10/04/13

Carta del Prelado del Opus Dei (octubre 2013)


Queridísimos: ¡que Jesús me guarde a mis hijas y a mis hijos!

En las pasadas semanas, movidos por la invitación del Papa, en muchos lugares se ha elevado al Cielo una oración perseverante por la paz en el mundo y en las conciencias. Tuve muy presente aquella sugerencia de san Josemaría cuando, en el año 1952, nos invitó a repetir la jaculatoria Cor Iesu Sacratíssimum, dona nobis pacem! Años después añadió et Miséricors, para que implorásemos del Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús la paz para todo el mundo: la paz espiritual, que proviene de la posesión de Dios, y también la paz humana entre todas las gentes, rechazando las enemistades y la violencia. También Juan Pablo II y Benedicto XVI rezaron e hicieron rezar por la paz del mundo.

Como afirmaba el Santo Padre al lanzar su llamamiento para una jornada mundial de ayuno y oración, en vano se clamará por la paz en la sociedad si las almas no se esfuerzan por lograr y mantener la paz con Dios, que es consecuencia de la lucha decidida contra el pecado. Mientras rezábamos por el cese de las guerras, de los rencores, de las enemistades, volvieron una vez más a mi memoria unas palabras de san Josemaría escritas en los primeros años de su actividad sacerdotal: Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos.

—Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo.

Estas reflexiones, siempre actuales, cobran especial relevancia en la víspera de la fundación de la Obra. Aquel 2 de octubre de 1928, Dios Nuestro Señor, en su infinita misericordia, hizo ver a nuestro Padre que era Voluntad suya recordar a todos los hombres que están llamados a la santidad. Al mismo tiempo, dejó en sus manos —en su alma y en su corazón— el Opus Dei: camino de santificación en el trabajo profesional y en las circunstancias de la vida ordinaria, dotándolo del espíritu y de los medios apostólicos apropiados para alcanzar ese fin.

Han transcurrido ochenta y cinco años desde entonces y, por la bondad del Cielo, el Opus Dei está cumpliendo la misión de servicio a la Iglesia y a las almas, para la que Dios lo quiso: permanezcamos siempre atentos para secundar este explícito encargo divino. Bien podemos nosotros decir sin jactancia —escribió nuestro Fundador hace muchos años— que, con la Obra de Dios, se han abierto de modo vocacional los caminos divinos de la tierra. Alcemos nuestro corazón en acción de gracias a la Trinidad Beatísima y a nuestra Madre la Virgen, por quien llegan a la tierra todas las gracias del cielo. Y, al mismo tiempo, pensemos: ¿qué más puedo hacer yo para que este mensaje cale más profundamente en mi propio corazón y en el de la gente? ¿No es cierto que cabe rezar más, ofrecer más sacrificios, trabajar con mayor dedicación y rectitud en la tarea profesional, buscar nuevas ocasiones de llegar y de servir a otras personas?

Durante los últimos meses, hemos reflexionado en el misterio de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Pero, además, es nuestra Madre: la Santa Madre Iglesia, ya que en su seno nos ha engendrado el Espíritu Santo a la nueva existencia de los hijos de Dios. La misma Iglesia, como buena Madre amorosa, cuida constantemente de sus hijos hasta que lleguemos todos a la unidad de la fe y del conocimiento del Hijo de Dios, al hombre perfecto, a la medida de la plenitud de Cristo.

Sin embargo, y es un dolor que nos pesa, algunos —también entre los católicos— hablan de la Iglesia con despego, e incluso le achacan las culpas y defectos que sus hijos manifestamos en nuestra conducta, pues —a pesar de la dignidad recibida— seguimos siendo pobres mujeres y pobres hombres, inclinados al pecado. Muy distinto era el enfoque de los Santos Padres, o el de los millones de almas santas que la Iglesia ha conducido al Cielo. San Agustín, por ejemplo, exhortaba: «Amemos al Señor, nuestro Dios; amemos a su Iglesia. A Él como a Padre, a Ella como a madre». Y san Cipriano, dos siglos antes, proclamaba categóricamente: «No puede tener a Dios por Padre, quien no tiene a la Iglesia como Madre».

