Antonio Schlatter Navarro
Son 20 “reflexiones coronarias” que puedan llenar un poquito de sentido este tiempo, y salvarnos del peligroso virus del atolondramiento
Se suele atribuir al filósofo Leonardo Polo una sentencia parecida a esta: “Una cosa es pensar, y otra muy distinta pararse a pensar”. Nuestro ritmo actual de vida nos hace difícil pararnos, aunque sólo sea para pensar. Por eso, aprovechando la oportunidad de pararse que nos da esta prolongación involuntaria de la hibernación, quiero compartir en alto algunos de mis pensamientos de estos días, por si a otros pudieran servir. No son desde luego todos, ni tan siquiera son los más importantes, ni tienen tampoco un orden claro; nada de eso. Son 20 “reflexiones coronarias” que puedan llenar un poquito de sentido este tiempo, y salvarnos del peligroso virus del atolondramiento.
1. Estamos viviendo la cuarentena en paralelo a la Cuaresma. Y nos acaban de comunicar que se extenderá hasta el tiempo de Pascua. Ni buscándolo habríamos conseguido un escenario mejor para comprender el sentido de estos tiempos litúrgicos. Como Cristo se preparó para subir hasta la cima del Calvario hasta volver de nuevo a la vida, nosotros nos acercamos a la cima de la epidemia del contagio con la esperanza cristiana de saber que desde que Cristo resucitó, la Historia −toda Historia− ya es irremediablemente cristiana: termina bien. Eso sí, la vida tras la Semana Santa ya es Pascua. Pascua significa “paso”, recordando la salida de Israel. Nosotros saldremos; pero hemos de hacerlo renovados, con otro modo de pensar. Será así si hemos sabido acompañar a tantos Cristos que durante estos días se acercan a la cima. Vivamos pues este tiempo como una Pasión a cámara lenta.
2. El coronavirus nos está enseñando cómo funciona un virus. Cómo se expande, sin poder verse y sin que uno tenga culpa de ello. Basta convivir con personas contagiadas. Forma parte de lo que es estar en una comunidad cerrada. El pecado original, cuyo desconocimiento provoca tantos errores a la hora de saber cómo vivir o qué decisiones tomar en la vida, ha sido el primer virus de la Historia, y sigue siendo aún hoy el más letal y contagioso. Bill Gates decía que no estábamos preparados para una pandemia así. Mucho antes que él, Pio XII −y con él los papas que le han seguido− ya decían que el peor mal de nuestra sociedad es la desaparición del sentido del pecado. Y no estamos preparados para esa pandemia espiritual. Son tiempos por tanto para recuperar el rostro de los verdaderos enemigos de la Vida, que no se ven pero los llevamos dentro. Comprender y aceptar el peligro del pecado nos llevará a agradecer y acudir a la vacuna de la Misericordia y la gracia.
3. El primer significado de la Cuarentena, según el diccionario, es: Cuaresma. De hecho los primeros aislamientos por enfermedades aparecen en la Biblia. Luego la Iglesia lo que hizo fue aplicarlo al aislamiento para luchar contra ese virus del pecado. Y puso 40 días recordando algunos pasajes de la Sagrada Escritura donde un personaje tuvo que esperar 40 días para poder recibir un don que daba vida: Noé, esperando el fin del diluvio; Elías, huyendo en el desierto para salvar su vida; el pueblo de Israel en su éxodo por el desierto hasta la Tierra Prometida; Jesús en el desierto preparándose para la vida pública; o Jesús resucitado esperando su Ascensión a los Cielos. Vale la pena esperar cuarenta días cuando la Esperanza es grande. Por eso la Cuaresma es tiempo para crecer en Esperanza.
