El Papa antes del Ángelus
Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Con el relato de la parábola del banquete nupcial qué es la página de evangélica (cfr Mt 22,1-14) de hoy, Jesús perfila el proyecto que Dios ha pensado para la humanidad. Es la historia del Rey que “celebró el banquete de bodas de su hijo” (v.2) qué es imagen del Padre, que ha preparado para toda la familia humana una maravillosa fiesta de amor y comunión en torno a su hijo unigénito. Hasta dos veces el rey envía a sus siervos a llamar a los invitados, pero estos rechazan, no quieren ir a la fiesta porque tienen otras cosas en qué pensar, no les interesa la fiesta y piensan: en el campo o los negocios, muchas veces nosotros anteponemos nuestros intereses en las cosas materiales al Señor que nos llama, y nos llama a la fiesta. Pero el rey de la parábola no quiere que la sala esté vacía, porque desea regalar los tesoros de su reino. dice a los siervos: “vayan a los cruces de los caminos y a cuantos encuentren invítenlos” (v. 9). Así se comporta Dios: cuando es rechazado, en lugar de rendirse, relanza y envía a llamar a todos los que se encuentran en los cruces de los caminos, sin excluir a nadie. Nadie está excluido en la casa de Dios.
El término original utilizado por el evangelista Mateo se refiere a los límites de los caminos, es decir, a los puntos donde terminan las calles de la ciudad y comienzan los caminos que conducen a la zona rural, fuera de la ciudad, donde la vida es precaria. Es a esta encrucijada de la humanidad a la que el rey de la parábola envía a sus sirvientes, con la certeza de encontrar gente dispuesta a sentarse a la mesa. Así el salón de banquetes se llena de “excluidos”, de los que están “fuera”, de los que nunca habían parecido dignos de asistir”a una fiesta, a un banquete de boda. Al contrario: el amo, el rey, dice a los sirvientes: “Llamad a todos, buenos y malos. ¡Todos!” Dios llama a los malos también. “No, soy malo, he hecho tantos…”. Te llama: “¡Ven, ven, ven!”. Y Jesús fue a almorzar con los publicanos, que eran los pecadores públicos, ellos eran los malos. Dios no teme a nuestras almas heridas por tanto mal, porque nos ama, nos invita. Y la Iglesia está llamada a llegar a las encrucijadas de hoy, es decir, a las periferias geográficas y existenciales de la humanidad, a esos lugares en los márgenes, a esas situaciones en las que la gente se encuentra acampada y vive fragmentos de humanidad sin esperanza. Se trata de no apoltronarnos en las formas cómodas y habituales de evangelización y de testimonio de la caridad, sino de abrir las puertas de nuestros corazones y de nuestras comunidades a todos, porque el Evangelio no está reservado a unos pocos elegidos. Incluso los marginados, incluso los rechazados y despreciados por la sociedad, son considerados por Dios dignos de su amor. Prepara su banquete para todos: justos y pecadores, buenos y malos, inteligentes y no cultivados. Anoche logré llamar por teléfono a un anciano sacerdote italiano, un misionero desde su juventud en Brasil, pero siempre trabajando con los excluidos, con los pobres. Y vive esa vejez en paz: quemó su vida con los pobres. Esta es nuestra Madre Iglesia, este es el mensajero de Dios que va a las encrucijadas del camino.
Sin embargo, el Señor pone una condición: llevar el vestido de boda. Y volvemos a la parábola. Cuando el salón está lleno, el rey llega y saluda a los invitados de la última hora, pero ve a uno de ellos sin el vestido de boda, esa clase de capa que cada invitado recibió como regalo en la entrada. La gente iba como estaba vestida, como se podía vestir, no con vestidos de gala. Pero en la entrada se les dio una especie de capa, un regalo, un don gratuito. Ese hombre, habiendo rechazado el regalo, se negó a sí mismo: así que el rey no pudo hacer nada más que echarlo, porque rechazó el don. Este hombre aceptó la invitación, pero luego decidió que no significaba nada para él: era una persona autosuficiente, no tenía ningún deseo de cambiar o dejar que el Señor lo cambiara. El vestido de boda – esta capa – simboliza la misericordia que Dios nos da gratuitamente, es decir, la gracia. Sin la gracia no se puede dar un paso adelante en la vida cristiana. Todo es gracia. No basta con aceptar la invitación a seguir al Señor, hay que abrirse a un camino de conversión que cambie el corazón. El hábito de la misericordia, que Dios nos ofrece incesantemente, es un don gratuito de su amor, es precisamente la gracia. Y requiere ser recibido con asombro y alegría: “Gracias, Señor, por darme este regalo”.
Que María Santísima nos ayude a imitar a los siervos de la parábola evangélica saliendo de nuestros esquemas y miras estrechas, anunciando a todos que el Señor nos invita a su banquete, a ofrecernos la gracia que salva, a darnos el don.