10/19/13

La especificidad de la moral cristiana según la encíclica ‘Veritatis splendor’

Tomás Trigo

A la pregunta acerca de la especificidad de la moral cristiana, el autor puede tener dos respuestas: 1. La moral cristiana es específica, respecto a la moral humana, en el ámbito formal o trascendental, pero no en el plano normativo concreto o categorial; 2. la moral cristiana es plenamente específica.

    La primera respuesta pertenece a dos corrientes teológicas muy dispares: a) la que asume el modelo ontológico fundado en el derecho natural, y b) la que sigue el modelo de la moral autónoma. La segunda respuesta pertenece a una corriente teológico-moral que, con una cierta simplificación, podemos denominar moral de la fe.

Índice

1. El debate sobre la especificidad de la moral cristiana
a) La respuesta del modelo antropológico fundado en el derecho natural. b) La respuesta de la moral autónoma. c) La respuesta de la moral de la fe.

2. Indicaciones de la encíclica ‘Veritatis splendor’ sobre la cuestión de la especificidad
a) La existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente. b) La moral cristiana contiene una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. c) La obligación de los fieles de reconocer y respetar los preceptos morales específicos enseñados por la Iglesia. d) La relación entre razón y fe. e) La ley natural ha de entenderse en el horizonte de la creación en Cristo. f) La ley natural deriva de la sabiduría divina y es, al mismo tiempo, ley propia del hombre. g) El puesto de la razón en el ámbito de la moral cristiana. h) La fe es el fundamento de la moral cristiana.

3. Conclusiones

1. El debate sobre la especificidad de la moral cristiana

      En los años inmediatamente posteriores al Concilio Vaticano II, comienza un enconado debate sobre la especificidad de la moral cristiana, en el que participan prácticamente todos los grandes teólogos de la época .

      La cuestión debatida no es si el mensaje moral cristiano aporta o no alguna novedad respecto a otras morales filosóficas o religiosas, sino el alcance de tal novedad. Se discute si la moral predicada por Cristo constituye un cuerpo plenamente específico o si, por el contrario, dicha especificidad se refiere exclusivamente a algún aspecto, que debería señalarse como el proprium o el novum de la ética cristiana.

      Entre las causas que originan la polémica, la más notable es el fenómeno de la secularización y, concretamente, la sustracción de las ciencias y la política al influjo de la religión y la ética. En estas circunstancias, muchos católicos se preguntan cómo han de vivir las realidades temporales; cuáles son las implicaciones de su fe en su vida familiar, profesional, social, política o económica; y qué valor tiene el magisterio eclesiástico en las cuestiones morales que se plantean en esos ámbitos. ¿No bastaría una ética humana, natural, racional, para solucionar los problemas humanos? ¿En qué difiere la ética enseñada por Cristo y propuesta por la Iglesia, de la ética simplemente humana, es decir, de aquélla que se basa en el ser y en la dignidad del hombre? ¿Cuál es el elemento que caracteriza a la ética cristiana como “cristiana” y que constituye, por tanto, su aportación propia, específica y original?

      Aunque el debate parece producirse de modo casi repentino, la identidad de la moral cristiana venía siendo una preocupación de muchos moralistas católicos a lo largo de todo el siglo XX. Por diversos motivos, la evolución de la teología moral había llevado a una presentación de esta disciplina en la que no resultaba fácil reconocer lo genuino del mensaje moral predicado por Cristo. Algunos teólogos denunciaron esta deficiencia, y propugnaron una renovación de los planteamientos para que la enseñanza de la moral girase sobre sus ejes específicos. En los intentos de renovación no faltaron vacilaciones y discusiones respecto al enfoque más acertado, de modo que, cuando llegó el momento de dialogar con otras éticas filosóficas y religiosas en el marco de un mundo secularizado, la teología moral tal como se enseñaba no constituía un instrumento adecuado. Este fue otro de los motivos que impulsaron el debate.

