Eduardo Peláez
“Eres más hermosa que el sol: supera a todo el conjunto de las estrellas, y comparada con la luz, conquista el primer lugar” (Libro de la Sabiduría, 7,29)
Nos acercamos al final de la Pascua, en este mes de mayo, mes de María. Y mirando a la Virgen la vemos en el gozo y la gloria de la Resurrección. Las lágrimas que derramó al pie de la Cruz se han transformado en una sonrisa que ya nada podrá extinguir, permaneciendo intacta, sin embargo, su compasión maternal por nosotros. Lo atestigua la intervención benéfica de la Virgen María en el curso de la historia y no cesa de suscitar una inquebrantable confianza en Ella; la oración Acordaos, ¡oh piadosísima Virgen María!, expresa bien este sentimiento. María ama a cada uno de sus hijos, prestando una atención particular a quienes, como su Hijo en la hora de su Pasión, están sumidos en el dolor; los ama sencillamente porque son sus hijos, según la voluntad de Cristo en la Cruz. Consideremos estas palabras del Papa Benedicto para ahondar en los motivos de nuestra confianza en la Virgen y hacer que brille en nosotros con especial fuerza.
Alégrate, llena de gracia
El diálogo más trascendente de la historia tuvo lugar en una periferia del Imperio: Nazaret una pequeña aldea de Galilea. Un enviado del Cielo se dirige a una Virgen llamada María, de la casa de David, desposada con un artesano de nombre José. Según la tradición María estaba recogida en coloquio con Dios, cuando el Ángel la saluda:
−Alégrate, llena de gracia, el Señor es contigo (Lc 1, 28).
María, acogiendo en la anunciación la invitación del ángel a alegrarse (chaire = alégrate: Lc 1, 28), es la primera en participar en la alegría mesiánica, ya anunciada por los profetas para la hija de Sión (cf. Is 12, 6; So 3, 14-15; Za 9, 8), y la transmite a la humanidad de todos los tiempos.
A este anuncio apunta toda la historia de la salvación, es más, en cierto modo, la historia misma del mundo. El acontecimiento de la Encarnación del Hijo de Dios es fuente inagotable de alegría. Desde entonces una sonrisa asoma en el rostro de María al saberse bendecida por Dios. Qué bien lo expresó el poeta toledano al cantar el gozo de Nuestra Señora cuando se supo Madre de Dios:
Igual que la caricia, como el leve
temblor del vientecillo en la enramada,
como el brotar de un agua sosegada
o el fundirse pausado de la nieve,
debió de ser, de tan dulce, tu sonrisa,
oh Virgen Santa, Pura, Inmaculada,
al sentir en tu entraña la llegada
del Niño Dios como una tibia brisa.
temblor del vientecillo en la enramada,
como el brotar de un agua sosegada
o el fundirse pausado de la nieve,
debió de ser, de tan dulce, tu sonrisa,
oh Virgen Santa, Pura, Inmaculada,
al sentir en tu entraña la llegada
del Niño Dios como una tibia brisa.
Debió de ser tu sonrisa tan gozosa,
tan tierna y tan feliz como es el ala
en el aire del alba perezosa,
igual que el río que hacia el mar resbala,
como el breve misterio de la rosa,
que, con su aroma, toda el alma exhala.
tan tierna y tan feliz como es el ala
en el aire del alba perezosa,
igual que el río que hacia el mar resbala,
como el breve misterio de la rosa,
que, con su aroma, toda el alma exhala.
El Magníficat −esa oración encendida al Altísimo− canta al Dios misericordioso y fiel, que cumple su plan de salvación con los más pequeños, con los que tienen fe en Él, con los que confían en su Promesa, como María. Ella expresa su gozo, aunque las circunstancias de su vida van a estar marcadas por numerosos sufrimientos. Detengámonos en la alegría del pesebre, y descubriremos que no depende de las circunstancias externas, ni se pierde por la pobreza, el rechazo o la frialdad. La alegría grande de María se apoya en su confianza en Dios. ¡Con qué sonrisa embelesada miraría al Niño recién nacido!
