En febrero, el Congreso empezó a tramitar una proposición de ley que convierte la eutanasia en un derecho. Tras los duros meses iniciales de la pandemia y el paréntesis veraniego, ahora aparecen voces reclamando el debate sosegado que merecería un cambio tan profundo en nuestra sociedad. Por desgracia, al estar tramitándose como proposición y no como anteproyecto de ley, no habrá audiencia pública ni serán preceptivos los informes de diversos consejos y comités.

Parece que hay prisa y poco ánimo de escuchar a la sociedad civil. No niego la legitimidad del proceso, pero sí me permito dudar de la calidad democrática que demuestran nuestras instituciones. Al compararnos con procesos similares en Francia, Italia, Portugal o Inglaterra –que han tenido resultados variados–, se comprueba que aquí las cosas se hacen de otra manera. No diría que mejor.

Los debates éticos en sociedades democráticas son de tipo ideológico, pues en ellos se contraponen distintas formas de ver la vida. No hay que tenerles miedo, pues nuestras democracias nos permiten vivir con quienes piensan distinto. Pero la democracia no se conforma con que toleremos al diferente, sino que requiere la convicción de que podemos aprender de los demás. Y, sobre todo, exige que intentemos colaborar con todos para la consecución del bien común. Si algo positivo nos deja la actual pandemia es, precisamente, la conciencia de lo mucho que nos necesitamos unos a otros.

Con la nueva ley, la dignidad pasa de ser una condición objetiva (el valor intrínseco) a una percepción subjetiva

Más allá de cuestiones decisivas como el escaso acceso a los cuidados paliativos o el peligro real de entrar en una “pendiente resbaladiza”, lo que hay en el fondo de este debate son dos maneras de entender la dignidad humana. Esta es la cuestión ideológica sobre la que más hay que hablar, pues la dignidad constituye la base de nuestros ordenamientos jurídicos, al menos desde la Declaración Universal de Derechos Humanos. Lo que ahora se decide es si la dignidad consiste únicamente en la autonomía, es decir, la autodeterminación del individuo; o si, en cambio, se trata del valor intrínseco que posee cada persona, con independencia de sus capacidades, circunstancias e, incluso, percepciones.

La nueva ley se propone “respetar la autonomía” de quien se encuentre en “condiciones que considere incompatibles con su dignidad personal”. De este modo, la dignidad pasa de ser una condición objetiva (el valor intrínseco) a una percepción subjetiva. Habrá condiciones de enfermedad grave o terminal que hagan la vida indigna. La única dignidad que queda entonces es la autonomía para decidir si vale la pena vivir, de modo que sería una obligación respetar esa autodeterminación.

En el reciente informe del Comité de Bioética de España (dependiente del Ministerio de Sanidad) se explica la contradicción que encierra este planteamiento. Si la dignidad consiste en respetar la autonomía, ¿por qué solo se permite la eutanasia a los enfermos graves o terminales? Lo lógico sería otorgar el derecho a cualquier persona, sana o enferma. Esto es, precisamente, lo que hace unos meses sentenció el Tribunal Constitucional de Alemania al reconocer el derecho al suicidio asistido para todos los ciudadanos.

Considero que esta deriva daña a la sociedad, porque conduce a admitir que hay vidas dignas e indignas. Por ejemplo, así lo afirma sin tapujos Peter Singer, el más conocido utilitarista. Conviene recuperar el otro sentido de dignidad, que hasta ahora ha servido para proteger a todos, especialmente a los más vulnerables. Sabernos poseedores de un valor intrínseco permite pasar de una concepción de la persona como sujeto autónomo aislado, que solo pide independencia, a la de un ser relacional, dependiente de otros y seguro de que cuenta con su apoyo incondicional.

El Derecho debe tener en cuenta el bien de la sociedad y preguntarse por lo más justo para todos

La sociedad no es un mero conjunto de átomos, sino un tapiz donde cada hilo es necesario. Seamos una sociedad donde nadie tenga que hacerse la pregunta de si no sería más razonable quitarse de en medio, porque resulta una carga. Convirtámonos en una sociedad orgullosa de cuidar de los suyos, especialmente de los mayores, que tan generosamente nos atendieron durante la infancia.

Es cierto que hay quienes no quieren esos cuidados. Sin esta ley, algunas personas –parece que muy pocas– no podrán cumplir su deseo de morir. Las conocemos por las noticias y tienen historias que nos conmueven profundamente. Sin embargo, el derecho a la eutanasia no solo les afectará a ellas, sino a cualquier ciudadano. Se modificará el sentido de la dignidad humana y, sobre todo, cambiará el modo en que las personas enfermas, mayores y dependientes –es decir, todos nosotros, antes o después– se enfrentan a su situación.

El Derecho debe tener en cuenta el bien de la sociedad y preguntarse por lo más justo para todos. Además, parece que actualmente ya hay margen jurídico para tratar los casos límite, sin necesidad de crear un nuevo derecho. Demos voz a la sociedad civil y busquemos soluciones para el conjunto de la ciudadanía. Saldremos ganando.

*** José María Torralba es profesor titular de Filosofía Moral y Política en la Universidad de Navarra.