      La polémica sobre la especificidad no es, ni mucho menos, una disputa puramente académica, limitada a unos años determinados y al enfrentamiento de varias posturas de escuela. Por el contrario, las distintas posiciones son el reflejo de planteamientos diversos en asuntos de gran calado teológico. Las soluciones que se proponen al asunto de la especificidad de la moral son consecuencia directa de las respuestas que previamente se hayan dado a esos problemas. Entre ellos, se debe señalar, sobre todo, el de la relación entre la Creación y la Redención y, por tanto, entre naturaleza y gracia. Ésta es la cuestión más básica, en la que se insertan las demás: la comprensión del fundamento cristológico de la moral cristiana y, en consecuencia, la articulación de la ley natural y la ley de Cristo; el tema antropológico de la relación naturaleza-persona y, por tanto, la concepción de la ley natural; el estatuto de la razón práctica y de su autonomía; el vínculo entre razón y fe; el papel de la Sagrada Escritura como fuente de la moral; la autoridad del Magisterio en cuestiones morales que se refieren al obrar intramundano, etc.

      Las respuestas a la cuestión de la especificidad pueden reducirse a dos: 1. La moral cristiana es específica, respecto a la moral humana, en el ámbito formal o trascendental, pero no en el plano normativo concreto o categorial; 2. la moral cristiana es plenamente específica.

      La primera respuesta pertenece a dos corrientes teológicas muy dispares: a) la que asume el modelo ontológico fundado en el derecho natural, y b) la que sigue el modelo de la moral autónoma. La segunda respuesta pertenece a una corriente teológico-moral que, con una cierta simplificación, podemos denominar moral de la fe.

    a) La respuesta del modelo ontológico fundado en el derecho natural

      El principal representante de esta línea teológica es Jean Marie Aubert, que es también uno de los iniciadores del debate. La tesis que mantiene Aubert, apoyándose en Santo Tomás, es que, desde el punto de vista material, la moral cristiana se identifica con la ley natural: «No hay más que una sola moralidad común al actuar informado por la fe y al actuar humano sin más». El actuar moral del cristiano, si se excluye la esfera cultual y sacramental, no se manifiesta esencialmente por actos propios: materialiter, es igual al de los demás hombres.

      La diferencia entre ley de Cristo y ley natural habría que buscarla en el ámbito de la causalidad final, eficiente y formal del actuar moral cristiano. La causa final es la caridad que anima la vida moral. Pero esta causa pertenece al orden de la intencionalidad y de la finalidad del acto moral. La causa eficiente es también la caridad, juntamente con la voluntad humana. Por último, la causa formal del actuar cristiano, la que le concede su especificidad, es la fe.

      Teniendo en cuenta que el hombre tiene un solo destino posible, el sobrenatural, «no hay existencialmente más que una sola moral posible común a la vez a los cristianos y a los no cristianos, y cuya norma es principalmente la razón (pero como ésta suele estar obnubilada por el pecado y debe estar al servicio del fin sobrenatural, la Revelación ilumina a la razón, lo que da a la Iglesia el derecho de intervenir en materia de moral humana en cuanto que es guardiana de la Revelación). Por lo demás, se sabe que una vida moral natural no es posible sin la gracia, incluso en aquéllos que no tienen la fe».

      La acción del Espíritu Santo, su gracia y el amor-caridad que proceden de Dios y son comunicados por Jesucristo, convierten la ética en ética cristiana. Pero no por ello se produce la aparición de un nuevo campo ético, específico de los cristianos. Lo que se produce es sólo una transfiguración por la gracia del campo ético trazado al hombre por Dios creador. Por tanto, se podría decir −afirma el profesor de Estrasburgo− que, en el plano de los preceptos considerados en cuanto a su objeto material, todo permanece en el orden racional y humano; y, al mismo tiempo, todo el ámbito ético es específicamente cristiano y sobrenatural, tanto en el plano de la intencionalidad como en el de la acción concreta.

      Esta tesis, frente a algunos inconvenientes, tiene la ventaja de mostrar, frente al naturalismo, que no existe conflicto entre el mensaje cristiano y la realidad humana; y frente al sobrenaturalismo exagerado de algunos autores protestantes y católicos, que la ley nueva está vinculada a ley natural y no puede prescindir de ella.

    b) La respuesta de la moral autónoma

      La propuesta de la moral autónoma tiene aquí especial interés, porque las indicaciones de la encíclica Veritatis splendor parecen entrar en diálogo precisamente con las posiciones mantenidas por dicha corriente.