Desear contemplar la sonrisa de la Virgen −nos dice Benedicto XVI− no es dejarse llevar por una imaginación descontrolada. La Escritura misma nos la desvela en los labios de María cuando entona el Magnificat: Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi Salvador (Lc 1,46-47). Cuando la Virgen María da gracias a Dios nos convierte en testigos. María, anticipadamente, comparte con nosotros, sus futuros hijos, la alegría que vive su corazón, para que se convierta también en la nuestra.
Ponderemos el hecho de que durante su vida terrena no fueron ahorrados a María ni la experiencia del dolor, ni el cansancio del trabajo, ni el claroscuro de la fe y sin embargo era la predilecta de la Trinidad. Ella que fue asociada de un modo particular a la Cruz, lo será también a la Resurrección. Como expresa la liturgia pascual: con esta efusión de gozo pascual, el mundo entero se desborda de alegría. Nadie como la Virgen gozará de esa alegría.
En este tiempo litúrgico los fieles nos dirigimos a la Madre del Señor, invitándola a alegrarse: Regina caeli, laetare. Alleluia. ¡Reina del cielo, alégrate. Aleluya!. Así recordamos el gozo de María por la resurrección de Jesús, prolongando en el tiempo el ¡Alégrate! que le dirigió el ángel en la Anunciación, para que se convirtiera en causa de alegría para la humanidad entera. El pueblo cristiano la invoca de este modo −Causa de nuestra alegría− pues descubre en Ella la capacidad de comunicar la alegría, incluso en medio de las pruebas de la vida y de guiar a quien se encomienda a Ella hacia la alegría que no tendrá fin.
Este sonreír de María es para todos; pero se dirige muy especialmente a quienes sufren, para que encuentren en Ella consuelo y sosiego. Buscar la sonrisa de María no es sentimentalismo devoto o desfasado, sino más bien la expresión justa de la relación viva y profundamente humana que nos une con la que Cristo nos ha dado como Madre.
El testimonio de la iconografía mariana
El pueblo cristiano ha buscado siempre la sonrisa de Nuestra Señora, esa sonrisa que los artistas en la Edad Media han sabido representar y resaltar tan prodigiosamente.
La sonrisa materna de la Virgen −nos enseña san Juan Pablo II− reproducida en tantas imágenes de la iconografía mariana, manifiesta una plenitud de gracia y paz que quiere comunicarse. Esta manifestación de serenidad del espíritu contribuye eficazmente a conferir un rostro alegre a la Iglesia.
Entre tantas imágenes del Medioevo, destaca la de La Virgen Blanca de la Catedral de Toledo. Es una imagen de estilo gótico del siglo XIV, que muestra una tierna y alegre representación de la maternidad. La Virgen sostiene el hijo en su brazo derecho y lo está mirando con una sonrisa. Mientras, el niño acaricia con la mano derecha la barbilla de su madre y con la izquierda sostiene un fruto redondo. Es difícil no sentirse cautivado por esa sonrisa.
Otra imagen representativa de la sonrisa de la Virgen es la talla románica de Nuestra Señora de Torreciudad, Santuario mariano ubicado en el Pirineo aragonés. Un conocido fotógrafo, que investigó acerca de las imágenes y los rostros medievales de la región, afirmó que había intentado descubrir la sonrisa de Nuestra Señora en esas imágenes, y que pensaba que lo había logrado. Desde luego, en el caso de la Virgen de Torreciudad lo consiguió. Pero, desgraciadamente, desde la nave de la iglesia no se aprecia esa sonrisa.
