Juan Luis Selma
Los malos modales: gritos, gestos, impaciencias o indiferencias dejan heridas que se enconan
El mundo necesita amabilidad: siendo amables seremos capaces de convertirlo en un lugar más feliz en el que vivir; o podremos, al menos, aliviar mucha de la infelicidad que existe en él y construir otro mundo muy diferente”. Así comienza un estupendo libro, El poder oculto de la amabilidad, de Lawrence G. Lovasik. La amabilidad, la buena educación, la sonrisa son ingredientes necesarios para una vida feliz.
Hace unos días estaba en la cola del supermercado en una hora punta, delante tenía una señora con un carro repleto de compras, llegó un chico con un solo producto y se dispuso pacientemente a esperar, cuando le llegó el turno a la señora le ofreció pasar delante. El hombre se quedó perplejo y le preguntó por qué lo hacía; ella dijo que era lo que había aprendido de su madre. El joven lo agradeció y manifestó que hacía mucho tiempo que nadie había tenido un detalle desinteresado con él. Se fue asombrosamente feliz. Detalles como esté están al alcance de cualquiera y aunque parezcan insignificantes sí importan mucho.
Pedir las cosas por favor, dar las gracias, llamar a la gente por su nombre, ceder el paso, dejar las cosas en su sitio, no dar voces ni excederse con los tacos hacen más llevadera la convivencia. El ecosistema adecuado para la persona humana es el amor. Provenimos del Amor y estamos hechos para amar. Pero un gran amor se teje con muchos hilos, está compuesto de un cúmulo de detalles.
La educación acumula el saber de los nuestros, todas las experiencias positivas que ayudan a una buena convivencia. Una persona educada incorpora a su saber y buen hacer la cultura de su entorno, el conocimiento acumulado por el esfuerzo y sabiduría de sus semejantes. Despreciar la buena educación es como volver a la selva, al caos originario, prescindir de los aciertos comprobados y fiarlo todo en la espontaneidad: gran valor, pero no el único.
Este domingo el Evangelio nos lleva a centrar nuestra existencia en el amor: el mandamiento principal. Se nos pide amar precisamente porque hemos recibido mucho amor, el de Dios y el de los nuestros. Estamos en condiciones de derrochar cariño, amabilidad y simpatía. Es posible que podamos sentirnos poco queridos, que no notemos el cariño, pero no es cierto. Nuestras carencias afectivas, aunque tengan algún fundamento externo, son debidas principalmente a nuestro ensimismamiento. Basta salir de uno mismo, de nuestro amor propio herido, de nuestros complejos, de las presuntas injusticias sufridas, para volver a descubrir que somos capaces de dar amor y de recibirlo.
Pero el amor no es solo un sentimiento, es mucho más. Es una tarea, una misión, un empeño. Es una decisión: yo quiero amar, dar mi ternura a esta persona. Podemos empezar, o recomenzar, mirando con afecto al otro, fijándome en lo bueno que tiene −sin obcecarme con sus defectos–, teniendo detalles, dedicándole mi tiempo.
En el ámbito familiar debemos ser educados. Los malos modales: gritos, gestos, impaciencias, indiferencias… dejan heridas que se pueden enconar. En cambio, las palabras amables, dar las gracias, pedir las cosas por favor, sin exigir, facilitan la cercanía; procurar ser ordenados, dejar las cosas en su sitio, ir limpios y vestir bien; pedir perdón, las veces que sea necesario, crean el clímax adecuado al querer.
La sonrisa es una gran aliada en este terreno. Sonreír es manifestar alegría, contento de estar contigo, de verte. El mensaje que lanza es: me eres grato, me alegra verte, me importas y me hace feliz tu compañía. La alegría es una gran comunicadora. Manifiesta que alguien es feliz y, si me acerco a él, me enriquecerá. Si decidimos amar debemos crecer en amabilidad, tener paz interior y alegría de vivir; cuidar los detalles de educación, siempre importantes y sonreír mucho. Haciéndolo estaremos creando un oasis de ternura donde podrán ser felices las personas que nos rodean.
Juan Luis Selma, en eldiadecordoba.es.