Salvador Bernal
Las conversaciones entre Roma y Pekín no han hecho más que empezar. El objetivo final no debería ser el restablecimiento de relaciones diplomáticas, sino la vigencia del derecho básico a la libertad religiosa
Durante el reciente viaje del presidente Xi Jinping a Europa, se celebró una insólita minicumbre en el Elíseo, a la que asistieron Emmanuel Macron, la canciller alemana Angela Merkel y el Presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Junker. Pretenden forjar relaciones más “equilibradas” entre China y Europa, mediante un frente común ante las ambiciones económicas expansivas de China: multilateralismo contra lucha en solitario de Donald Trump. De hecho, como señalaba Le Monde el 27 de marzo, los 37 puntos de la declaración conjunta franco-china parece un manifiesto anti-Trump, desde el cambio climático hasta el acuerdo nuclear iraní.
La Unión Europea está amenazada realmente por la política estadounidense −antes y después del manifiesto apoyo de Steve Bannon a los partidos populistas contrarios a Bruselas−, y más aún quizá aún por las inversiones chinas. Se comprende que la Comisión recomiende vivamente a los estados miembros de la UE un plan coherente y unitario ante China.
No parece que Xi Jinping vaya a respetar los deseos de la Unión Europea. Le interesa mucho más fomentar la división, la asimetría en las relaciones internacionales, como muestran sus relaciones especiales con Italia, más favorable en la actual coyuntura política al proyecto chino de “nuevas rutas de la seda”. El presidente pidió en París que se supere la “desconfianza”, pero no ofreció garantías que despejen las “sospechas”, sobre todo, cuatro días después del acuerdo firmado en Roma.
Desde luego, las potencias europeas se mueven por legítimos intereses económicos y comerciales, que ponen entre paréntesis la clásica beligerancia a favor de los derechos humanos. Airbus está por delante de las libertades del pueblo chino, aun comprendiendo la complacencia de los propios ciudadanos del continente amarillo, que anteponen el bienestar a la participación política.
Xi Ping juega a su favor con esos factores, como da la impresión de que está haciendo también en sus relaciones con el Vaticano. No me consta que haya tenido el menor gesto de aproximación durante su estancia en Roma. Tampoco la Santa Sede ha publicado el acuerdo provisional firmado en septiembre con Pekín, lo que hace más difícil valorar el volumen de noticias −a menudo contradictorias− que llegan de la vida cristiana en aquella región.
Pocos días antes de la visita del presidente chino llegaba a las librerías italianas un ensayo sobre la Iglesia en China coordinado por el P. Antonio Spadaro, que recoge diversos artículos aparecidos en los últimos dos años en la revista La Civiltà Cattolica, con un prefacio del Cardenal Pietro Parolin, Secretario de Estado vaticano, publicado también de modo autónomo en algunos diarios del país vecino. El texto puntualiza el estado de las relaciones entre la Santa Sede y Pekín, con consideraciones que intentan clarificar el camino recorrido y las expectativas de futuro, que podrían conducir al restablecimiento de las relaciones diplomáticas; aunque no será fácil superar el escollo planteado por la presencia oficial del Vaticano en Taiwán.
El Cardenal Parolin reconoce que es preciso recorrer el camino de la unidad y plena reconciliación de los católicos en China: incluye una no fácil “purificación de la memoria”, si se tiene en cuenta que no cesan las violencias físicas contra lugares de culto, ni tampoco las detenciones de obispos y laicos. Pero es preciso entender que “el anuncio del Evangelio en China no puede separarse de una actitud de respeto, de estima y de confianza hacia el pueblo chino y sus legítimas autoridades”. En el citado prefacio, se reconoce que “ni siquiera hoy día la Iglesia olvida el sacrificio de muchos de sus hijos en China, pero justamente mirando su ejemplo se interroga sobre los modos más oportunos de llegar a quienes no conocen todavía la Buena Nueva y esperan un testimonio más elevado de los que llevan el nombre cristiano”.
El dilema radica en conciliar la “posibilidad de anunciar con mayor libertad el Evangelio de Cristo y de hacerlo en un marco social, cultural y político de mayor confianza”, con la realidad política de la chinización promovida por Xi Jinping, que incluye la lucha contra las influencias extranjeras que intentarían subvertir el Estado, también a través de la vida cristiana. De ahí que el cardenal Parolin insista en que “la Iglesia Católica en China no es un sujeto 'extranjero', sino parte integrante y activa de la historia china, y puede contribuir −por su parte− a la construcción de una sociedad más armoniosa y respetuosa de todos”.
Las conversaciones entre Roma y Pekín no han hecho más que empezar. El objetivo final no debería ser el restablecimiento de relaciones diplomáticas, sino la vigencia del derecho básico a la libertad religiosa.