Hace algunos años visitaron el santuario un grupo de alumnas de un colegio de Barcelona. Días después, llamaban los padres de Laia, una chica invidente que no había podido ir con sus compañeras, pero que le habían hablado tanto de lo bonito que era el santuario que quería conocerlo, y preguntaban si su hija podría tocar algunas cosas para verlas con el tacto. La contestación fue afirmativa, y cuando llegó con sus abuelos pudo tocar la maqueta del retablo que hay en la galería de imágenes de la Virgen, identificando, sin ayuda, todas las escenas.
Al final le llevaron ante la imagen de la Virgen Peregrina de Torreciudad, copia exacta del original que está en el camarín del retablo. Laia se puso de puntillas, puso las manos sobre el rostro de la Virgen y con una alegre sorpresa, exclamó: ¡Pero si la Virgen está sonriendo! Fue emocionante comprobar que lo que no apreciaba casi nadie, lo había visto una niña invidente.
Ciertamente, la sonrisa es algo que atrae, que nos acerca a quien sonríe. Se ha dicho que la sonrisa es la distancia más corta entre dos personas. Sonreír es acariciar; acariciar con el corazón, acariciar con el alma. Por eso, en las imágenes de la Virgen esa sonrisa añade un atractivo espiritual, un carácter más maternal a la imagen. La sonrisa es una expresión de amor y afecto, típicamente humana. Un ejemplo es nuestra actitud frente a un bebé al que de inmediato le sonreímos, y cuya sonrisa nos da una enorme emoción, que es signo de sencillez y pureza. Y esto, ocurrió en una manera única entre María y José, y Jesús. La Virgen y su esposo, con su amor, hicieron surgir la sonrisa en los labios de su niño apenas nacido. Y cuando esto ocurrió, sus corazones se llenaron de una nueva alegría, venida del Cielo.
La experiencia de los santos
El 11 de febrero de 1858, Bernardette Soubirous presenció la primera Aparición de la Virgen de Lourdes. Cuenta ella: Vi a una joven. Creyendo engañarme, me restregué los ojos; (…) me sonreía y me hacía señas de que me acercase. La mujer vestía túnica blanca con un velo que le cubría la cabeza y llegaba hasta los pies, sobre cada uno de los cuales tenía una rosa amarilla, del mismo color que las cuentas de su rosario. El ceñidor de la túnica era azul. (...) Tuve miedo. Después vi que la joven seguía sonriendo (…) Mientras yo rezaba, ella iba pasando las cuentas del rosario (...) Terminado el rosario, me sonrió otra vez. (...) Aquella Señora no me habló hasta la tercera vez. Era muy bella añadirá después.
El 3 de marzo de 1858, al preguntarle su nombre, la respuesta es una sonrisa. Bernadette contempla de un modo totalmente particular esa sonrisa de María. Ésa fue la primera respuesta que la Hermosa Señora dio a la joven vidente que quería saber su identidad. Antes de presentarse a ella algunos días más tarde como la Inmaculada Concepción, María le dio a conocer primero su sonrisa, como si fuera la puerta de entrada más adecuada para la revelación de su misterio.
De la Virgen, Bernadette aprendió a convertir su vida en la más bella canción, y no se cansará de ensalzar la belleza y la sonrisa de María. Cuando se quiso realizar una imagen de la Virgen, tal como ella la había visto, replicará: no es así, no es así. Esta imagen es bella, reconoció, pero no se le parece. En la gruta de Massabielle luce ahora una querida imagen para subrayar este mensaje: que por encima de las locuras de los hombres y en medio de las oscuridades de cada época, vence la sonrisa de María, el fruto de la gracia acogida sencilla y libremente por el corazón de aquella jovencita hebrea. En esa sonrisa se resume nuestra dignidad nunca abatida, brilla nuestra esperanza siempre firme, asoma nuestra promesa de felicidad.
Otra santa testigo de la sonrisa de la Virgen es Teresa de Lisieux. Con 10 años enfermó gravemente y ella que era muy alegre se hundió en una gran tristeza. En esa situación, tras unos meses postrada en la cama, se dirigió llena de fe a una imagen que tenía a su lado. Una imagen que había sido de sus padres, hoy santos, y a la que acudió con gran confianza. Era el 13 de mayo de 1883, fiesta de Pentecostés.
