Jesús Álvarez SSP (Evangelio del Domingo 27º del T.O./C)
"Los apóstoles dijeron al Señor: «Auméntanos la fe». El Señor respondió: «Si ustedes tienen un poco de fe, no más grande que un granito de mostaza, dirán a ese árbol: Arráncate y plántate en el mar, y el árbol les obedecerá. Si ustedes tienen un servidor que está arando o cuidando el rebaño, cuando él vuelve del campo, ¿le dicen acaso: 'Entra y descansa'? ¿No le dirán más bien: 'Prepárame la comida y ponte el delantal para servirme hasta que yo haya comido y bebido, y después comerás y beberás tú?' ¿Y quién de ustedes se sentirá agradecido con él porque hizo lo que le fue mandado? Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les ha sido mandado, digan: Somos servidores inútiles, pues hicimos lo que era nuestro deber" (Lc. 17,5-10).
Los apóstoles no piden aumento de capacidad mental para aceptar verdades, sino que piden aumento de la fe como experiencia de amor y fidelidad a Cristo. Una fe que los haga gozosamente capaces de transformarse y de transformar, y de recorrer en comunión con el Maestro el camino que lleva a la resurrección y a la vida eterna.
Hay quiénes corren ansiosos sin saber hacia dónde van, por el camino de la satisfacción inmediata, a costa de quien sea o de lo que sea, incluso a costa de su feliz destino eterno. Están como drogados por el materialismo, ciegos y sordos frente a las consecuencias fatales finales de su comportamiento.
Por otra parte, muchas personas que se creen “muy” religiosas, llevan una escandalosa incoherencia de vida. Cosa que no es infrecuente entre pastores, consagrados, catequistas, que no viven lo que enseñan, o transmiten sólo conocimientos teóricos, moral y dogmas sin relación con la experiencia amorosa de Cristo resucitado, vivo y presente. Ejemplo fácil de constatar: catequistas de primera comunión que ni siquiera comulgan.
La fe es una gracia y una opción feliz que lo arriesga todo por el todo; nos sitúa en la luz, a pesar de estar sumergidos en tinieblas; nos da confianza en la acogida y el amor de Dios a pesar de las dudas; arriesga lo que se tiene como seguro por lo que se espera; abre a la vida eterna cuando se apaga la vida temporal; da la alegría de morir por la esperanza de la resurrección y la gloria.
La fe nos da la sabiduría de la vida, porque nos ayuda a ver la realidad con los mismos ojos de Dios.
Ésta es la fe que trasplanta los árboles de la voluntad humana desviada, y mueve las rocas de los corazones empedernidos por la indiferencia; transforma mentalidades pervertidas o desviadas en actitudes de santidad.
Con todo, la fe no es una conquista personal de la que podamos gloriarnos, sino un don que se acoge, se agradece y se cultiva para el servicio humilde, liberador y salvador a favor de los otros. Un don que debemos suplicar, como los apóstoles, que el Maestro nos lo aumente: “¡Creo, Señor, pero aumenta mi fe!”
La fe no es sólo creer en doctrinas y dogmas, sino unión de amor y trato personal con Cristo Resucitado para producir mucho fruto de salvación a favor nuestro y de muchos otros. La fe genera a la vez el amor agradecido a Dios y el amor salvífico al prójimo.
La fe y las obras de amor nos aseguran el ciento por uno aquí en la tierra, y luego la resurrección y la vida eterna en su reino.