P. RANIERO CANTALAMESSA
Cuarta predicación, Cuaresma 2019
Este año se celebra el VIII centenario del encuentro de Francisco de Asís con el Sultán de Egipto al-Kamil en 1219. Lo recuerdo en esta sede por un detalle que se refiere al tema de nuestras meditaciones sobre el Dios viviente.Tras el regreso de su viaje a Oriente en 1219, santo Francisco escribió una carta dirigida «A los gobernantes de los pueblos». En ella decía entre otras cosas:
Estáis obligados a tributar al Señor tanto honor entre el pueblo que se os a confiado, que cada noche se anuncie, mediante un pregonero o algún otro signo, que se alabe y dé gracias al Señor Dios Todopoderoso por parte de todo el pueblo. Y si no hacéis esto, sabed que deberéis dar razón de ello a Dios ante el Señor vuestro Jesucristo el día del juicio.
Es opinión difundida que el santo sacase la ocasión para esta exhortación por lo que había observado en su viaje a Oriente, donde había escuchado la llamada vespertina a la oración dirigida por los muyahidines desde lo alto de los minaretes. Un hermoso ejemplo no solo de diálogo entre las diversas religiones, sino también de enriquecimiento mutuo. Una misionera, que trabaja desde hace muchos años en un país africano, escribió estas palabras:«Nosotros estamos llamados a responder a una necesidad fundamental de los hombres, a la profunda necesidad de Dios, a la sed de absoluto, a enseñar el camino de Dios, a enseñar a orar. He aquí porqué los musulmanes hacen, por estas partes, tantos prosélitos: enseñan enseguida y dan forma simple a adorar a Dios».
Nosotros cristianos tenemos una diferente imagen de Dios —un Dios que es amor infinito aún antes que potencia infinita—, pero esto no debe hacernos olvidar el deber primario de la adoración. A la provocación de la mujer samaritana: «Nuestros padres adoraron en este monte; sin embargo, vosotros decís que está en Jerusalén el lugar donde hay que adorar», Jesús responde con palabras que son la carta magna de la adoración cristiana:
«Créeme, mujer: se acerca la hora en que ni en este monte ni en Jerusalén adoraréis al Padre. Vosotros adoráis a uno que no conocéis; nosotros adoramos a uno que conocemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero se acerca la hora, ya está aquí, en que los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y verdad, porque el Padre desea que lo adoren así. Dios es espíritu, y los que lo adoran deben hacerlo en espíritu y verdad»(Jn 4,21-24).
Fue el Nuevo Testamento el que elevó la palabra adoración a esta dignidad que antes no tenía. En el Antiguo Testamento, además de a Dios, la adoración se dirige en algunos casos también a un ángel (cf. Num 22,31) o al rey (1 Sam 24,9); por el contrario, en el Nuevo Testamento cada vez que se intenta adorar a alguien aparte de Dios y de la persona de Cristo, aunque sea incluso un ángel, la reacción inmediata es: «¡No lo hagas! Es a Dios a quien se debe adorar». Como si se corriera, en caso contrario, un peligro mortal. Es lo que Jesús, en el desierto, recuerda terminantemente al tentador que le pide que le adore: «Escrito está: Al Señor tu Dios, adorarás, sólo a él dará culto» (Mt 4,10).
La Iglesia ha recogido esta enseñanza, haciendo de la adoración el acto por excelencia del culto de latría, distinto de llamado de dulía reservado a los santos y del llamado de hiperdulía reservado a la Virgen. La adoración es, pues, el único acto religioso que no se puede ofrecer a ningún otro, dentro del universo, tampoco a la Virgen, sino sólo a Dios. Aquí está su dignidad y fuerza única.
La adoración (proskunesis), al comienzo, indicaba el gesto material de postrarse rostro en tierra delante de alguien, en señal de reverencia y sumisión. En este sentido plástico la palabra es usada todavía en los Evangelios y en el Apocalipsis. En ellos la persona ante la cual uno se prostra, sobre la tierra, es Jesucristo y en la liturgia celestial el Cordero inmolado, o el Todopoderoso. Sólo en el diálogo con la Samaritana y en 1 Corintios 14,25 él aparece suelto de su significado exterior e indica una disposición interior del alma hacia Dios. Esto llegará a ser cada vez más el significado ordinario del término y en este sentido, en el credo, decimos del Espíritu Santo que es «adorado y glorificado» al igual que el Padre y del Hijo.
Para indicar la actitud exterior correspondiente a la adoración, se prefiere el gesto de doblar las rodillas, la genuflexión. También este último gesto está reservado exclusivamente a la divinidad. Podemos estar de rodillas ante la imagen de la Virgen, pero no hacemos la genuflexión ante ella, como la hacemos ante el Santísimo Sacramento, o el Crucificado.
