, sí que guarda un poso de verdad la respuesta de la madre de un hermano nuestro, que comentaba con fe, en punto de muerte: ¿cómo no me va a recibir el Señor, si yo he estado recibiéndole años y años en la Comunión cada día?
La certeza de la fe, unida a la esperanza y a la caridad, posee la capacidad de anular el velo de tristeza y de temor con que no pocas veces se considera el paso final de la existencia terrena; más aún, como muestra con especial claridad la marcha de esta tierra de los santos, con la fe es posible acoger la muerte con paz, porque se va al encuentro del Señor. No tengas miedo a la muerte. —Acéptala, desde ahora, generosamente..., cuando Dios quiera..., como Dios quiera..., donde Dios quiera. —No lo dudes: vendrá en el tiempo, en el lugar y del modo que más convenga..., enviada por tu Padre-Dios. —¡Bienvenida sea nuestra hermana la muerte!.
Estas reflexiones son tradicionales en la doctrina y en la conducta cristianas. No suponen algo negativo, ni pretenden fomentar inquietudes irracionales, sino un santo temor filial, lleno de confianza en Dios. Encierran un realismo sobrenatural y humano, con claras señales de que la sabiduría cristiana, desde la fe, confiere tranquilidad y confianza al alma.
Nuestro Padre nos enseñó a sacar consecuencias prácticas de la meditación sobre este momento y, en general, sobre los novísimos. No veamos muy en frío, por lo tanto, estas cosas, predicaba en una ocasión a un grupo de hijos suyos jóvenes. Yo no deseo que muera ninguno de vosotros. ¡Déjalos, Señor, no te los lleves todavía!, ¡que son jóvenes, y aquí abajo tienes pocos instrumentos! Espero que el Señor me escuchará... Pero puede venir en cualquier momento. Y concluía: ¡Qué conciencia tan objetiva da la consideración de la muerte! ¡Qué buen remedio, para dominar las rebeldías de la voluntad y la soberbia de la inteligencia! Ámala, y dile al Señor con confianza: como Tú quieras, cuando Tú quieras, donde Tú quieras.
Suele resultar más duro, evidentemente, el hecho de la muerte, cuando afecta a las personas más queridas: padres, hijos, esposos, hermanos... Sin embargo, con la gracia de Dios, en la luz de la Resurrección del Señor, que no abandona a ninguno de los que el Padre le ha confiado, nosotros podemos quitar a la muerte su "aguijón", como decía el apóstol Pablo (cfr. 1 Cor 15, 55); podemos impedir que envenene nuestra vida, que haga vanos nuestros afectos, que nos haga caer en el vacío más oscuro. Nada más cierto que el Señor nos quiere a su lado, para gozar de su santa visión y presencia. ¿Fomentamos a diario esta esperanza? ¿Rezamos con piedad —como nuestro Padre— el vultum tuum, Dómine, requíram, buscaré, Señor, tu rostro?
Esos momentos, que están acompañados del dolor, si en la familia cristiana ha echado profundas raíces la fe, se convierten —y de hecho así sucede muchas veces— en ocasión para reforzar los lazos que unen entre sí a los diversos miembros. En esta fe, podemos consolarnos unos a otros, sabiendo que el Señor venció la muerte una vez para siempre. Nuestros seres queridos no han desaparecido en la oscuridad de la nada: la esperanza nos asegura que ellos están en las manos buenas y fuertes de Dios. El amor es más fuerte que la muerte. Por eso el camino es hacer crecer el amor, hacerlo más sólido, y el amor nos custodiará hasta el día en que cada lágrima será enjugada, cuando ya no habrá muerte, ni duelo, ni llanto, ni dolor (Ap 21, 4).
Esta visión cristiana ofrece el verdadero antídoto contra el temor que suele acometer a los hombres al comprobar la caducidad de la existencia terrena. A la vez, nada más lógico —como ya he señalado— que nos duela la muerte de los seres queridos, y que lloremos su partida. También Jesucristo lloró por la muerte de Lázaro, el amigo tan querido, antes de resucitarlo. Pero sin exageraciones, porque para un cristiano consecuente morir es ir de bodas. Así se expresaba san Josemaría, que comentaba: cuando se nos diga: ecce spónsus venit, exíte óbviam ei (Mt 25, 6)—sal, que viene el esposo, que viene Él a buscarte—, pediremos la intercesión de la Virgen. Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros pecadores, ahora... ¡y verás a la hora de la muerte! ¡Qué sonrisa tendrás a la hora de la muerte! No habrá un rictus de miedo, porque estarán los brazos de María para recogerte.
Nuestro Padre, cuando el Señor llamaba a su presencia a alguna hija o a algún hijo suyo en edad juvenil, protestaba filialmente y experimentaba un profundo dolor; aunque, enseguida, aceptaba la Voluntad divina, que sabe lo que realmente nos conviene. Fiat, adimpleátur..., rezaba. ¡Hágase, cúmplase, sea alabada y eternamente ensalzada la justísima y amabilísima Voluntad de Dios sobre todas las cosas! Amén. Amén. Y alcanzaba la paz.
Todos estos pensamientos han de estar unidos siempre a la consideración de que la omnipotencia divina nos devolverá a la vida: vita mutátur, non tóllitur[, la vida se cambia, no se pierde. La seguridad de sabernos cerca de Dios, con todas las ayudas que en esos momentos finales nos dispensa nuestra Madre la Iglesia, nos llevará a razonar así: Señor, creo que resucitaré; creo que mi cuerpo volverá a unirse con mi alma, para reinar eternamente contigo: por tus méritos infinitos, por la intercesión de tu Madre, por la predilección que has tenido conmigo.
Hijas e hijos míos, esforcémonos por transmitir esta alegría y esta seguridad de la fe. Recemos cada día por las personas que rendirán el alma al Señor, para que se abran a la abundantísima gracia que Dios, por intercesión de su Santísima Madre, conceden esos momentos. Y sigamos orando por la santidad de todos los hogares de la tierra, para que las conclusiones del reciente Sínodo impulsen a seguir con completa fidelidad los designios de salvación que el Señor ha inscrito en el núcleo mismo del matrimonio de la y familia.
Querría que os detuvierais en la sabiduría de la Iglesia santa, que ha unido la solemnidad de Todos los Santos al día dedicado, en la fecha inmediata, a la conmemoración de todos los fieles difuntos: saboread el gozo celestial que empapa la liturgia de este mes, y de todo el año.
Con todo cariño, os bendice vuestro Padre + Javier