De repente −cuenta ella− la Santísima Virgen me pareció bella, tan bella que nunca había visto cosa tan hermosa, su rostro respiraba una bondad y una ternura inefables, pero lo que llegó hasta el fondo de mi alma fue 'la arrebatadora sonrisa de la Santísima Virgen'… En aquel momento todas mis penas se desvanecieron, dos gruesas lágrimas brotaron de mis párpados y corrieron silenciosamente por mis mejillas… Eran lágrimas de una alegría pura...
¡La Santísima Virgen, pensé, me ha sonreído! Teresa está curada. Lo escribirá Santa Teresita en su Historia de un alma unos años antes de morir. A partir de ese día, la imagen que Santa Teresita tenía junto a la cama pasó a ser llamada Nuestra Señora de la Sonrisa. Nunca más se separó de esa imagen, que la acompañó hasta su muerte. Muchos son los fieles que han acudido a ella para obtener de la Virgen el don de la alegría.
En otro contexto tenemos también el testimonio de san Josemaría que nos han transmitido sus biógrafos. Siendo sacerdote joven, anota en sus Apuntes íntimos una gracia recibida del Cielo. El mensaje que trataba de difundir era el de buscar a Dios en la vida ordinaria, sin dejar de agarrarse fuerte a la mano de Santa María. No era dado a basarse en milagrerías para sacar adelante la misión divina que llevaba entre manos, pero en ocasiones Dios no dejaba de otorgarle gracias extraordinarias. Poseía en aquellos primeros años una imagen que llamaba La Virgen de los Besos pues de Ella esperaba, con confianza de niño, la fortaleza que necesitaba en su labor sacerdotal. Escribe:
Octava del patrocinio de San José, 20-IV-32: (...) Ahora quiero anotar algo, que pone ¡una vez más! de manifiesto la bondad de mi Madre Inmaculada y la miseria mía. Anoche, como de costumbre, me humillé, la frente pegada al suelo, antes de acostarme, pidiendo a mi Padre y Señor San José y a las Ánimas del purgatorio que me despertaran a la hora oportuna. (...) Como siempre que lo pido humildemente, sea una u otra la hora de acostarme, desde un sueño profundo, igual que si me llamaran, me desperté segurísimo de que había llegado el momento de levantarme (...).
Me levanté y, lleno de humillación, me postré en tierra (...) y comencé mi meditación. Pues bien: entre seis y media y siete menos cuarto vi, durante bastante tiempo, cómo el rostro de mi Virgen de los Besos se llenaba de alegría, de gozo. Me fijé bien: creí que sonreía, porque me hacía ese efecto, pero no se movían los labios. Muy tranquilo, le he dicho a mi Madre muchos piropos.
Esto, que acabo de contar de intento con tantos y tan nimios detalles, me había sucedido otras veces, no atreviéndome casi a creerlo. Llegué a hacer pruebas, por si era sugestión mía, porque no admito fácilmente cosas extraordinarias. Inútilmente: la cara de mi Virgen de los Besos, cuando yo positivamente, tratando de sugestionarme, quería que sonriera, seguía con la seriedad hierática que tiene la pobre escultura. En fin, que mi Señora Santa María, en la octava de San José, ha hecho un mimo a su niño.
Podemos pensar que, en este trato confiado con María, está el secreto de la sonrisa franca y sincera que san Josemaría mantuvo habitualmente. Los breves mensajes que él repetía eran siempre animosos: vale la pena, ahogar el mal en abundancia de bien, Dios no pierde batallas, Dios perdona siempre, comenzar y recomenzar, podemos; frases que han resonado en muchos corazones de todo el mundo.