Qué significa adorar
Pero, más que el significado y el desarrollo del término, nos interesa saber en qué consiste y cómo podemos practicar la adoración. La adoración puede ser preparada por larga reflexión, pero termina con una intuición y, como cualquier intuición, no dura mucho. Es como un relámpago de luz en la noche. Pero de una luz especial: no tanto la luz de la verdad, cuanto la luz de la realidad. Es la percepción de la grandeza, majestad, belleza, y conjunto de la bondad de Dios y de su presencia que quita el aliento. Es una especie de naufragio en el océano sin orillas y sin fondo de la majestad de Dios. Adorar, según la expresión de santa Ángela de Foligno recordada otra vez, significa «recogerse en unidad y sumergirse en el abismo infinito de Dios».
Una expresión de adoración, más eficaz que cualquier palabra, es el silencio. Él dice por sí solo que la realidad está demasiado más allá que toda palabra. En la Biblia resuena alta la advertencia: «¡Calla ante él toda la tierra!» (Hab 2,20) y: «¡Silencio en la presencia del Señor Dios!» (Sof 1,7). Cuando «los sentidos son rodeados por un inmenso silencio y con la ayuda del silencio envejecen las memorias», decía un Padre del desierto, entonces no queda más que adorar.
Fue un gesto de adoración el de Job, cuando, encontrándose cara a cara con el Todopoderoso al final de su historia, exclama: «He aquí, son muy mezquino: ¿qué te puedo responder? Me pongo la mano sobre mi boca» (Job 40,4). En este sentido, el versículo de un salmo, retomado luego por la liturgia, en el texto hebreo decía: «Para ti es alabanza el silencio», Tibi silentium laus! (cf. Sal 65,2, texto Masorético). Adorar —según la maravillosa expresión de san Gregorio Nacianceno— significa elevar a Dios un «himno de silencio». Como a medida que se sube una alta montaña el aire se hace más enrarecido, así a medida que uno se aproxima a Dios la palabra debe hacerse más breve, hasta hacerse, al final, totalmente muda y unirse en silencio a aquel que es el inefable.
Si se quiere decir algo para «parar» la mente e impedir que vagabundee en otros objetos, conviene hacerlo con la palabra más breve que exista: Amén, Sí. Adorar, en efecto, es asentir. Es dejar que Dios sea Dios. Es decir sí a Dios como Dios y a sí mismos como criaturas de Dios. En este sentido, Jesús es definido en el Apocalipsis, el Amén, el Sí hecho persona (cf. Ap 3,14). Se puede también repetir incesantemente con los serafines: «Qadosh, qadosh, qadosh: Santo, santo, santo».
La adoración exige, pues, que nos pleguemos y se esté callado. Pero, ¿es un tal acto, digno del hombre? ¿No lo humilla, derogando su dignidad? Más aún, ¿es realmente digno de Dios? ¿Qué Dios es si necesita que sus criaturas se postren por tierra delante de él y callen? ¿Es acaso, Dios, como uno de esos soberanos orientales que inventaron para sí la adoración? Es inútil negarlo, la adoración supone para las criaturas también un aspecto de radical humillación, un hacerse pequeños, un rendirse y someterse. La adoración implica siempre un aspecto de sacrificio, sacrificar algo. Precisamente así atestigua que Dios es Dios y que nada ni nadie tiene derecho a existir ante él, si no en gracia de Él. Con la adoración se inmola y se sacrifica el propio yo, la propia gloria, la propia autosuficiencia. Pero esta es una gloria falsa e inconsistente, y es una liberación para el hombre deshacerse de ella.
Al adorar, se «libera la verdad que estaba prisionera de la injusticia». Se llega a ser «auténticos» en el sentido más profundo de la palabra. En la adoración se anticipa ya el regreso de todas las cosas a Dios. Uno se abandona al sentido y al flujo del ser. Como el agua encuentra su paz en fluir hacia el mar y el pájaro su alegría en seguir el curso del viento, así el adorador en adorar. Adorar a Dios no es tanto un deber, una obligación, cuanto un privilegio, más aún, una necesidad. ¡El hombre necesita algo majestuoso que amar y adorar! Está hecho para esto.
Por tanto, no es Dios quien necesita ser adorado, sino el hombre quien necesita adorar. Un prefacio de la Misa dice: «Tú no necesitas nuestra alabanza, ni nuestras bendiciones te enriquecen, tú inspiras y haces tuya nuestra acción de gracias, para que nos sirva de salvación, por Cristo nuestro Señor».Estaba totalmente desviado F. Nietzsche cuando definía al Dios de la Biblia «ese Oriental ávido de honores en su sede celestial».
