10/19/20

Un corazón abierto: La invitación central de ‘Fratelli Tutti’

 Mª Elizabeth de los Ríos Uriarte


La tentación de cerrar las puertas a lo desconocido y a lo diferente parece ser propia de esta época de incertidumbre y miedo, sin embargo, existen voces que, contrario a lo que por sentido común hacemos, nos invitan a abrir los ojos y el corazón a un mundo que clama por nuevas y mejores formas de relaciones y de cuidado mutuo.

Así es como surge la voz del Papa Francisco que, en su tercera encíclica Fratelli Tutti, convoca a retomar el sentido de hermandad que nos une a todos los seres humanos en cualquier latitud geográfica.

La llamada es un muy clara: transitar de la solidaridad como idea a la fraternidad como vivencia. Solidaridad y fraternidad si bien apuntan al mismo deseo común de encuentro y compromiso mutuo, tienen matices diferentes que es preciso señalar antes de continuar: mientras que la solidaridad se erige como un imperativo ético frente al necesitado en virtud de la corresponsabilidad que tenemos unos con otros, la fraternidad extiende su alcance a la concepción mistagógica de sabernos, todos, hermanos por ser hijos e hijas del mismo Padre/Madre.

La fraternidad, pues, incluye el entendimiento de un común origen que, sin importar el nombre que cada uno decida ponerle e independientemente de los distintos cultos y manifestaciones religiosas que se profesen, nos une en tanto creaturas y nos hermana en la finalidad con la que nos crea que es únicamente el amor.

Esta idea y convocatoria a vivir en la fraternidad resulta imprescindible para fundamentar otras dos: la justicia y la libertad. Sólo cuando la justicia trasciende las fronteras de la mismidad y la libertad se expande en el horizonte del servicio, ambas pueden significar plenamente.

Desde los rincones de la propia vida cotidiana, hasta las luchas que se fraguan en las fronteras de los países, pasando por el dolor del otro y sus heridas, la fraternidad nos lanza a la búsqueda de estructuras políticas iluminadas por la caridad y no solamente por la eficacia; de tal manera que, al dejar la puerta abierta a ésta, la primera, la política, deviene amistad social más que lucha hegemónica.

El Papa Francisco nos coloca delante el gran reto de transformar el corazón en un albergue para el mundo que acoja en sí, las miserias y las fragilidades humanas, propias y ajenas porque, en la lógica de la fraternidad, no existe fragmento de lo humano que nos pueda ser indiferente. Tener y desarrollar un corazón abierto que trascienda los límites de lo esperado y traiga novedad, que abra la posibilidad de una esperanza compartida por sabernos parte de una única y misma comunidad. En resumen, la llamada a pedir la gracia de tener un corazón de carne y no de piedra.

Importante es advertir que, lejos de quedarse en fantasías y utopías, el proyecto de fraternidad universal al que nos invita la nueva encíclica nos pide, además de la disposición para dejarse tocar por el amor del Padre, la constante voluntad de crear estructuras humanas abiertas también, de generar espacios de acogida y de crecimiento mutuo, de superar las diferencias ideológicas y los proyectos políticos simplistas y reduccionistas, de integrar lo humano en su diversidad y riqueza, de transformar el egoísmo en caridad y de caminar a lado del caído y hombro con hombro de quienes comparten el mismo sueño pero también, y sobre todo, de quienes no lo comparten con amabilidad y realismo dialogante.

La llamada a la fraternidad desacomoda, desinstala e inquieta, por ello corre el riesgo de no ser escuchada ni acogida, sin embargo, ante el diagnóstico de un mundo cerrado y en las tinieblas de los corazones mezquinos, sólo existe la certeza de que nadie se salva solo, por ende, hermanar nuestro sufrimiento y nuestra soledad abriendo el corazón, es el único camino posible para reconstruir y reconstruirnos.