En una manifestación tan simple de ternura como la sonrisa, nos damos cuenta de que nuestra única riqueza es el amor que Dios nos regala y que pasa por el corazón de la que ha llegado a ser nuestra Madre. Buscar esa sonrisa es ante todo acoger la gratuidad del amor; es también saber provocar esa sonrisa con nuestros esfuerzos por vivir según la Palabra de su Hijo amado, del mismo modo que un niño trata de hacer brotar la sonrisa de su madre haciendo lo que le gusta. Y sabemos lo que agrada a María por las palabras que dirigió a los sirvientes de Caná: “Haced lo que Él os diga” (Jn 2,5).
Es lógico que, para sentirnos más próximos a Ella, busquemos instintivamente, en nuestra vida ordinaria, esta sonrisa, encontrando, como dijo Benedicto XVI, un reflejo verdadero de la ternura de Dios, y fuente de esperanza inquebrantable.
La sonrisa de María, fuente de agua viva
La sonrisa de María es también fuente de alegría para todos nosotros ante las dificultades de la vida. Esta fuente se halla en lo más hondo, en el corazón mismo, en su interior más profundo. Allí mora Dios, y Dios mismo es la fuente de la verdadera alegría. Un Dios que es Amor del que está llena María.
No nos faltarán los momentos más dolorosos y difíciles. Nadie en la tierra se libra de ellos. En ocasiones podemos encontrar cerrado el horizonte a nuestro alcance. Parece que el mundo se te viene encima. A tu alrededor no se vislumbra una salida. Imposible, esta vez, superar las dificultades. Y sin embargo, en esos momentos de prueba no nos faltará la cercanía de nuestro Padre Dios, su Providencia amorosa. Nos lo hacía considerar el Papa Francisco:
Pensemos en cuántas veces la noche envuelve nuestras vidas. Pues bien, incluso en esos instantes, Dios no nos deja solos, sino que se hace presente para responder a las preguntas decisivas sobre el sentido de nuestra existencia: ¿Quién soy yo? ¿De dónde vengo? ¿Por qué nací en este momento? ¿Por qué amo? ¿Por qué sufro? ¿Por qué moriré? Para responder a estas preguntas, Dios se hizo hombre. Su cercanía trae luz donde hay oscuridad e ilumina a cuantos atraviesan las tinieblas del sufrimiento (cf. Lc 1,79).
La sonrisa de María nos asegura dentro de la oscuridad más profunda un rayo de luz de Cristo resucitado. Nos alcanzará sabernos hijos amados del Padre. De esa cordialidad, de esa confianza, de esa seguridad, nos habla María. Por eso su nombre llega tan derecho al corazón.
Buscar con la mirada los ojos de María cuando atravesemos una prueba nos volverá a contagiar de su alegría. Estamos seguros −le diremos− de que cada uno de nosotros es precioso a tus ojos y que nada de lo que habita en nuestros corazones es ajeno a ti. Nos dejamos alcanzar por tu dulcísima mirada y recibimos la consoladora caricia de tu sonrisa.
Escuchemos de nuevo al Papa Benedicto: Quisiera decir humildemente a los que sufren y a los que luchan, y están tentados de dar la espalda a la vida: ¡Volveos a María! En la sonrisa de la Virgen está misteriosamente escondida la fuerza para continuar la lucha contra la enfermedad y a favor de la vida. También junto a Ella se encuentra la gracia de aceptar sin miedo ni amargura el dejar este mundo, a la hora que Dios quiera.
La Madre de Dios nos sonríe siempre
A las madres de familia solía darles san Josemaría este consejo: si tus hijos se portan mal no dejes de sonreír y cuando pasen unos días, cuando no estés enfadada, diles lo que debes decirles. Y añadía en 1974: la Madre de Dios, como posee todas las perfecciones, nos sonríe siempre.