Sin embargo, la adoración debe ser libre. Lo que hace la adoración digna de Dios y a la vez digna del hombre es la libertad, entendida ésta, no sólo negativamente como ausencia de coacción, sino también positivamente como impulso gozoso, don espontáneo de la criatura que expresa así su alegría de no ser ella misma Dios, para poder tener un Dios por encima de sí al que adorar, admirar, celebrar.
La adoración eucarística
La Iglesia católica conoce una forma particular de adoración que es la adoración eucarística. Toda gran corriente espiritual, en el seno del cristianismo, ha tenido su particular carisma que constituye su contribución particular a la riqueza de toda la Iglesia. Para los protestantes, este es el culto de la palabra de Dios; para los ortodoxos, el culto de los iconos; para la Iglesia católica, es el culto eucarístico. A través de cada una de estas tres vías, se realiza el mismo objetivo de fondo, que es la contemplación de Cristo y de su misterio.
El culto y la adoración de la Eucaristía fuera de la Misa es un fruto relativamente reciente de la piedad cristiana. Comenzó a desarrollarse en Occidente, a partir del siglo XI, como reacción a la herejía de Berengario de Tours que negaba la presencia «real» y admitía una presencia sólo simbólica de Jesús en la Eucaristía. A partir de esa fecha, sin embargo, no ha habido, se puede decir, un santo, en cuya vida no se note un influjo determinante de la piedad eucarística. Ella ha sido fuente de inmensas energías espirituales, una especie de hogar siempre encendido en medio de la casa de Dios, en el cual se han calentado todos los grandes hijos de la Iglesia. Generaciones y generaciones de fieles católicos han advertido el estremecimiento de la presencia de Dios al cantar el himno Adoro te devote, ante el Santísimo expuesto.
Lo que diré de la adoración y de la contemplación eucarística se aplica casi por completo también a la contemplación del icono de Cristo. La diferencia es que en el primer caso se tiene una presencia real de Cristo, en el segundo una presencia sólo intencional. Ambas se basan en la certeza de que Cristo resucitado está vivo y se hace presente en el sacramento y en la fe.
Estando tranquilos y silenciosos, y posiblemente largo tiempo, ante Jesús sacramentado, o ante un icono suyo, se perciben sus deseos respecto de nosotros, se depositan los propios proyectos para dar cabida a los de Cristo, la luz de Dios penetra, poco a poco, en el corazón y lo sana. Ocurre algo que evoca lo que les pasa a en los árboles en primavera, es decir, el proceso de la fotosíntesis. Brotan de las ramas las hojas verdes; estas absorben de la atmósfera ciertos elementos que, bajo la acción de la luz solar, son «fijados» y transformados en alimento de la planta. Sin tales hojitas verdes, la planta no podría crecer y dar frutos y no contribuiría a regenerar el oxígeno que nosotros mismos respiramos.
¡Nosotros debemos ser como esas hojas verdes! Son un símbolo de las almas eucarísticas y de las almas contemplativas. Al contemplar el «sol de justicia» que es Cristo, «fijan» el alimento que es el Espíritu Santo, en beneficio de todo el gran árbol que es la Iglesia. En otras palabras, es lo que dice también el apóstol Pablo cuando escribe: «Todos nosotros, a rostro descubierto, reflejando como en un espejo la gloria del Señor, somos transformados en esa misma imagen, de gloria en gloria, según la acción del Espíritu del Señor» (2 Cor 3,18).
Nuestro poeta, Giuseppe Ungaretti, al contemplar una mañana en la orilla del mar el surgir del sol, escribió una poesía de solo dos brevísimos versos, tres palabras en total: «Me ilumino de inmensidad ». Son palabras que podrían ser hechas propias por quien está en adoración ante el Santísimo Sacramento. Sólo Dios conoce cuántas gracias ocultas han descendido sobre la Iglesia gracias a estas almas adoradoras.
La adoración eucarística es también una forma de evangelización y entre las más eficaces. Muchas parroquias y comunidades que la han puesto en su horario diario o semanal lo experimentan directamente. La vista de personas que por la tarde o de noche están en adoración silenciosa ante el Santísimo en una iglesia iluminada ha empujado a muchos transeúntes a entrar y, después de haber permanecido un momento, a exclamar: «¡Aquí está Dios!». Precisamente como está escrito que sucedía en las primeras asambleas de los cristianos (cf. 1 Cor 14,25).
La contemplación cristiana nunca es en un sentido único. No consiste en mirarse, como se dice, el ombligo, a la búsqueda del propio yo profundo. Consiste siempre en dos miradas que se cruzan. Hacía, pues, una óptima contemplación eucarística aquel campesino de la parroquia de Ars que pasaba horas y horas inmóvil, en la iglesia, con la mirada dirigida al sagrario y que, interrogado por el Santo Cura qué hacía así todo el tiempo, respondió: «¡Nada, yo le miro y Él me mira!».
