Rafael María de Balbín
¿Quién no desea ser feliz? La felicidad es un deseo natural, que está presente en toda persona humana y responde a sus anhelos más profundos
Nos quedaríamos, sin embargo, a un nivel superficial si confundiéramos la felicidad con el placer, que agrada a los sentidos y que la sociedad de consumo nos brinda a granel. Ya Aristóteles escribió: “El vulgo escoge el placer, que toma por un bien; y huye del dolor, que toma por un mal” (Etica a Nicómaco III, 5).
El Evangelio nos habla de las bienaventuranzas, es decir de aquellas disposiciones humanas que nos hacen bienaventurados o felices. Aunque, a primera vista, su enunciado nos sugiere más bien la tristeza o la infelicidad. Así las enumera el Evangelio de San Mateo (5, 3-12):
“Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que buscan la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos porque vuestra recompensa será grande en los cielos”.
“Las bienaventuranzas están en el centro de la predicación de Jesús. Con ellas Jesús recoge las promesas hechas al pueblo elegido desde Abraham; pero las perfecciona ordenándolas no sólo a la posesión de una tierra, sino al Reino de los cielos” (Catecismo de la Iglesia Católica, n.1716). Corresponden al llamado Sermón de la montaña, en que Jesús plantea los horizontes de la Nueva Alianza, los cuales exceden al simple cumplimiento de una Ley, para apuntar hacia una perfección que siempre puede ir en aumento.
El nivel de las bienaventuranzas no es un nivel de mínimos: más bien impulsan hacia el heroísmo y la confianza filial en Dios. “Las bienaventuranzas dibujan el rostro de Jesucristo y describen su caridad; expresan la vocación de los fieles asociados a la gloria de su Pasión y de su Resurrección; iluminan las acciones y las actitudes características de la vida cristiana; son promesas paradójicas que sostienen la esperanza en las tribulaciones; anuncian a los discípulos las bendiciones y las recompensas ya incoadas; quedan inauguradas en la vida de la Virgen María y de todos los santos” (Catecismo…, n. 1717).
Las bienaventuranzas suponen el deseo humano de felicidad que Dios mismo ha puesto en el corazón de todos. Ese deseo nos impulsa hacia Él, bien infinito, el único que puede hacernos verdaderamente felices. El ser humano no se contenta con un bien cualquiera sino que aspira al bien máximo y pleno, sin defecto y sin límite. “¿Cómo es, Señor, que yo te busco? Porque al buscarte, Dios mío, busco la vida feliz, haz que te busque para que viva mi alma, porque mi cuerpo vive de mi alma y mi alma vive de ti” (San Agustín. Confesiones 10, 20.29).
Dios nos llama a una felicidad superior a las fuerzas y posibilidades meramente humanas, ya que nos invita a compartir su propia felicidad infinita. En el Nuevo Testamento se utilizan diversas expresiones para designar esta bienaventuranza: llegada del Reino de Dios, visión de Dios, entrada en el gozo del Señor, entrada en el Descanso de Dios (cf. Catecismo…, n. 1720).
Esto nos plantea cual sea la finalidad última de nuestra vida en la tierra. Dios nos ha dado la vida terrena para que en ella podamos conocerle, amarle y servirle y así ganar la eterna felicidad junto a Él. Alcanzar esta meta es un regalo, un don sobrenatural. Al estar por encima de nuestras fuerzas naturales lo llamamos sobrenatural, como también sobrenatural es la gracia, comienzo ya en la tierra de la futura felicidad eterna.
Ante la felicidad nadie puede permanecer indiferente. “La bienaventuranza prometida nos coloca ante opciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus malvados instintos y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino sólo en Dios, fuente de todo bien y de todo amor” (Catecismo…, n. 1723).
Los mandamientos de la ley de Dios, las bienaventuranzas, la enseñanza de los Apóstoles recogida en el Nuevo Testamento y en la Tradición, las indicaciones del Magisterio de la Iglesia nos van señalando el camino que conduce hacia la meta, nos enseñan qué debemos hacer para ser felices.