Estas consideraciones no se quedan en algo sentimental, emotivo, sino que nos cambian, nos hace salir de nosotros mismos y ocuparnos de los demás. Así nos lo enseñaba san Josemaría:
Cuando somos de verdad hijos de María comprendemos esa actitud del Señor-que se anonada para servirnos-, de modo que se agranda nuestro corazón y tenemos entrañas de misericordia. Nos duelen entonces los sufrimientos, las miserias, las equivocaciones, la soledad, la angustia, el dolor de los otros hombres nuestros hermanos. Y sentimos la urgencia de ayudarles en sus necesidades, y de hablarles de Dios para que sepan tratarle como hijos y puedan conocer las delicadezas maternales de María.
Podemos reflejar con nuestro ejemplo el rostro sonriente de Nuestra Madre. También cuando nos pesa el dolor o el cansancio. De Ella recibimos la capacidad de misericordia, de perdonarnos, de comprendernos, de sostenernos unos a otros, de sonreírnos. Todo lo que ahora te preocupa cabe dentro de una sonrisa, esbozada por amor de Dios. Y pediremos un corazón que sea capaz de pasar por alto nuestros sufrimientos y de interesarnos con cariño por las necesidades y preocupaciones de los demás.
Y al desgranar las cuentas de nuestro Rosario encomendaremos a Nuestra Señora a todas las personas que sufren, en el alma o en el cuerpo: a los enfermos, a los que se sienten solos o abandonados, a los que se hallan afectados por la epidemia, han perdido seres queridos, han perdido el trabajo, a los que padecen persecución y violencias de todo tipo... Nadie debe quedar fuera de nuestra oración. Y rezaremos especialmente por la Persona y las intenciones del Papa, como nos pide frecuentemente.
No queremos vivir sin esa sonrisa. Nuestros errores −por grandes que puedan llegar a ser− no son capaces de borrarla. Si nos levantamos de nuevo, podemos buscar con la mirada sus ojos y nos volveremos a contagiar de su alegría. Mirad: para nuestra Madre Santa María jamás dejamos de ser pequeños, porque Ella nos abre el camino hacia el Reino de los Cielos, que será dado a los que se hacen niños [Cfr. Mt XIX, 14.]. De Nuestra Señora no debemos apartarnos nunca. Y Ella siempre permanece cercana para mostrarnos su rostro sonriente.
La invocaremos muchas veces pidiéndole Monstra te esse Matrem. Levantaremos la mirada a esa Estrella que es María para que con su luz nos oriente y nos guíe hasta la orilla firme del alba, hasta la tierra segura de la patria definitiva.
Que nuestra alma sedienta acuda a esta fuente, y que nuestra miseria recurra a este tesoro de compasión. Virgen bendita, que tu bondad haga conocer en adelante al mundo la gracia que tú has hallado junto a Dios: consigue con tus oraciones el perdón de los culpables, la salud de los enfermos, el consuelo de los afligidos, ayuda y libertad para los que están en peligro.
La Virgen María nos trae la gracia que es Jesús. Trayendo a Jesús, la Virgen nos trae también a nosotros una alegría nueva, plena de significado, nos trae una nueva capacidad de atravesar con fe los momentos más dolorosos y difíciles.
La Virgen es nuestra Madre. Una verdad que he tratado de hacer mía −nos confiará san Josemaría−, que he predicado de continuo y que todo católico ha oído y repetido mil veces, hasta colocarla muy en lo íntimo del corazón, y asimilarla de una manera personal y vivida. Cada cristiano puede, echando la vista hacia atrás, reconstruir la historia de sus relaciones con la Madre del Cielo. Una historia en la que hay fechas, personas y lugares concretos, favores que reconocemos como venidos de Nuestra Señora, y encuentros cargados de un especial sabor. Nos damos cuenta de que el amor que Dios nos manifiesta a través de María, tiene toda la hondura de lo divino y, a la vez, la familiaridad y el calor propios de lo humano. Con María, contando con su sonrisa, gozaremos ya ahora del gaudium cum pace, preludio del que poseeremos en el Cielo.