Isabel Orellana Vilches
Vaya por delante el recordatorio de que en toda guerra, en los bandos opuestos, siempre hay indefensión, víctimas que dejan un reguero de sangre y de sufrimiento inconmensurable. Entre ellas se cuentan por mayoría los inocentes; los que nada tuvieron que ver con el origen de la misma. Se vieron obligados a convivir con el horror y las heridas de una masacre sin sentido. Tanto, que aún pasando las décadas, como el tatuaje que dejaron en el corazón de los supervivientes es tan profundo, hasta parece que se hereda genéticamente y se transmite de generación en generación. Da la impresión de que es imposible que cicatrice.
En medio de esta barbarie se hallaban los que derramaron su sangre en defensa de la fe, habiendo sido ajenos a los odios que surgieron entre sus vecinos, colectivos concretos que arrastraron consigo en su tenebrosa sinrazón aldeas, ciudades, países enteros… Un río de intolerancia tan poderoso en el que jamás se sopesó la angustia, el horror, la miseria y los campos segados por la muerte que arrasarían sin piedad cuanto tuvieran delante.
Indudablemente muchos de los hombres, mujeres y niños que sucumbieron víctimas de una guerra no han sido elevados a los altares. No hay que restarles su mérito. El sufrimiento, con sus peculiares matices, se extiende sobre unos y otros, sin distinción. Ahora bien, si se confronta la multitud de seres anónimos que han sido atropellados por sus congéneres con los integrantes de la vida santa, lo que se tiene en cuenta es el testimonio de fe que dieron. Primeramente, porque fueron objetivo de sus verdugos por esa única razón. En segundo lugar, porque la sostuvieron de forma consciente y explícita hasta el final, negándose a abjurar de ella, aún a sabiendas de que por eso serían ajusticiados impunemente. Conviene quedarse con esta idea. No empuñaron arma alguna. Tenían sus familias, sus proyectos, sus profesiones… No hicieron mal a nadie. Sus convecinos sabían que prodigaban el bien a manos llenas, que ayudaban a hombres, mujeres y niños, sin excepción, sin hacer acepción de personas. En la sección “santos y beatos” de ZENIT han ido desfilando prelados, sacerdotes, religiosos, científicos, docentes, padres y madres de familia, trabajadores humildes, brillantes profesionales que habían obtenido un alto nivel social con su trabajo y esfuerzo, jóvenes soñadores, altruistas, audaces, llenos de ideales… y cayeron por su fe. Ponían de manifiesto con su conducta que Cristo estaba en la cúspide de su corazón y quehacer. Pero un día, fueron acusados falazmente. ¿De qué? De su fe. Este es el hecho, no hay que darle más vueltas. La Iglesia cuando beatifica reconoce la virtud de estas personas, ve en ellas un modelo, al menos, para los creyentes.
A tenor de la gran beatificación que tuvo lugar en España el pasado domingo, ciertos medios de comunicación en los que continúan dando espacio a la noticia, la sostienen críticamente. La tesis que esgrimen en contra gravita exclusivamente sobre un polo: el perdón. Y justamente en él está la otra poderosa razón, definitiva, porque subraya el cariz espiritual de los mártires a los que la Iglesia ha venido encumbrando a los altares sean oriundos o no de España, ya que se hallan en todos los continentes: que perdonaron de corazón, a conciencia, amando en Cristo a quienes arrebatándoles la vida les impulsaban a llegar al cielo. Muchos tuvieron tiempo de expresar esta manifestación de la gracia divina en sus corazones antes de exhalar el último suspiro. Pero todos, que no se olvide, atravesaron las fronteras de este mundo abrazados a la cruz. Y en ella, el Redentor, el único inocente en términos absolutos de la historia de la Humanidad, lanzó al mundo este impresionante alegato de amor y misericordia: «¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen…». La cruz y el perdón están indisolublemente unidos. El que no perdona, no ama.
Dicen algunos que la Iglesia debía haber pedido perdón. Pero, ¿quién es la Iglesia? ¿A qué iglesia se refieren? Estos mártires eran Iglesia; la componemos todos los que nos sentimos sus hijos. Y, repito, ellos perdonaron. Luego la Iglesia, aunque se sobreentiende que estos críticos aluden a la jerarquía, perdonó. Cada uno de los mártires que estuvieron agraviados al punto más alto que se puede llegar, que es verse privado del don de la vida, y que eran miembros de la Iglesia, perdonaron. Más aún, muchos de sus familiares también lo hicieron. Y por si fuera poco, hay pontífices -y de todos es conocido y si no, ahí están las hemerotecas- que han pedido perdón por conflictos gravísimos de la historia.
La masacre siempre es tan dolorosa que cada vez que se intente remover, la ciénaga que la envuelve regresa a la superficie queriendo impregnar la sociedad con su nauseabundo olor. Ante la muerte violenta, injusta, de una persona de auténtica fe, que perdona –una gracia divina que no se puede improvisar, un don que se debe pedir de corazón–, se perfila siempre la cruz de Cristo y ahí está el amor con mayúsculas.