4. A propósito de la esperanza me viene a la mente la frase de Charles Peguy tan atinada y profunda: “el optimismo es la sacarina de la esperanza”. En este tiempo hay mucha gente que habla de optimismo. Está bien; pero es poco. Son tiempos donde lo que se necesita no es tanto optimismo como esperanza. Si no, la cuarentena será un buen tiempo de espera, pero no un tiempo para crecer en esperanza. La expresión “esto pasará” −mantra de nuestros días, y como todo mantra puro placebo− puede ser consoladora, pero no es cristiana. Lo importante no es que las cosas pasen, sino pensar qué hacemos mientras pasan. Dios no puede y quiere estar sólo al final de una época (el famoso valle de lágrimas) sino que también es el camino por el que se transcurre y se llega a ella. ¿Optimismo? Bien, no lo rechacemos. Pero muchas veces el optimismo va más con la forma de ser o plantear la vida, y otras incluso esconde infantilismo o cobardía para enfrentarse con la realidad. Y además, el optimismo no es algo exclusivo del Cristianismo. Lo específico del cristiano es la Gran Esperanza (Benedicto XVI), esto es, llenar de sentido y alegría todas las situaciones, especialmente aquellas que más lo requieren y donde parece que no está. El optimismo es el Ibuprofeno; la esperanza es Paracetamol.
5. Este tiempo de encierro nos puede ayudar mucho a agradecer el sacramento de la Eucaristía y a comprenderlo un poquito más. Jesús, encerrado en esa “cárcel de amor” (san Josemaría), de modo voluntario, por puro Amor a nosotros. Jesús, siempre localizable, siempre en casa. Jesús, Corazón en continuo estado de alarma y abierto a toda posibilidad de contagio por contacto con cualquiera que se le acerque. Jesús, siempre disponible, prorrogando día tras día su confinamiento. Basta con rezar y meditar el impresionante himno Adoro te devote de Santo Tomás de Aquino: “Te adoro con devoción, Dios escondido, oculto verdaderamente… Jesús, a quien ahora veo escondido…”.
6. Entre mis pensamientos frecuentes en estas jornadas me ha venido a la mente de modo recurrente ese precioso texto que aparece en los Cuatro Cuartetos de H.S. Eliot: “la especie humana no soporta demasiada realidad”. Estamos viviendo y escuchando ya unas cifras y noticias de enfermos y muertes que no somos capaces de poder asumir; ni logramos del todo aceptar que esto ocurra entre nosotros, en nuestro país, con nuestros progresos... Pero esa incapacidad de soportar tanta realidad forma parte de las limitaciones del ser humano. Para lo bueno o para lo malo, el umbral que posee una persona para poder situarse ante la realidad es muy limitado. No podemos encontrarnos con Dios tal y como es Dios; necesitamos la presencia real pero escondida de Dios en los sacramentos para poder tratarle sin ser superados debido a nuestra limitada naturaleza. En el caso del dolor, como recuerda la obra de Eliot, también pronto llegamos al umbral de lo soportable. Ante una avalancha de sufrimiento como la que estamos viviendo, necesitamos poder marcar cierta distancia para poder vivir. Son buenos tiempos para pedir a Dios un corazón más grande, más capaz cada día de soportar la realidad. El cristiano es un realista.
7. Estos días muchas personas que tienen costumbre de recibir sacramentalmente al Señor en la Eucaristía no van a poder hacerlo. Es un buen momento para recordar el valor de la comunión espiritual. “La comunión espiritual consiste, en un deseo ardiente de recibir a Nuestro Señor Jesucristo sacramentalmente y en amoroso abrazo, como si se lo hubiera ya recibido.” (Santo Tomás de Aquino). Y no olvidar que “desear es vivir y querer vivir; es sentir la vida y querer deleitarse aún más; es sentir y, dado que el sentir ya es placentero, proyectar su intensificación” (J.M. Esquirol). Desear es un modo muy fuerte de presencia. Esto, aplicado a esa Vida con mayúsculas que es la Comunión, supone la necesidad de crecer en el deseo de Dios. ¡Qué gran momento para acabar con la rutina que tuviéramos a la hora de recibir a Jesús Eucaristía! Como siempre, el que mejor y más sintéticamente lo dice es san Agustín con palabras que, si a algo se pueden aplicar, es a la Eucaristía: “Difiriendo el dártelo, extiende tu deseo, con el deseo extiende tu espíritu y extendiéndolo lo hace más capaz. Deseemos, pues, hermanos, porque seremos llenados”. Crezcamos en el deseo de Dios que ya es un modo de amarle más.