Recientemente, el Papa Francisco ha expuesto de nuevo esta verdad de nuestra fe. La fe es un regalo, es un don de Dios que se nos da en la Iglesia y a través de la Iglesia. Y la Iglesia nos da la vida de fe en el Bautismo: ese es el momento en el cual nos hace nacer como hijos de Dios. La fecha en que fuimos regenerados en las aguas bautismales, en el nombre y por la virtud de la Santísima Trinidad, constituye una jornada muy importante en nuestra existencia terrena. Preguntémonos con el Santo Padre: ¿Cómo veo yo a la Iglesia? Si estoy agradecido a mis padres porque me han dado la vida, ¿estoy agradecido a la Iglesia porque me ha generado en la fe a través del Bautismo?. En el Opus Dei, gracias a Dios y a los cuidados de san Josemaría, mantenemos una viva conciencia de esta realidad, que nos colma de gratitud. Porque la Obra —así lo recalcó Pablo VI en una carta manuscrita dirigida a nuestro Padre, en un día como el de hoy— ha nacido en este tiempo nuestro «como expresión pujante de la perenne juventud de la Iglesia». En unión con nuestro santo Fundador, y con tantos fieles de la Obra que ya han llegado a la Patria celestial, clamamos: ¡Qué alegría, poder decir con todas las veras de mi alma: amo a mi Madre la Iglesia santa!.

Prosiguiendo nuestras reflexiones sobre el Credo, en continuidad con lo que os acabo de escribir, nos fijamos hoy en el siguiente artículo de la fe: confieso que hay un solo Bautismo para el perdón de los pecados. El motivo de que se nos proponga este artículo al final del Credo no es indiferente. «El Símbolo de los Apóstoles vincula la fe en el perdón de los pecados a la fe en el Espíritu Santo, pero también a la fe en la Iglesia y en la Comunión de los santos. Cristo resucitado, al dar el Espíritu Santo a sus Apóstoles, les confirió su propio poder divino de perdonar los pecados: "Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos" (Jn 20, 22-23)».

La Iglesia custodia en plenitud los medios de santificación instituidos por Jesucristo. Las palabras y las acciones de Nuestro Señor durante su vida terrena estaban repletas de contenido salvífico, y no sorprende —más aún, nos parece lógico— que las turbas se acercaran a Jesús deseando oírle y tocarle, porque salía de Él una fuerza que sanaba a todos. Esas palabras y esas acciones anunciaban y anticipaban la eficacia de su misterio pascual, con el que vencería definitivamente al demonio, al pecado y a la muerte, y preparaban lo que Él transmitiría a la Iglesia cuando todo tuviese su cumplimiento. «Los misterios de la vida de Cristo son los fundamentos de lo que en adelante, por los ministros de la Iglesia, Cristo dispensa en los sacramentos, porque "lo que era visible en nuestro Salvador ha pasado a sus misterios"».

Los sacramentos confieren la gracia que significan. ¿Que son los sacramentos —escribía nuestro Padre en 1967— sino huellas de la encarnación del Verbo divino, clara manifestación del modo que Dios —nadie sino Él podía hacerlo— ha elegido y determinado para santificarnos y llevarnos al Cielo, instrumentos sensibles de los que el Señor se sirve para conferirnos realmente la gracia, según la significación propia de cada uno?.

¡Qué agradecidos hemos de estar a nuestra Santa Madre Iglesia por conservar y ofrecernos este tesoro con plena fidelidad a Jesucristo! ¡Y cómo hemos de protegerlo y defenderlo en toda su integridad! Particularmente damos gracias por el Bautismo, que nos ha introducido en la gran familia de los hijos de Dios. Recibirlo cuanto antes adquiere una importancia capital, porque este sacramento —o su deseo, al menos implícito— resulta necesario para alcanzar la salvación: si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios, anunció Jesús a Nicodemo. Ciertamente, como expone la doctrina de la Iglesia, el Espíritu Santo puede actuar, y de hecho actúa, también fuera de los confines visibles de la Iglesia. Pero Dios mismo ha establecido que el modo ordinario de participar en la muerte y resurrección de Cristo, por la que somos salvados, es fruto de la incorporación a la Iglesia mediante el Bautismo; y, en consecuencia, «la práctica de bautizar a los niños pequeños es una tradición inmemorial de la Iglesia». También leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica: «La pura gratuidad de la gracia de la salvación se manifiesta particularmente en el bautismo de niños. Por tanto, la Iglesia y los padres privarían al niño de la gracia inestimable de ser hijo de Dios, si no le administraran el Bautismo poco después de su nacimiento». Y concluye: «Los padres cristianos deben reconocer que esta práctica corresponde también a su misión de alimentar la vida que Dios les ha confiado».