Si a veces se abaja y flaquea nuestra mirada, nunca flaquea, sin embargo, la de Dios. La contemplación eucarística se reduce, a veces, simplemente a hacer compañía a Jesús, a estar bajo su mirada, dándole incluso la alegría de contemplarnos, que, en cuanto criaturas sacadas de la nada y pecadoras, sin embargo, somos el fruto de su pasión, aquellos por los que él ha dado la vida. Es un acoger la invitación de Jesús dirigida a los discípulos en Getsemaní: «Permaneced aquí y velad conmigo» (Mt 26,38).
La contemplación eucarística no es impedida, pues, en sí, por la aridez que a veces se puede experimentar, ya sea debida a nuestra disipación, o, en cambio, permitida por Dios para nuestra purificación. Basta darla un sentido, renunciando también a nuestra satisfacción derivada del fervor, para hacerle feliz y decir, como decía Charles de Foucauld: «¡Tu felicidad, Jesús, me basta!»; es decir: me basta con que tú seas feliz. Jesús tiene a disposición la eternidad para hacernos felices; nosotros no tenemos más que este breve espacio de tiempo para hacerle feliz: ¿cómo resignarse a perder esta oportunidad que ya no volverá nunca eternamente?
Al contemplar a Jesús en el Sacramento del altar, nosotros realizamos la profecía hecha en el momento de la muerte de Jesús sobre la cruz: «Mirarán al que traspasaron» (Jn 19,37). Más aún, dicha contemplación es ella misma una profecía, porque anticipa lo que haremos por siempre en la Jerusalén celestial. Es la actividad más escatológica y profética que se pueda realizar en la Iglesia. Al final ya no se inmolará el Cordero, ni se comerán ya sus carnes. Es decir, cesarán la consagración y la comunión; pero no cesará la contemplación del Cordero inmolado por nosotros. Esto es lo que, en efecto, los santos hacen en el cielo (cf. Ap 5,1ss). Cuando estamos ante el sagrario, formamos ya un único coro con la Iglesia de arriba: ellos delante, nosotros, por así decirlo, detrás del altar; ellos en la visión, nosotros en la fe.
En 1967 comenzó la Renovación Carismática Católica que en cincuenta años ha tocado y renovado a millones de creyentes y ha suscitado innumerables realidades nuevas, personales y comunitarias. Nunca se insiste suficientemente en el hecho de que éste no es un “movimiento eclesial”, en el sentido común de este término; es una corriente de gracia destinada a toda la Iglesia, una «inyección de Espíritu Santo» de la que ella tiene necesidad desesperadamente. Es como una sacudida eléctrica destinada a descargarse sobre la masa que es la Iglesia y, una vez que esto ha ocurrido, desaparecer.
Menciono aquí esta realidad porque ella inició precisamente con una extraordinaria experiencia de adoración del Dio vivo que ha sido el tema de esta meditación. El grupo de estudiantes de la Universidad Duquesne de Pittsburgh que participó en el primer retiro, se encontró, una noche, en la capilla ante el Santísimo, cuando, de pronto, sucedió una cosa singular, que una de ellos, más adelante, describió así:
«El temor del Señor comenzó a correr en medio de nosotros; una especie de terror sagrado nos impedía levantar los ojos. Él estaba allí personalmente presente y nosotros teníamos miedo de no resistir a su excesivo amor. Lo adoramos, descubriendo por primera vez lo que significa adorar. Hicimos una experiencia abrasadora de la terrible realidad y presencia del Señor. Desde entonces entendimos con una claridad nueva y directa las imágenes de Dios que, en el monte Sinaí, truena y estalla con el fuego de su mismo ser; hemos entendido la experiencia de Isaías y la afirmación según la cual nuestro Dios es un fuego devorador. Este sagrado temor era, en cierto modo, la misma cosa que el amor, o al menos así lo advertíamos nosotros. Era algo sumamente amable y bello, aunque ninguno de nosotros vio ninguna imagen sensible. Era como si la realidad personal de Dios, espléndida y deslumbrante, hubiera venido a la habitación llenándola a ella y a nosotros a la vez».
Simultánea presencia de majestad y de bondad en Dios, de temor y amor en la criatura; el «misterio tremendo y fascinante», como lo definen los estudiosos de las religiones. La persona que describió en estos términos la experiencia de ese momento no sabía que estaba haciendo una síntesis perfecta de los rasgos que caracterizan el Dios vivo de la Biblia.
Terminamos con un versículo del Salmo 95 con el cual la Liturgia de las Horas nos hace empezar cada nuevo día:
Entrad, adoremos, prosternémonos,
¡de rodillas ante Yahveh que nos ha hecho!
Porque él es nuestro Dios,
y nosotros el pueblo de su pasto,
el rebaño de su mano.