      Su respuesta a la cuestión debatida es, en síntesis, la siguiente: si se exceptúan los preceptos relativos al culto y a los sacramentos, la moral cristiana no contiene normas específicas operativas y universalmente válidas en el ámbito categorial; su especificidad se encuentra sólo en el ámbito de las motivaciones o intenciones, es decir, en el plano trascendental.

      Lo propio del mensaje cristiano está en el carácter definitivo del camino de salvación ofrecido por Cristo. Se basa, pues, en un hecho de revelación y, por tanto, sólo es accesible por la fe: es la fe en el acontecimiento histórico de la salvación, la opción fundamental de apertura al requerimiento divino.

      En cuanto al mensaje moral, la ley de Cristo no añade ningún precepto nuevo a la ley natural: únicamente la perfecciona, la completa y la eleva al plano sobrenatural, proporcionando al cristiano nuevas motivaciones para una conducta que, en sí misma, materialiter, no se distinguiría de la conducta del no cristiano, si bien la convierte en respuesta a la llamada de Dios para la salvación en Cristo.

      En el nivel de los contenidos, de las normas operativas, la moral cristiana se identifica con la moral humana. Lo específico cristiano se encuentra en el modo de realizar la tarea moral, pero no en la tarea misma, y consiste en la plenitud de comprensión ética que el cristiano ofrece acerca de unas verdades que, en principio, son  accesibles a todos los hombres.

      A lo específico cristiano se le reconoce lógicamente un papel relevante para la moral humana: la fe es una ayuda para reconocer los auténticos valores humanos que aparecen en la historia; ejerce una función crítica respecto a los contravalores, en nombre de la esperanza; hace que determinados fenómenos de la moral natural se vuelvan más trasparentes (por ejemplo, que el mal moral se vea como ofensa a Dios), o que soluciones que da la moral humana aparezcan como no convenientes; proporciona a la persona una percepción más profunda de las exigencias de la conciencia humana, una mayor facilidad para descubrir y aceptar los valores; ayuda al cristiano a individuar el valor religioso; y da una visión y valoración de la persona que es imposible a otros hombres.

      Sean cuales sean las influencias de la fe sobre la moral humana y los matices que cada uno ponga de relieve, estos autores coinciden en afirmar que la fe no modifica intrínsecamente la moral humana, de modo que para resolver los problemas morales intramundanos, el cristiano sólo tiene, como los no cristianos, el recurso a la razón.

      Una consecuencia de todo lo anterior es la actitud de esta corriente ante el papel del magisterio de la Iglesia en la enseñanza de la moral natural. Si bien le reconocen una importante función en la formulación de indicaciones éticas concretas, piensan que tales indicaciones no pueden considerarse inmutables (a menos que estén garantizadas por la palabra de Dios o por el depositum fidei en su conjunto), ya que estarán basadas en la naturaleza del hombre, y a partir de ahí −afirman, apoyándose en una concepción historicista de la naturaleza humana− no se pueden extraer normas concretas de validez universal.

      Böckle afirma concretamente que las intervenciones del Magisterio sobre el ethos mundano son una propuesta más entre otras para la elaboración de una ética normativa, y que, como cualquier otra instancia, debe emplear argumentos de razón. Por tanto, las normas propuestas por el Magisterio en temas de moral que se refieren al ethos mundano son relativas y todo depende de la conciencia del sujeto que obra.

      En consecuencia, a la hora de determinar las normas concretas de ley natural, la Iglesia −afirman− debería mantener un diálogo con el mundo, pues la interpretación de los deberes morales depende del estado de los conocimientos científicos y del grado de experiencia de la praxis terrena. Cuando esta dependencia no es tenida en cuenta, las decisiones del Magisterio son criticables, y sólo serían vinculantes en la medida en que su argumentación fuese razonable.

      Lógicamente, si se mantiene que el único principio formal de la moralidad es la razón, y se admite un concepto historicista de la naturaleza humana, se sigue que la Iglesia, cuando elabora normas concretas operativas en el ámbito de la moral natural, no tiene más autoridad que cualquier persona que utiliza su razón: su búsqueda es una búsqueda humana, y sus hallazgos deben ser revisados constantemente a medida que evoluciona la autocomprensión del hombre.

    c) La respuesta de la moral de la fe

      La moral cristiana, cuyo fundamento es la fe −afirma esta posición−, es plenamente específica tanto si se compara con la moral del hombre caído y no redimido como con la más pura moral humana del hombre que no conoce a Cristo o con otras morales religiosas.

