«Recibirán la fuerza del Espíritu Santo que descenderá sobre ustedes, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea y Samaría, y hasta los confines de la tierra» (Hch 1,8).
Desde la época Apostólica hasta nuestros días, ha surgido un gran número de testigos para proclamar a Jesús y manifestar el poder del Espíritu Santo. Hoy, recordamos con gratitud el sacrificio de los mártires ugandeses, cuyo testimonio de amor por Cristo y su Iglesia ha alcanzado precisamente «los extremos confines de la tierra». Recordamos también a los mártires anglicanos, su muerte por Cristo testimonia el ecumenismo de la sangre. Todos estos testigos han cultivado el don del Espíritu Santo en sus vidas y han dado libremente testimonio de su fe en Jesucristo, aun a costa de su vida, y muchos de ellos a muy temprana edad.
También nosotros hemos recibido el don del Espíritu, que nos hace hijos e hijas de Dios, y también para dar testimonio de Jesús y hacer que lo conozcan y amen en todas partes. Hemos recibido el Espíritu cuando renacimos por el bautismo, y cuando fuimos fortalecidos con sus dones en la Confirmación. Cada día estamos llamados a intensificar la presencia del Espíritu Santo en nuestra vida, a «reavivar» el don de su amor divino para convertirnos en fuente de sabiduría y fuerza para los demás.
El don del Espíritu Santo se da para ser compartido. Nos une mutuamente como fieles y miembros vivos del Cuerpo místico de Cristo. No recibimos el don del Espíritu sólo para nosotros, sino para edificarnos los unos a los otros en la fe, en la esperanza y en el amor. Pienso en los santos José Mkasa y Carlos Lwanga que, después de haber sido instruidos por otros en la fe, han querido transmitir el don que habían recibido. Lo hicieron en tiempos difíciles. No estaba amenazada solamente su vida, sino también la de los muchachos más jóvenes confiados a sus cuidados. Dado que ellos habían cultivado la propia fe y habían crecido en el amor de Cristo, no tuvieron miedo de llevar a Cristo a los demás, aun a precio de la propia vida. Su fe se convirtió en testimonio; venerados como mártires, su ejemplo sigue inspirando hoy a tantas personas en el mundo. Ellos siguen proclamando a Jesucristo y el poder de la cruz.
Si, a semejanza de los mártires, reavivamos cotidianamente el don del Espíritu Santo que habita en nuestros corazones, entonces llegaremos a ser de verdad los discípulos misioneros que Cristo quiere que seamos. Sin duda, lo seremos para nuestras familias y nuestros amigos, pero también para los que no conocemos, especialmente para quienes podrían ser poco benévolos e incluso hostiles con nosotros. Esta apertura hacia los demás comienza en la familia, en nuestras casas, donde se aprende a conocer la misericordia y el amor de Dios. Y se expresa también en el cuidado de los ancianos y de los pobres, de las viudas y de los huérfanos.
Como aquella madre y sus siete hijos, que describe el segundo Libro de los Macabeos, se animaban unos a otros en el momento de la gran prueba (7,1-2.9-14), del mismo modo, como miembros de la familia de Dios, debemos ayudarnos unos a otros, protegernos y guiarnos a la plenitud de la vida. Pienso con gratitud en todos aquellos –Obispos, sacerdotes, mujeres y hombres consagrados y catequistas– que de mil modos diversos han ayudado a las familias cristianas. Que la Iglesia en este país, especialmente mediante las comunidades parroquiales, siga ayudando a las parejas jóvenes en su preparación al matrimonio, anime a los esposos a vivir el vínculo conyugal en el amor y la fidelidad, y ayude a los padres en su tarea de ser los primeros maestros de la fe de sus hijos.
Al igual que los Apóstoles y los mártires de Uganda antes que nosotros, hemos recibido el don del Espíritu Santo para ser discípulos-misioneros, llamados a salir hacia los otros y llevar el Evangelio a todos. En ocasiones esto supondrá ir hasta los confines del mundo, como misioneros en tierras lejanas. Esto es esencial para la difusión del Reino de Dios, y les pido siempre una respuesta generosa a esta exigencia. Sin embargo, no es necesario viajar para ser discípulos-misioneros. En realidad, solamente hace falta abrir los ojos a las necesidades que encontramos en nuestras casas y en nuestras comunidades locales para darnos cuenta de las numerosas oportunidades que allí nos esperan.
También en esto los mártires de Uganda nos indican el camino. Su fe buscó el bien de todos, incluso del mismo Rey que los condenó por su credo cristiano. Su respuesta buscaba oponer el amor al odio, y de ese modo irradiar el esplendor del Evangelio. Ellos no se limitaron a decir al Rey lo que el Evangelio prohibía, sino que mostraron con su vida lo que significa realmente decir «sí» a Jesús. Significa misericordia y pureza de corazón, ser humildes y pobres de espíritu, y tener sed de la justicia, con la esperanza de la recompensa eterna.
El testimonio de los mártires nuestra, a todos los que han conocido su historia, entonces y hoy, que los placeres mundanos y el poder terreno no dan alegría ni paz duradera. Es más, la fidelidad a Dios, la honradez y la integridad de la vida, así como la genuina preocupación por el bien de los otros, nos llevan a esa paz que el mundo no puede ofrecer. Esto no disminuye nuestra preocupación por las cosas de este mundo, como si mirásemos solamente a la vida futura. Al contrario, nos ofrece un objetivo para la vida en este mundo y nos ayuda a acercarnos a los necesitados, a cooperar con los otros por el bien común y a construir, sin excluir a nadie, una sociedad más justa, que promueva la dignidad humana, defienda la vida, don de Dios, y proteja las maravillas de la naturaleza, la creación, nuestra casa común.
Queridos hermanos y hermanas, esta es la herencia que han recibido de los mártires ugandeses: vidas marcadas por la fuerza del Espíritu Santo, vidas que también ahora siguen dando testimonio del poder transformador del Evangelio de Jesucristo. Esta herencia no la hacemos nuestra como un recuerdo circunstancial o conservándola en un museo como si fuese una joya preciosa. En cambio, la honramos verdaderamente, y a todos los santos, cuando llevamos su testimonio de Cristo a nuestras casas y a nuestros prójimos, a los lugares de trabajo y a la sociedad civil, tanto si nos quedamos en nuestras propias casas como si vamos hasta los más remotos confines del mundo.
Que los mártires ugandeses, junto con María, Madre de la Iglesia, intercedan por nosotros, y que el Espíritu Santo encienda en nosotros el fuego del amor divino.
¡Omukama abawe omukisa! (Que Dios los bendiga).