El Papa en el Regina Coeli
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
En el Evangelio de hoy (cf. Jn 14,1-12) escuchamos el comienzo del llamado “Discurso de despedida” de Jesús. Son las palabras que dirigió a los discípulos al final de la última cena, justo antes de enfrentarse a la Pasión. En un momento tan dramático, Jesús comenzó diciendo: “No se turbe vuestro corazón” (v. 1). También nos lo dice a nosotros, en los dramas de la vida. ¿Pero cómo podemos asegurarnos de que nuestros corazones no se preocupen?
El Señor indica dos remedios para el malestar: El primero es: “Crean también en mí” (v. 1). Parecería un consejo un poco teórico y abstracto. En cambio, Jesús quiere decirnos algo preciso. Él sabe… que, en la vida, la peor ansiedad, el malestar, lo que nos turba, viene de la sensación de no poder afrontar los problemas, de sentirnos solos y sin ningún punto de referencia ante lo que está sucediendo. Esta angustia, en la que la dificultad se suma a la dificultad, no puede ser superada solos. Necesitamos de la ayuda de Jesús, por eso Jesús nos pide que tengamos fe en Él, es decir, que no nos apoyemos en nosotros mismos, sino de Él. Porque la liberación de la angustia pasa por la confianza, confiarnos a Jesús y esta es la liberación de lo que nos turbe, y Jesús ha resucitado y está vivo precisamente para estar siempre a nuestro lado. Entonces podremos decirle: “Jesús, creo que has resucitado y estás a mi lado. Creo que me escuchas. Te traigo lo que me molesta lo que me turba, mis aflicciones: tengo fe en ti y me encomiendo a ti”.
Luego hay un segundo remedio para el malestar, que Jesús expresa con estas palabras: “En la casa de mi Padre hay muchas moradas. […] Voy a prepararles un lugar” (v. 2). Esto es lo que hizo Jesús por nosotros: nos reservó un lugar en el Cielo. Tomó sobre sí nuestra humanidad para llevarla más allá…de la muerte, a un nuevo lugar, en el Cielo, para que donde Él esté nosotros también podamos estar allí. Es la certeza que nos consuela: hay un lugar reservado para todos. Hay también un puesto para mí, cada uno tiene su puesto allá. No vivimos sin rumbo ni destino. Se nos espera, somos valiosos. Dios está enamorado de la belleza de sus hijos. Y para nosotros ha preparado el lugar más digno y hermoso: el Paraíso. No lo olvidemos: la morada que nos espera es el Paraíso. Aquí estamos de paso. Estamos hechos para El Cielo, para la vida eterna, para vivir para siempre. Para siempre: es algo que ni siquiera podemos hacer ahora. Pero es aún más hermoso pensar que esto será para siempre todo en la alegría, en plena comunión con Dios y con los demás, sin más lágrimas, sin rencores, sin divisiones y nada que nos turbe.
¿Pero cómo llegar al Paraíso? ¿Cuál es el camino? He aquí la frase decisiva de Jesús hoy: “Yo soy el camino” (v. 6). Para ascender al Cielo el camino es Jesús: es tener una relación viva con Él, imitarlo en el amor, seguir sus pasos. Cada uno de nosotros como cristianos nos podemos preguntar: “¿Qué camino sigo?” Hay caminos que no conducen al Cielo: los caminos del poder, los caminos de la mundanidad, los caminos de la auto-afirmación, del egoísmo. Y está el camino de Jesús, el camino del amor humilde, de la oración, de la mansedumbre, de la confianza, del servicio a los demás. No es el camino de mi protagonismo, es el camino de Jesús el protagonista de mi vida. Es seguir adelante cada día diciendo: “Jesús, ¿qué piensas de mi elección? ¿Qué harías en esta situación, con estas personas?” Nos hará bien preguntarle a Jesús, que es el camino, las indicaciones para el Paraíso. Que Nuestra Señora, Reina del Cielo, nos ayude a seguir a Jesús, que nos abrió el Cielo.