8. También el coronavirus nos recuerda algo que la Eucaristía no deja de mostrarnos constantemente: su presencia pasiva. Nos recuerda −en tiempos de tanto activismo− que la vida interior es más pasiva que activa. Dios hace con su paciencia lo que tantas veces las personas no hacen o destruyen con su impaciencia (Benedicto XVI). Dejar hacer, dejar obrar… eso es lo más propio de Dios. Y así le veremos dentro de pocas jornadas durante la Pasión: se deja hacer, golpear, escupir, enclavar… padecer. También en estos días, es importante poner los medios que estén a nuestro alcance −tener iniciativa, ser creativos, no anquilosarnos…-, y ello aun sabiendo que muchas veces poco podremos hacer debido a la situación. Pero sobre todo podemos imitar mejor que nunca la aparente pasividad de Dios. El movimiento local es el más pobre de todos los movimientos… Dios se mueve por nosotros, Dios actúa siempre, y sólo espera que le dejemos obrar en nuestras vidas. Él es una dinamo infinita que multiplica sin límites hasta el más pequeño de nuestros actos y pensamientos. Santifiquemos la aparente pasividad.
9. Siguiendo con la Eucaristía, sabemos por la Teología que por más pequeña que sea la partícula de la Hostia que recibamos, en ella está Dios. Si está consagrada, ahí está “todo Dios”. Siempre nos ha servido esto para comprender el valor de las cosas pequeñas, que pueden estar llenas de Dios si están llenas de Amor. De modo negativo nos lo enseña un virus, que por muy pequeño que sea, se contagia. Basta una gotícula. Por eso es tan importante lo pequeño, tanto para hacer el bien (el amor está siempre más en los detalles que en las cosas grandes) como para el mal (le necesidad por ejemplo de hacer un buen examen de conciencia que llegue, sin escrúpulos, a ver el pecado más oculto). Cuidemos lo pequeño.
10. Pero no sólo el sacramento de la Eucaristía toma protagonismo especial durante estos días. Tampoco se queda corto el sacramento de la confesión, que muchos quizá no podrán recibir durante esta cuarentena como están acostumbrados y se recomienda (confesión auricular y secreta). De hecho la Penitenciaría Apostólica acaba de conceder el don de indulgencias especiales −parciales o plenarias− a los fieles afectados por la enfermedad del Covid-19, a los trabajadores de la salud, a los familiares y a todos aquellos que, incluso con la oración, cuidan de ellos; y recuerda a los fieles la posibilidad de la absolución colectiva en este momento de emergencia sanitaria. O el propio papa Francisco nos recordaba en una de sus últimas homilías en santa Marta el valor del acto de contrición, rezado con verdadero arrepentimiento, para perdonar los pecados –incluidos los mortales- cuando una situación excepcional no nos permite poder recibir la absolución individual, con el propósito de confesarlos personalmente cuando las circunstancias lo permitan. Aprovechemos esa fuente de gracia, pues ahora más que nunca la necesitamos y la necesitan muchos en la Iglesia. Crezcamos en amor a la confesión y en la necesidad de recibir el perdón de Dios.
11. Leíamos hace poco en el Evangelio de la Misa la parábola del fariseo y el publicano, que suben a rezar al templo. El fariseo lo hace con arrogancia y lleno de soberbia, mientras que el publicano lo hace en silencio y con enorme humildad. La Cuaresma es tiempo para orar. Pero no hemos de hacerlo para que nos vean: “métete en tu cuarto y ora a tu Padre que ve en lo escondido…”, se lee al principio de la Cuaresma, con palabras del Sermón de la Montaña. Y estos días, no cabe otra. Enseñemos a hacer oración en silencio desde nuestro encierro, para adquirir vida interior. Con humildad, como el publicano, y pidiendo por todos, sin pretender ser vistos por nadie salvo por Quien constantemente nos ve en lo escondido. Adquiramos vida interior.