El Bautismo no sólo perdona los pecados e infunde la primera gracia, sino que es la puerta de los demás sacramentos y así hace posible que los cristianos se configuren más y más con Jesucristo hasta llegar a identificarse con Él. En todos los bautizados, niños y adultos, la fe, la esperanza y la caridad han de crecer después del Bautismo; y esto se lleva a cabo en la Iglesia, depositaria —como ya he anotado— de los medios de salvación. Así se expresaba el Papa en una de sus catequesis del mes pasado. Una madre —decía— no se limita a dar la vida, sino que, con gran cuidado, ayuda a crecer a sus hijos, les da la leche, los alimenta, les enseña el camino de la vida, los acompaña siempre con sus atenciones, con su afecto, con su amor, incluso cuando son mayores. Y en esto sabe también corregir, perdonar, comprender; sabe estar cerca en la enfermedad, en el sufrimiento.... Del mismo modo se comporta la Iglesia con los hijos que ha engendrado por medio del Bautismo: acompaña nuestro crecimiento transmitiendo la Palabra de Dios (...) y administrando los sacramentos. Nos alimenta con la Eucaristía, nos da el perdón de Dios a través del sacramento de la Penitencia, nos sostiene en el momento de la enfermedad con la Unción de los enfermos. La Iglesia nos acompaña en toda nuestra vida de fe, en toda nuestra vida cristiana.

¡Qué grande es la misericordia de nuestro Padre Dios! Conociendo que somos débiles y que —a pesar de nuestra buena voluntad— caemos una y otra vez en pecados y faltas, ha confiado a su Esposa el sacramento del perdón «en favor de todos los miembros pecadores de su Iglesia; ante todo para los que, después del Bautismo, hayan caído en el pecado grave y así hayan perdido la gracia bautismal y lesionado la comunión eclesial». Este sacramento también perdona los pecados veniales y las faltas, infunde nuevas fuerzas para la pelea interior y se nos presenta —así decían los Padres de la Iglesia— como «la segunda tabla (de salvación) después del naufragio que es la pérdida de la gracia».

Recuerdo el gran amor de san Josemaría al sacramento de la Reconciliación —el sacramento de la alegría, le gustaba llamarlo—, y cómo animaba a recibirlo con frecuencia, impulsando a hacer un constante apostolado de la Confesión. Me limito ahora a reproducir unas palabras suyas, durante una reunión de catequesis con muchas personas.

¡A confesar, a confesar, a confesar! Que Cristo ha derrochado misericordia con las criaturas. Las cosas no marchan, porque no acudimos a Él, a limpiarnos, a purificarnos, a encendernos. Mucho lavoteo, mucho deporte... ¡Bien, maravilloso! ¿Y ese otro deporte del alma? ¿Y estas duchas que nos regeneran, que nos limpian y nos purifican y nos encienden? ¿Por qué no vamos a recibir esa gracia de Dios? Al Sacramento de la Penitencia y a la Sagrada Comunión. ¡Id, id! Pero no os acerquéis a la Comunión si no estáis seguros de la limpieza de vuestra alma.

Insistía en otro momento: hijos míos, llevad a confesar a vuestros amigos, a vuestros parientes, a las personas que amáis. Y que no tengan miedo. Si han de cortar algo, lo cortarán. Decidles que no bastará acudir una vez sola a la Confesión, que necesitarán ir muchas, con frecuencia; como, cuando se llega a una cierta edad, o cuando hay una circunstancia de enfermedad, no se va una sola vez al médico, sino a menudo; y se consulta con frecuencia, y toman la presión y hacen análisis. Pues lo mismo, lo mismo con el alma (...).

¡El Señor está esperando a muchos para que se den un buen baño en el Sacramento de la Penitencia! Y les tiene preparado un gran banquete, el de las bodas, el de la Eucaristía; el anillo de la alianza y de la fidelidad y de la amistad para siempre. ¡Que vayan a confesar! (...). ¡Que sea mucha la gente que se acerque al perdón de Dios!.

El próximo 6 celebramos el aniversario de la canonización de san Josemaría. En aquella fecha resonó con nueva fuerza —en la Iglesia y en el mundo— la llamada a la santidad en la vida ordinaria. Se nos brinda una gran oportunidad para repetirlo al oído de muchas personas, invitándolas a acercarse al sacramento de la misericordia divina. El 26 recurre también el aniversario de la consagración de la Obra al Corazón sacratísimo y misericordioso de Jesús, realizada por nuestro Padre en esa fecha de 1952, y quiso que se renovara anualmente en la solemnidad de Cristo Rey.

No me alargo más. Sigamos muy unidos a las intenciones del Papa, rezando cotidianamente por todo lo que lleva en su alma, y también por sus colaboradores en el gobierno de la Iglesia, por la paz de las conciencias y la paz en el mundo entero. Vayamos a una todas y todos, con mayor esfuerzo en cada jornada: no debemos vivir sin fomentar esta petición día tras día.

Con todo cariño, os bendice vuestro Padre
                                                                      + Javier