      El fundamento de la moral cristiana se encuentra únicamente en la fe y la gracia, y aunque los valores y normas cristianas, si bien en muchos casos pueden ser descubiertas por la razón, adquieren una nueva dimensión por el hecho de ser reveladas por Dios.

      Para mantener su tesis, los autores de esta corriente acuden también al Nuevo Testamento, donde descubren novedades morales expresas tanto en relación a la moral veterotestamentaria como a otras culturas, e incluso a una moral humana que tomase como base la naturaleza metafísica o la naturaleza histórica. Piensan además que la novedad de la moral cristiana no puede apreciarse adecuadamente analizando individualmente las normas morales y señalando las que son exclusivas del cristianismo, sino considerando la vida cristiana en su conjunto.

      La especificidad de la moral vivida por el cristiano se debe a que en el sujeto moral cristiano existe una novedad ontológica: la gracia de Cristo. La unión con Cristo por el Bautismo lleva consigo la participación en la vida divina. Se trata de una transformación ontológica, que hace del hombre caído un hombre nuevo, un hijo de Dios. Cristo crea en lo más íntimo del pecador un corazón nuevo y renueva en él la imagen divina deformada, imprimiendo la misma fisonomía del Unigénito predilecto del Padre. Cristo aporta, por tanto, una vida nueva, divinizada, que no destruye nada de lo humano, sino que lo eleva y perfecciona. El cristiano cuenta con un nuevo organismo sobrenatural en correspondencia con el fin sobrenatural al que está destinado. La gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo habilitan al cristiano para ser en el mundo otro Cristo.

      En consecuencia, la aceptación por parte del hombre de la obra de Dios creador y redentor implica un nuevo estilo de vida, una nueva manera de comportarse y, por tanto, una nueva moral. Esto es exigido por el vínculo entre el ser y el obrar, en cuanto este último revela y realiza al mismo ser: la “novedad” que caracteriza al cristiano como “criatura nueva en Cristo” no puede dejar de reflejarse en la “novedad” del obrar.

      Por otra parte, la doctrina moral cristiana aporta algo nuevo en el ámbito de las normas morales. Respecto a la ley natural y a la ley veterotestamentaria, las enseñanzas que Cristo proporciona con su vida y su palabra, y a través de la Iglesia, constituyen un cuerpo específicamente distinto. Frente a los autores que seguían un método de eliminación de los principios morales comunes al cristianismo y a otras religiones o culturas, éstos muestran que una ética no es específica por el hecho de poseer principios exclusivos, sino por el espíritu que la vivifica y estructura, y que otorga a cada elemento un lugar determinado y una función singular en el organismo moral.

      La especificidad −afirman− no se refiere únicamente al ámbito de las motivaciones o actitudes generales, sino también a los contenidos concretos del obrar. El Nuevo Testamento proporciona, de hecho, normas concretas operativas universalmente válidas, accesibles unas a la razón, y otras no. Pero, independientemente de esto, las motivaciones generales cristianas dan lugar necesariamente a una conducta concreta específicamente cristiana. La razón es que −como pone de relieve D. Tettamanzi− existe un vínculo entre motivación y contenido material de la acción concreta. El contenido material es sólo la materia u objeto, pero la moralidad hay que buscarla en la convergencia de todas las fuentes de moralidad. Y, entre ellas, el fin o intención de la persona que obra tiene una función esencial y determinante. Afirmar que existe identidad material entre el obrar del cristiano y el del no cristiano supondría considerar de modo abstracto el obrar moral de la persona, porque, aunque para el observador externo se dé tal identidad material, el obrar es específicamente distinto, en su valor y en su significado, en razón de la intencionalidad.

      Por último, y como consecuencia de lo anterior, es necesario hablar igualmente de la especificidad de la ciencia teológico-moral respecto a la ética filosófica. Aquélla no es una ética racional a la que la fe añade nuevas motivaciones, sino una ciencia nueva, basada en la fe y en la razón, que busca un objetivo específico no alcanzable por la filosofía moral, y que recurre, por tanto, a una metodología también específica.

