De todas las obras de misericordia, la espiritual por excelencia es ésta: rezar por los muertos. Enseñar al que no sabe o dar consejo al que lo necesita conllevan un beneficio material secundario, pero evidente, como saben (y exageran) todos reformadores de la educación que en el mundo moderno han sido. Se ciegan con la productividad y otros beneficios materiales. Y ya no ven más. Y así nos va.
Rezar, en cambio, por los muertos es una misericordia espiritual sin posibilidad de contaminación contable. Exige una fe monumental, porque hay que creer en las almas, en el Purgatorio, en los méritos de la oración, en la comunión de los santos, en la vida eterna y en la resurrección de los cuerpos. Si usted intenta rezar o lo ha intentado alguna vez, sabrá de sobra que es una de las actividades más esforzadas que cabe emprender. La pereza procurará escabullirse o, al menos, distraerse o llegar tarde o acabar antes. Es capaz de inventarse hasta la excusa de una pérdida de fe. La oración conmueve el universo, y eso no se hace como si nada.
A los muertos se les puede recordar sin más, por supuesto; y es precioso y justo, aunque termina resultando un tanto desvaído, por desgracia. Y lo que es peor: el protagonista del recuerdo es el que recuerda, solo, vuelto al pasado. "Juntos los dos en mi memoria sola", dice un verso precioso de Leopoldo Panero, que marca el nivel más alto al que puede llegar, con sus fuerzas, la memoria. La oración por los difuntos les concede el papel principal, nos une, es un puro presente y mira al futuro y a la eternidad. Reconoce no sólo que necesitamos de los difuntos, sino que ellos también nos necesitan tanto. Esta correspondencia es lo más propio del amor, y poder satisfacerla. La oración lo logra. O sea, lo de Quevedo, literalmente: un amor como una llama que sabe cruzar el agua fría, constante más allá de la muerte.
Queda una posible confusión. El día de los difuntos tiene más arraigo popular que el día de Todos los Santos. Lo que puede llevar a alguno a quejarse de tanta crítica católica aHalloween basada en que el cristianismo celebra la vida y la esperanza, no la muerte y el miedo. La respuesta son dos matices. Hoy no es una celebración, sino un compromiso y una toma de conciencia. Y no lo preside el nihilismo narcisista ni el terror vergonzante, sino la esperanza de que acabemos todos celebrando Todos los Santos, que es la fiesta final.