12. Son frecuentes las veces en las que el papa Francisco habla de la necesidad de evangelizar no tanto con actitudes proselitistas invasivas sino por contagio. El proselitismo, bien entendido, es una necesidad del cristiano, pues se trata de hablar de lo que uno lleva en el corazón, cuando lleva a Cristo. Pero bien sabemos que lo que el papa Francisco nos dice es que nuestro modo de hacer ese apostolado y proselitismo debe ser parecido al de los primeros cristianos, que “contagiaban” su fe con su modo de vida y su testimonio constante. ¡Cuánto llamaba la atención que en los casos de epidemias, tan frecuentes en aquellos tiempos, todos los paganos se iban a sus villas de campo huyendo del contagio mientras que los cristianos se quedaban a cuidar de los enfermos! Jesús mismo nos enseñó a tocar la carne del leproso, a abrazar a los enfermos, a vencer el mal contagiando con su modo de vida el bien. El Evangelio nos lleva a acercarnos, mientras que el pecado hay que tenerlo bien lejos (huir es la mejor estrategia frente al pecado: x metros de distancia). Pensemos si nuestra fe contagia el mundo o si se nos había contagiado lo mundano.
13. Acabamos de celebrar en toda la Iglesia el domingo Laetare, que significa ¡Alégrate! En ninguna Cuaresma de las que hemos vivido hasta ahora ha sido tan importante este mensaje de alegría como lo es en este año. Es verdad que siempre por estas fechas la Iglesia nos recuerda que hemos de estar alegres con esa alegría interior y perenne que sólo nos puede quitar el pecado. Pero en una sociedad del bienestar como la nuestra hay muchas alegrías, buenas quizá, pero externas y caducas, que nos pueden distraer y hacernos olvidar lo más esencial. Es “el peligro de las cosas buenas” (S. Canals). Aprovechemos que este año nos han quitado muchas de esas distracciones para hacer ver a tanta gente cuál es la alegría importante, a saber distinguir las perlas reales de la mera bisutería, al mismo tiempo que −como católicos, pues la alegría es un bien cristiano (san Josemaría)− enseñamos a disfrutar de todas las demás alegrías como lo que son: regalos que la vida (Dios) nos da cada día.
14. Y junto a la alegría −muy pegada a ella−, la ternura. Hace falta una revolución de la ternura, dice con frecuencia el papa Francisco. Y de repente llega el coronavirus, que ha provocado, tras el terremoto, un tsunami de ternura. Estamos viendo manifestaciones de misericordia por muchísimas partes. Estamos redescubriendo, en definitiva, el abismo de ternura que alberga el corazón humano. No pongamos límites, porque la ternura es el cimiento de la convivencia, y andábamos muy necesitados de ella en estos tiempos que se nos antojaban tan duros, tan insensibles con los más frágiles. ¡Me han venido tantas veces a la memoria los cuadros de Murillo! Aquellos cuadros llenos de ternura, de niños jugando en la calle, comiendo a dos carrillos, de familias y personas sonrientes… ¿Cómo podría pintar cuadros así quien había perdido seis de sus nueve hijos, en una ciudad como Sevilla en la que la epidemia de peste había matado a la mitad de la población y sembrado de cadáveres y mendicidad sus calles? Murillo era un genio como pintor; pero tenía una sensibilidad enorme y una fe que rezumaba en cada pincelada. Murillo estaba poniendo sus pinceles a las órdenes de la mano diestra de Dios para llenar los corazones de ternura y de esperanza. Es el núcleo de su mensaje: Dios está con nosotros y nos consuela.
15. Alegría, ternura… Mansedumbre. Estamos haciendo todo un master on line de mansedumbre. No de esa mansedumbre ñoña y amorfa que tantas veces se achaca al cristianismo para vilipendiarlo. Me refiero a esa mansedumbre hecha de paciencia y fortaleza, que sabe estar a la altura de cada circunstancia, que le da tanto valor a la verdad como a la caridad, que genera personalidades maduras. De esas que le dan carta de naturaleza a algo que −a falta de guerras− se repetirá dentro de muchos años en España a la próxima generación: “una buena epidemia de coronavirus tenías tú que haber pasado” (así seguro dirán los padres a sus hijos adolescentes). Mansedumbre de Jesús en la Pasión. Con la paradoja de que no se enfada ante los ataques que recibe, y sí que se rebela contra Pedro cuando le anima a no sufrir la pasión: “Apártate de mí, Satanás, que no piensas como Dios sino como los hombres”. Mansedumbre ante los ataques que podamos recibir del virus maligno, y sobre todo ante los ataques que la convivencia diaria podamos recibir por parte de quienes −¡no somos ángeles ni santos!− no saben ya qué postura coger y pierden la compostura con nosotros. Seamos mansos, aunque sea por las bravas.