2. Indicaciones de la encíclica ‘Veritatis splendor’ sobre la cuestión de la especificidad

    a) La existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente

      Refiriéndose a la influencia que el requerimiento de autonomía ha ejercido en el ámbito de la teología moral católica, la encíclica advierte que ésta ha sido llevada «a un profundo replanteamiento del papel de la razón y de la fe en la fijación de las normas morales que se refieren a específicos comportamientos “intramundanos”, es decir, con respecto a sí mismos, a los demás y al mundo de las cosas» (n. 36). Este replanteamiento ha llevado a algunos −olvidando que la razón humana depende de la Sabiduría divina, y la realidad activa e innegable de la Revelación para el conocimiento de verdades morales incluso de orden natural− «a teorizar una completa autonomía de la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento en este mundo» (n. 36).

      Como consecuencia de estos planteamientos, «se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente: la Palabra de Dios se limitaría a proponer una exhortación, una parénesis genérica, que luego sólo la razón autónoma tendría el cometido de llenar de determinaciones normativas verdaderamente “objetivas”, es decir, adecuadas a la situación histórica concreta» (n. 37). Una autonomía así entendida −advierte a continuación la encíclica− comportaría naturalmente la negación de una competencia doctrinal específica de la Iglesia y de su Magisterio sobre normas morales determinadas relativas al “bien humano”, puesto que éstas no pertenecerían al contenido propio de la Revelación.

      De este modo, la encíclica resume el itinerario del problema, situando su origen en la influencia del deseo de autonomía sobre la teología moral católica, un deseo que está directamente relacionado con la buena intención de establecer una base común para el diálogo con la cultura secularizada, pero que no es el camino adecuado para conseguir ese objetivo. Según el diagnóstico de la encíclica, la negación de la especificidad sería una consecuencia del intento de conceder una completa autonomía a la razón en el ámbito de las normas morales relativas al recto ordenamiento en este mundo.

    b) La moral cristiana contiene una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento

      Frente a la negación de la especificidad de la moral cristiana en el ámbito normativo, la encíclica señala que «en la catequesis moral de los Apóstoles, junto a exhortaciones e indicaciones relacionadas con el contexto histórico y cultural, hay una enseñanza ética con precisas normas de comportamiento. Es cuanto emerge en sus Cartas, que contienen la interpretación −bajo la guía del Espíritu Santo− de los preceptos del Señor que hay que vivir en las diversas circunstancias culturales (cf. Rm 12, 15; 1 Co 11-14; Ga 5-6; Ef 4-6; Col 3-4; 1 Pe y Sant). Encargados de predicar el Evangelio, los Apóstoles, en virtud de su responsabilidad pastoral, vigilaron, desde los orígenes de la Iglesia, sobre la recta conducta de los cristianos, a la vez que vigilaron sobre la pureza de la fe y la transmisión de los dones divinos mediante los sacramentos. Los primeros cristianos, provenientes tanto del pueblo judío como de la gentilidad, se diferenciaban de los paganos no sólo por su fe y su liturgia, sino también por el testimonio de su conducta moral, inspirada en la Ley Nueva. En efecto, la Iglesia es a la vez comunión de fe y de vida; su norma es “la fe que actúa por la caridad” (Ga 5, 6)» (n. 26).

      Son la Revelación de Dios y la fe las que dan a conocer al cristiano «la “novedad” que marca la moralidad de sus actos», que deben expresar la coherencia con la dignidad y vocación que han recibido por la gracia. Mediante sus actos, el cristiano «manifiesta su conformidad o divergencia con la imagen del Hijo que es el primogénito entre muchos hermanos (cf. Rm 8, 29), vive su fidelidad o infidelidad al don del Espíritu y se abre o se cierra a la vida eterna» (n. 73).

      Como puede apreciarse, sin entrar propiamente en la solución del problema de la especificidad, la encíclica señala claramente la existencia en la moral cristiana de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente, referido al ámbito del comportamiento intramundano, a la vez que reafirma la competencia del Magisterio en este campo.

    c) La obligación de los fieles de reconocer y respetar los preceptos morales específicos enseñados por la Iglesia

      La encíclica recuerda también, en consecuencia, que «los fieles están obligados a reconocer y respetar los preceptos morales específicos, declarados y enseñados por la Iglesia en el nombre de Dios, Creador y Señor. Cuando el apóstol Pablo recapitula el cumplimiento de la Ley en el precepto de amar al prójimo como a sí mismo (cf. Rm 13, 8-10), no atenúa los mandamientos, sino que, sobre todo, los confirma, desde el momento en que revela sus exigencias y gravedad. El amor a Dios y el amor al prójimo son inseparables de la observancia de los mandamientos de la Alianza, renovada en la sangre de Jesucristo y en el don del Espíritu Santo» (n. 76).

    d) La relación entre razón y fe

      Pensamos que la clave fundamental, sugerida por la encíclica, para poder llegar a una adecuada solución del problema de la especificidad, es la relación que establece entre razón y fe.

