“¿Dios es”, exclama con júbilo Benedicto XVI; y eso y amarlo lo cambia todo. Luego hay que tratar con muchísima más veneración a la Eucaristía y hay que ser Iglesia, a pesar de que tenga su cizaña y sus peces malos, como ya avisan las parábolas
El Papa emérito ha escrito una carta sobre «La Iglesia y los abusos sexuales». ¡Paren las rotativas!, grito, lanzando por los aires el artículo que ya tenía preparado. No puede haber una noticia más importante: por Benedicto XVI y por el tema.
No se anda por las ramas. Identifica una causa bífida para este gravísimo problema, que en ningún momento excusa o minusvalora. Por fuera, el clima de libertinaje sexual de la Revolución de 1968, que explica sin tapujos y con ejemplos. Por dentro, «el colapso» sufrido tras el Concilio Vaticano II «por la teología moral católica […] que dejó a la Iglesia indefensa ante los cambios en la sociedad».
Benedicto XVI no se limita a pintar (valientemente) un sombrío panorama, sino que ofrece, con más valor aún, tres luces seguras: la ley natural, la encíclica Veritatis Splendor y el Catecismo de la Iglesia Católica. Importan tanto porque constatan que «hay bienes que nunca están sujetos a concesiones» y «un mínimo conjunto de cuestiones morales indisolublemente relacionadas al principio fundacional de la fe». Esas afirmaciones produjeron y producen rechazo entre algunos teólogos y clérigos. Franz Böckle anunció que las rebatiría con todos los recursos a su disposición. Ratzinger comenta (con fe y humor negro) que «fue Dios, el Misericordioso, quien evitó que pusiera en práctica su resolución, ya que Böckle murió el 8 de julio de 1991».
Hacen falta gracia y gravedad para escribir estas cosas, y también la conciencia de que «el martirio es la categoría básica de la existencia cristiana». Ciertos testimonios no se reciben con gran entusiasmo político y mediático. De hecho, afirma que «el hoy de la Iglesia es más que nunca una Iglesia de mártires» y recuerda, me temo que con bastante intención, la historia de Job, el de la santa paciencia. Ojo, que ese «más que nunca» lo escribe alguien que sabe quiénes fueron Nerón e Isabel I.
Para creer en esa moral objetiva −reconoce el Papa emérito− hay que creer que Dios existe. Pero «Dios es», exclama con júbilo de zarza ardiendo; y eso y amarlo lo cambia todo. Luego hay que tratar con muchísima más veneración a la Eucaristía y hay que ser Iglesia, a pesar de que tenga su cizaña y sus peces malos, como ya avisan las parábolas. «Una de las grandes y esenciales tareas», concluye, «es establecer hábitats de fe». Su carta traza con claridad y contundencia los contornos donde tantos queremos habitar.