16. Si la epidemia da para hacer un master en mansedumbre, también da lugar a hacer una auténtica licenciatura en libertad. El tema es enorme, pero seré breve (tal vez algún día habrá doble click). Para la gran mayoría de la gente la libertad consiste en poder hacer cosas; cuantas más cosas pueda hacer, más amplio es el ámbito de mi libertad, concluyen muchos. Pero no es así. La libertad la mide el amor, y puede haber muchísima más libertad en un preso que está en un campo de concentración (¡cuántos ejemplos!) que en una vida aparentemente libre para actuar (¡cuántas servidumbres!). O podemos pensar también en ese elemento esencial de la libertad que es la necesidad de obedecer (tanta libertad hay como capacidad de obedecer: Jesús “obedeció”, así resume el Evangelio cómo fue la vida de Cristo). O pensar en ese otro elemento de la libertad que es la dependencia (la independencia es un defecto; somos seres dependientes. A más dependencias, más libertad −no me refiero a los vicios que esclavizan, me refiero a la dependencia buena de las personas−. O se podría hablar de libertad como la capacidad de vivir sin sentir esclavitudes de nada, desprendidos de tantas cosas que pensábamos necesarias y resulta que no lo son: ¿no es ese el sentido del ayuno, la limosna… de la auténtica ascesis cristiana? Acostumbrarnos a decir que no (san Josemaría) para poder decir que sí a lo que valga la pena. En definitiva, como se ve, podemos hacer nuestra licenciatura en libertad. Nadie nos lo impide. Somos libres de verdad.
17. En estos días hay multitud de virtudes que vamos a poder ejercitar, y mucho. Una es el orden, ateniéndonos a un horario y evitando asilvestrarse (“cuida el orden y el orden cuidará de ti”, decía san Agustín). Si siempre es importante vivir el orden, ahora que tenemos tanto tiempo que gestionar y un espacio que repartir con toda la familia de modo permanente… es toda una necesidad si queremos no sólo sobrevivir, sino vivir. Otra virtud será el servicio, pues se nos ocurrirán muchas posibilidades de servir a los demás, siendo los demás en primer lugar los que están cerca. Pero ahora las redes sociales te acercan a todo el mundo. El servicio ya no posee fronteras. Imaginación al poder; al poder del servicio. Pero, entre todas las virtudes −por centrarme en alguna− me ha venido a la cabeza una que manda en todas ellas: la prudencia. Estamos tan acostumbrados a funcionar por una lógica de derechos y deberes (“tengo derecho a esto” o “tengo el deber de esto otro”) que nos hemos olvidado de pensar y vivir con la lógica del bien (“hago esto porque es mejor que esto otro”), sin pensar si tengo derecho o no, si tengo el deber de hacerlo o no me toca. Vemos estos días cómo la gente se agarra a la letra pequeñísima del decreto para poder hacer algo que sabe no está bien; como vemos sin embargo gente −la mayoría− que está aprendiendo a funcionar con la lógica de lo que está bien aunque estrictamente no les toque. Con frecuencia, incluso, aprendiendo a pensar antes en el bien común que en el bien individual. Algo que habíamos olvidado después de tanto tiempo viviendo con listas de derechos y obligaciones. La lógica del bien es el modo humano, verdaderamente humano, de vivir. Jesús, dando su vida por el bien de todos. Y Él es Dios y nosotros criaturas. Hagamos lo que vemos que está bien, no lo que se pueda o deba hacer. Y si hay dos cosas que están bien, hagamos la mejor.