      Respecto a la fe, la encíclica urge a recuperar su verdadero rostro, recordando que «no es simplemente un conjunto de proposiciones que se han de acoger y ratificar con la mente, sino un conocimiento de Cristo vivido personalmente, una memoria viva de sus mandamientos, una verdad que se ha de hacer vida. Pero, una palabra no es acogida auténticamente si no se traduce en hechos, si no es puesta en práctica» (n. 88).

      En diversos lugares de la encíclica, se insiste en este rostro de la fe: supone «adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa a la voluntad del Padre» (n. 19); es insertarse «en el movimiento de su donación total» (n. 20), inserción que es posible porque «mediante la fe, Cristo habita en el corazón del creyente (cf. Ef 3, 17), el discípulo se asemeja a su Señor y se configura con Él; lo cual es fruto de la gracia, de la presencia operante del Espíritu Santo en nosotros» (n. 21). La fe así entendida es indisociable de la moral: la norma de la Iglesia es «la fe que actúa por la caridad» (Ga 5, 6) (cf. n. 26).

    e) La ley natural ha de entenderse en el horizonte de la creación en Cristo

      Como la ley antigua y la ley nueva, la ley natural expresa un modo con el que Dios se cuida del mundo y del hombre. Las siguientes palabras de la encíclica exponen claramente cómo las diversas leyes divinas tienen el mismo origen en el eterno designio de Dios: «Aunque en la reflexión teológico-moral se suele distinguir la ley de Dios positiva o revelada de la natural, y en la economía de la salvación se distingue la ley “antigua” de la “nueva”, no se puede olvidar que estas y otras distinciones útiles se refieren siempre a la ley cuyo autor es el mismo y único Dios, y cuyo destinatario es el hombre. Los diversos modos con que Dios se cuida del mundo y del hombre, no sólo no se excluyen entre sí, sino que se sostienen y se compenetran recíprocamente. Todos tienen su origen y confluyen en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres “a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29)». (n. 45; cf. nn. 17, 86, 115).

    f) La ley natural deriva de la sabiduría divina y es, al mismo tiempo, ley propia del hombre

      El hombre no tiene como propio el conocimiento de la ciencia del bien y del mal, sino que «participa de él solamente mediante la luz de la razón natural y de la revelación divina, que le manifiestan las exigencias y las llamadas de la sabiduría eterna» (n. 41). «En virtud de la razón natural, que deriva de la sabiduría divina, la ley moral es, al mismo tiempo, la ley propia del hombre» (n. 40). Esta doble dimensión de la razón, como algo propio del hombre y, a la vez, como participación de la sabiduría divina, como autoposesión y como apertura a la fe, es clave para comprender adecuadamente tanto la autonomía moral como la especificidad de la moral cristiana.

    g) El puesto de la razón en el ámbito de la moral cristiana

      A partir de una adecuada definición de los conceptos de fe y razón, se pueden comprender mejor las relaciones entre ambas, evitando falsos dilemas en lo que se refiere a la fundamentación de la moral cristiana.

      La encíclica reconoce a la razón en el ámbito moral un puesto de primer orden. Gracias a la luz de la razón, reflejo en el hombre del esplendor del rostro de Dios, la persona humana puede distinguir el bien del mal (cf. n. 42). Dios responde a la pregunta sobre el bien que todo hombre se formula, «creando al hombre y ordenándolo a su fin con sabiduría y amor, mediante le ley inscrita en su corazón (cf. Rm 2, 15), la “ley natural”» (n. 12). La ordenabilidad al bien y al fin último que es Dios, «es aprehendida por la razón en el mismo ser del hombre, considerado en su verdad integral» (n. 79). Una razón así entendida puede considerarse fuente de la teología moral, y no hay contradicción al afirmar, al mismo tiempo, que la fe es el fundamento propio de la moral cristiana.

