Manuel Casado Velarde
“Buena ocasión nos brinda, en medio del pimpampún de la política, la contemplación de los misterios de la Semana Santa para purificar la visión y rectificar, si fuera preciso, el punto de mira”
“Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece”, afirma un dicho anónimo. Pienso que encierra una gran verdad. Ojalá sepamos descubrirla a diario. No somos realistas cuando ignoramos lo bueno que hay en la vida. Me refiero a lo más inmediato y prosaico: el regalo de las vidas de los otros, el tesoro del tiempo, el milagro de la naturaleza, el encanto de las cosas. Poder celebrar con los ojos el color y las formas. No hacemos justicia a la realidad cuando vamos con prisa y sin resuello, zapeadores ansiosos e impacientes, bulímicos de novedades (Lipovetsky).
Como recordaba hace poco Luis Ventoso, en el mundo de la información reina el dicho de que «las buenas noticias no son noticia», good news, bad news. De ahí que vivamos asediados de malas noticias: de crímenes, de accidentes, de traiciones y rupturas, que pantallas y altavoces las gritan al punto, expropiando nuestra atención y anulando el espacio de calma donde brota el asombro, donde podemos pesar el fuste de las cosas. Pero ¿no podríamos poner algo más de nuestra parte para escapar de la dictadura del palabrerío y del pantalleo, para no vivir como drogadictos de la rabiosa actualidad: de aquello de lo que nadie se acuerda al día siguiente?
Por suerte, está siempre en nuestra mano detener ese círculo vicioso y dar paso a una existencia reposada y armoniosa, más bella y más intensa. Es cuestión de dotarnos de reglas propias y escabullirnos de las que nos imponen las ofertas invasivas del mercado. ¿No podríamos ser más imaginativos y creativos, y menos gregarios, a la hora de programar nuestro ocio?
Soy de la antigua opinión de generar espacios de silencio y lentitud si queremos paladear el sabor del mundo y de la vida, tomándonos tiempo para descubrirlo y hacérselo descubrir a los más jóvenes, desde la niñez. La lectura es uno de esos espacios, pero no el único; el paseo, la contemplación de la naturaleza, el paisaje, los museos, la conversación distendida, los juegos ¿Dicen los expertos −no puedo dar fe de ello que un cierto «aburrimiento» potencia la creatividad. Sí puedo dar fe de que el perpetuo runruneo de la tele y el aturdimiento de las redes sociales desecan las neuronas.
Sin esa actitud de escucha, nos pasa inadvertido lo más noble y real de la vida: los sacrificios diarios de los padres por sus hijos; el cumplimiento puntual de las tareas del oficio para que las cosas funcionen; el esmero con que se atiende en tantos servicios a personas desconocidas; la paciencia con que se hacen tareas que quizá nadie aprecia; y el amplio mundo de las profesiones docentes o humanitarias, carentes de brillo y altavoces.
Vuelvo al principio: «Hace más ruido un árbol que cae que un bosque que crece». Pero para escuchar el rumor del bosque que crece, es decir, lo sano y palpitante de la vida, eso que no cruje ni chirría; para poder oírlo, hace falta, insisto, silencio y sosiego. Mejor lo dice el poeta: «Si alguna vez callásemos / como callan los árboles, las nubes / y las piedras, podrían escucharse / los árboles, las nubes y las piedras. [...] / Basta callar, dejar cantar al mundo / y oír su voz fugaz para entenderlo» (Constantino Molina). Sin embargo, hoy las noticias se escriben sobre sucesos repentinos, no sobre cambios graduales. ¿Tenemos paciencia para la espera?
Con esta actitud de escucha, en apariencia indolente y buenista, acaso nos diéramos cuenta algún día de que hemos aportado más al mundo, que con un activismo ansioso y compulsivo. «No son los verdugos quienes escriben la historia, no es Goebbels ni Molotov, sino la gente honesta; a ella pertenece la última palabra [...] ¡El bien también existe!, no solo el mal y el diablo y la estupidez. El mal es más enérgico, puede actuar como un relámpago, como la Blitzkrieg; al bien, en cambio, le gusta, desconcertantemente extraño, demorarse. [...] Pero el bien regresa, tranquilamente, sin prisa» (Adam Zagajevski).
Con esta íntima convicción, quizá debiéramos paladear esa oración de la misa que dice: «Es justo y necesario, es nuestro deber y salvación, darte gracias siempre y en todo lugar, Señor». Así haríamos más justicia a la realidad. Seríamos más realistas y menos catastrofistas. Buena ocasión nos brinda, en medio del pimpampúnde la política, la contemplación de los misterios de la Semana Santa y de la Pascua para purificar la visión y rectificar, si fuera preciso, el punto de mira.