18. Algunos videos y mensajes de estos días nos recuerdan a los cristianos que, aunque las iglesias estén cerradas, la Iglesia no se cierra, porque la Iglesia está en nuestra familia y en nosotros mismos. La familia es iglesia doméstica y esta sentencia tan certera y profunda, aunque la conocíamos bien, nunca habíamos podido sentirla como en estas jornadas. Igual que en cada uno de nosotros habita la Santísima Trinidad. Todo un descubrimiento. Saber que las puertas del alma son como las puertas del armario de Narnia: tienen más vida dentro que fuera. Un Reino donde habita Dios. Sentir la Iglesia, sentirnos Iglesia. Templos del Espíritu Santo. Invitar a Jesús a que comparta con nosotros el encierro. Como la primera Iglesia que hubo en la Historia del mundo: estaban reunidos María con los apóstoles, encerrados…
19. En el precioso documento que la Conferencia Episcopal nos escribió este pasado diciembre titulado “Sembradores de esperanza”, para recordar el criterio que hemos de tener con el cuidado de las personas más frágiles y ancianos (para fomentar una cultura de la vida y de los cuidados paliativos, que evite la cultura de la muerte y la eutanasia), se repite varias veces que los profesionales de la salud a veces pueden curar, muchas más aliviar y siempre acompañar. Ahora todos somos de alguna manera profesionales de la salud, pues España (y el mundo) se han convertido en un hospital de campaña universal. Algunos pueden curar, muchos podrán aliviar… pero todos al menos podemos acompañar. A esto se le llama, en lenguaje cristiano, el dogma de la Comunión de los santos. Compartir las cosas santas (la oración, los sacramentos, la enfermedad ofrecida…) y con las personas santas (los santos de la puerta de al lado que estos días vamos conociendo sin cesar). Acompañemos. Nadie está jamás solo. Que nadie se sienta así.
20. Y ya que sale la Eutanasia, no me resisto a terminar con un pensamiento que nos ayude a reflexionar ante la inminente jornada por la vida que vamos a vivir de nuevo con motivo de la festividad de la Encarnación del Hijo de Dios, este 25 de marzo. Personalmente, me ha parecido providencial que la pandemia se haya iniciado justo cuando en España se había comenzado a tramitar una ley que pretendía aprobar el derecho de acabar con la vida de los más frágiles, los ancianos sin derecho a mascarilla ni respirador. Y sin embargo, vemos claramente en estos días el deseo que esos mayores tienen de seguir viviendo, como vemos el verdadero deseo del ser humano de poder hacer todos los respiradores y mascarillas que fueran necesarios… ¡qué bueno es el ser humano cuando se comunica con el lenguaje del corazón! Sin duda, el corazón es el órgano que mejor piensa en cada persona. Recibe sangre contaminada y devuelve sangre racional y pura. Al corazón no le engañan los prejuicios que se esgrimen desde los escaños reales y las tribunas virtuales. El corazón llega hasta la carne, riega todas las fibras del ser humano. Sólo el corazón puede recordar (“recordar” significa eso, volver a traer al corazón) que lo propio del ser humano es dar vida, no quitarla. Recemos para que triunfe la cultura de la vida. Acudamos para ello a la intercesión de san Juan Pablo II, en el centenario de su nacimiento, que tanto nos enseñó a defender y amar la vida.
Bueno, pues aquí terminan mis pensamientos. Para ser sinceros, no terminaban aquí, pero ya me parecían muchos… Además, si alguien ya llegado hasta aquí, seguro que podrá ir sacando nuevos pensamientos, pues de eso se trataba. La lista es interminable; ¡Animo! Estos días nos han devuelto a muchos la capacidad, un poco atascada, de hacernos preguntas importantes. Por más que le preguntes a Siri: “Siri, ¿qué sentido tiene el coronavirus que estamos pasando?” Nada te dirá. Y si le preguntas: “Siri, ¿qué puedo aprender durante este encierro?” Lo más que te dirá será la fecha de los sanfermines y, si está acertada, la lista de series que puedes ver por la tele o de los museos virtuales. Aprovechemos el tiempo que se nos ha dado. Por fin tenemos tiempo suficiente no ya para pensar, sino para pararnos a pensar. Es una de las mayores grandezas y privilegios del ser humano.
Antonio Schlatter Navarro