Juan Luis Selma
Queremos un mundo con alma. Y el recuerdo de los que nos han dejado, nos puede ayudar
Ahora estamos más tranquilos: los paseos, el deporte, los números han rebajado la tensión. Por fin intuimos el final de esta desgraciada pandemia. Pero lo hemos pasado mal, muy mal. Aquella visión del Papa caminando cansinamente bajo la lluvia en una plaza de San Pedro vacía; el Cristo de san Marcelo llorando bajo el aguacero… las calles vacías y ¡tantos muertos! Más de veintiséis mil en estos momentos.
Dos gestos de sendas mujeres me han conmovido, ambos relacionados con nuestros difuntos. Decía Margarita Robles en un sentido discurso de clausura de la morgue del Palacio de Hielo: “No les han dejado solos ni un minuto, como nos decían los mandos, son nuestros soldados, nunca les dejamos solos, nunca los vamos a dejar atrás. En todo momento han estado con ellos, acompañándolos, guardando por su dignidad”. Y las lágrimas de Isabel Díaz Ayuso en el funeral por las víctimas en la Almudena. Nunca nuestros finados han estado tan solos, y esto ha causado mucho sufrimiento. Hace falta el duelo. No se rompen los queridos vínculos de muchos años tan fácilmente. ¡Sin ni siquiera un adiós!
Un amigo sacerdote que perdió a su madre por la pandemia, me decía que estaba tranquilo y consolado pues habían tenido la suerte de que falleciera en casa y de poder celebrar un funeral íntimo. Pero no ha sido lo más frecuente, muchos no han tenido funeral. Estamos obligados a rezar por los fallecidos. Deben tener las exequias que se merecen.
En el evangelio de hoy escuchamos estas consoladoras palabras: “No se turbe vuestro corazón, creed en Dios y creed también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; si no, os lo habría dicho, porque me voy a prepararos un lugar. Cuando vaya y os prepare un lugar, volveré y os llevaré conmigo, para que donde estoy yo estéis también vosotros”. El buen Dios, la Virgen María y sus ángeles les ha asistido. Nuestra oración y cariño les ha fortalecido.
Muchos se hacen preguntas. En estos momentos de fragilidad y de incertidumbre vuelven los interrogantes clásicos de la humanidad. ¿Qué sentido tiene la vida? ¿Acaba todo aquí? ¿Hay justicia? ¿Mis anhelos de eternidad, de vivir para siempre, se cumplirán? ¿Volveré a ver a mis seres queridos? No solemos tener presente la muerte. Somos como avestruces que en los momentos cruciales escondemos la cabeza. No aceptamos la debilidad, un cuerpo poco sexi, ni lo espiritual. Solo vivir, gozar, consumir, gritar, correr. Parece que una vida loca de aturdidos adolescentes es la ideal.
Ahora tenemos la ocasión de dar sentido a nuestras vidas. Queremos un mundo con alma. Y el recuerdo de los que nos han dejado, nos puede ayudar. Nos hacen un último servicio, nos elevan la mirada, y nos piden que nos acordemos de ellos en el altar.
Momentos antes de fallecer Mónica, la madre de Agustín, al ver a sus hijos preocupados por no poder llevar sus restos hasta su ciudad natal, les pedía: “Que me recordéis en el altar del Señor allá donde fuerais”. El mejor homenaje, el mejor gesto de agradecimiento que podemos rendir a nuestros difuntos es ofrecer sufragios por su eterno descanso: encargar misas, rezar el rosario.
A mí me gustaría enfrentarme a la muerte bien preparado, poder recibir el consuelo de los últimos sacramentos. Ser consciente de que mi Padre Dios me espera. Poder decir como san Juan Pablo II: “dejadme ir a la casa del Padre”. Estar acompañado por los míos. La cultura secularizada se conforma con atenuar el dolor de los moribundos. Pero junto a los remedios paliativos los cristianos se merecen el aliento espiritual. Facilitarles la asistencia del sacerdote. En una ocasión estaba acompañando a una señora en sus últimos momentos, la tenía cogida de la mano, y ante su desasosiego comentó uno de los presentes: “no ves que Dios te tiene de la mano”. Esto la llenó de paz.
Ocultar la muerte, hacer como que no existe o que a mí no me atañe, es un gesto de inmadurez. Tenerla presente no es cuestión de “religión”, o de mal gusto, sino de sentido común. Llegará y será el momento más decisivo de la vida, para el que es mejor estar preparado. Nos ayuda a aprovechar el tiempo, a ser humildes, a relativizar muchas cosas, nos estimula a querer mejor, a sembrar el mundo de amor, porque “al atardecer de la vida te juzgaran del amor”.
Anota san Josemaría: “Si alguna vez te intranquiliza el pensamiento de nuestra hermana la muerte, porque ¡te ves tan poca cosa!, anímate y considera: ¿qué será ese Cielo que nos espera, cuando toda la hermosura y la grandeza, toda la felicidad y el Amor infinitos de Dios se viertan en el pobre vaso de barro que es la criatura humana, y la sacien eternamente, siempre con la novedad de una dicha nueva?”. Queremos que los nuestros estén en el cielo. No les olvidamos en nuestras oraciones.
Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es.