Charles J. Chaput
La jueza Amy Coney Barrett, candidata al Tribunal Supremo de Estados Unidos, es cuestionada por adecuar su vida a la fe católica que profesa, algo que parece desconcertante para determinados políticos del Partido Demócrata
Cuando la senadora Dianne Feinstein interrogó a la candidata al circuito judicial federal −y ahora al Tribunal Supremo− Amy Coney Barrett hace tres años, se mostró inquieta porque «el dogma vive con fuerza dentro de ti. Y esto es preocupante».
Dados los obvios prejuicios de la senadora, es lógico que estuviera preocupada. La historia de la vida de la Sra. Barrett sugiere que realmente cree y busca vivir lo que su fe católica enseña. Peor aún, posee una mente espléndida, un profundo conocimiento de la ley y un excelente historial como jurista. En otras palabras, es una pesadilla para cierto tipo de tribu política.
Dejemos de lado por un momento la vulgaridad al estilo de los know-nothing de la senadora Feinstein. Después de todo, no es la única en mostrar esta intolerancia. El desdén por cualquier convicción religiosa vigorosa, especialmente si es católica, es un virus que anda suelto. Parece que ha infectado a varios senadores demócratas, incluyendo a la senadora Kamala Harris, colega de Feinstein en California y nominada a la vicepresidencia, que ya percibió un inminente peligro en esa peligrosa conspiración nacional conocida como los Caballeros de Colón.
Las palabras de la senadora Feinstein nos ayudan a ver claramente cómo algunos miembros de nuestra clase política perciben a aquellos católicos cuya fe es más que meramente «nominal». Es verdad que cualquiera que haya sido bautizado como católico es, de hecho, católico. A los ojos del Partido Demócrata, esto no es ningún problema. Si te fotografían piadosamente rezando con las cuentas del rosario, incluso mejor. La lealtad cultural de muchos votantes católicos a un partido que una vez fue de la clase trabajadora e intensamente católico se resiste a desaparecer del todo, a pesar de la enorme diferencia que existe con aquel partido en la actualidad. Incluso, siendo un cargo electo, es probable que te concedan algún premio de una institución católica importante. Pero si eres el tipo de católico que busca configurar tu vida en base a las creencias católicas sobre el matrimonio y la familia, la libertad religiosa, el sexo y el aborto, bueno, entonces estamos ante un asunto diferente, como descubrió el congresista demócrata Dan Lipinski cuando su propio partido lo abandonó en las primarias de principios de este año. En las inmortales palabras de Bill Maher, una mujer como Amy Coney Barrett, independientemente de sus credenciales profesionales, es solo «una chalada».
En una época de cordura, este tipo de ataques, más propios de las paredes de un cuarto de baño público que de un discurso en una nación regida por las leyes, serían vistos como repugnantes. Pero no vivimos en un momento de cordura, como la senadora Feinstein, Kamala Harris y el Sr. Maher nos han aclarado oportunamente.
Realizar un examen sobre las creencias de un candidato
constituye un ataque a la libertad religiosa
Los católicos en este país pasaron más de un siglo luchando por abrirse camino en la cultura dominante de los Estados Unidos. El coste ha sido alto. Hasta llegar a que los autodenominados líderes políticos católicos son indistinguibles en sus puntos de vista y acciones de sus colegas sin fe; el costo ha sido decididamente demasiado alto. Millones de católicos han servido y muerto defendiendo esta nación, sus libertades y sus instituciones. En el siglo pasado, todos los capellanes militares condecorados con la Medalla de Honor fueron sacerdotes católicos. Una política de pluralismo democrático requiere que las diferencias en la fe sean respetadas. Los católicos no pueden esperar, y no lo hacen, que aquellos con convicciones diferentes estén de acuerdo con sus creencias religiosas. Pero los católicos sí que piden, con toda la razón, civilidad y respeto hacia las enseñanzas de su Iglesia, especialmente por parte de un Senado que supuestamente encarna un espíritu de servicio a toda la nación.
La hostilidad actual hacia aquellos que apoyan las enseñanzas católicas debería preocupar a todos los católicos practicantes y a cualquiera que valore la Primera Enmienda. Si hoy en día los ataques a las creencias son un criterio aceptable para cuestionar las nominaciones judiciales, entonces el día de mañana serán usados contra todos aquellos de nosotros que sostenemos las enseñanzas de nuestra fe. Lo que está en juego en las sesiones de confirmación en el Senado y en los debates públicos sobre las nominaciones para puestos judiciales es un indicador de los futuros ataques contra la propia Iglesia y contra cualquier católico que sostenga con ella su imperecedero testimonio moral. Durante la última década, hemos visto ya a la Iglesia católica, y a muchos de sus ministros e instituciones, siendo el blanco en cuestiones de fe.
Aquellos que valoran nuestro derecho a la libertad religiosa protegido por la Primera Enmienda deben darse cuenta de que realizar un examen sobre las creencias de un candidato constituye un ataque a la libertad religiosa. Y presentar a los católicos disidentes como «norteamericanos comunes» y a los católicos creyentes como «extremistas» −una técnica muy extendida hoy en día de guerra cultural totalmente deshonesta− es un ataque al libre ejercicio de la religión que pone en riesgo los derechos de muchos más estadounidenses de los que nunca serán nominados para un tribunal.
Fuente: eldebatedehoy.es