    h) La fe es el fundamento de la moral cristiana

      En efecto, la fe es considerada en la encíclica como el fundamento de la moral: «Seguir a Cristo es el fundamento esencial y propio de la moral cristiana», donde «seguir» significa «adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa al Padre» «mediante la adhesión por la fe» (n. 19). La fe es fundamento también en el sentido de que la cuestión del bien moral no se resuelve de modo pleno más que con la luz de la fe en Cristo: si bien el fundamento de la ética es la realidad del hombre, es cierto también que, como afirma la encíclica citando el n. 22 de Gaudiun et spes, «realmente, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado» (n. 2). Por tanto, «es necesario que el hombre de hoy se dirija nuevamente a Cristo para obtener de Él la respuesta sobre lo que es bueno y lo que es malo» (n. 8). Por otra parte, la fe es la condición interior necesaria para poder vivir la ley moral: sin ella, lo que los mandamientos proponen es inalcanzable y además no sería posible evitar la presunción de la autosuficiencia. Y, por último, la fe, además de hacernos verdaderamente libres, nos proporciona «un contenido moral específico y determinado universalmente válido y permanente» (n. 37).

3. Conclusiones

      Hemos recogido algunas enseñanzas de la encíclica que guardan estrecha relación con el problema de la identidad y especificidad de la moral cristiana.

      Pensamos que una de las ideas clave que la encíclica nos proporciona para dar luz sobre el problema de la especificad es que la ley natural, como la ley antigua y la ley nueva, tiene su origen «en el eterno designio sabio y amoroso con el que Dios predestina a los hombres “a reproducir la imagen de su Hijo” (Rm 8, 29)» (n. 45). La ley de Cristo, que es la ley perfecta, asume, por tanto, toda la ley natural. Esta afirmación se sustenta en la creación del hombre en Cristo: Dios nos eligió en Cristo «antes de la creación del mundo para que fuéramos santos y sin mancha en su presencia por el amor; nos predestinó a ser sus hijos adoptivos por Jesucristo» (Ef 1, 4-5). Como afirma Livio Melina, «si se postula como algo realmente original la predestinación creadora de cada hombre en Cristo, la dimensión “natural” tampoco estará ya yuxtapuesta a la enseñanza moral cristiana como una premisa autónoma, sino que tendrá que ser comprendida e incluida como “ingrediente” creatural en la figura integral de la ética que se manifiesta en Cristo».

      En consecuencia, resulta absurdo relegar lo específicamente cristiano al ámbito trascendental (el de la intencionalidad cristiana), y considerarlo como separado del ámbito categorial (el de la moral meramente humana; un ámbito en el que se niega la existencia de normas específicamente cristianas universalmente válidas, ya que la fuente de las normas categoriales intramundanas no sería otra que la razón autónoma del sujeto). Lo mismo se podría decir respecto a la separación entre el ethos de la salvación y el ethos mundano. Por una parte, la moral cristiana es a la vez trascendental y categorial. Por otra, el cristiano trabaja por su salvación y por la salvación de todos los hombres precisamente a través de las realidades mundanas. Todo lo que el hombre hace puede y debe tener valor salvífico.

      La disociación operada por la moral autónoma no permite entender la moral cristiana como seguimiento de Cristo, como «adherirse a la persona misma de Jesús, compartir su vida y su destino, participar de su obediencia libre y amorosa al Padre» «mediante la adhesión por la fe» (n. 19). En efecto, Cristo es Dios y hombre, y adherirse a Él supone identificarse con Él no sólo en cuanto a la intencionalidad, sino también en cuanto a la elección de acciones intramundanas que estén de acuerdo con la ley de Cristo (que incluye −repetimos− la ley natural). Poner como criterio exclusivo de la acciones morales intramundanas la razón autónoma, equivale a sustraer el ámbito de las relaciones del hombre consigo mismo y con los demás del criterio de Cristo.

      Es fácil concluir también que la propuesta de la moral de la fe está en sintonía con las indicaciones de la encíclica. En cambio la propuesta de Aubert, aunque en nuestra opinión no entra en contradicción con las enseñanzas de Veritatis splendor, no consigue explicar adecuadamente la relación entre ley natural y ley de Cristo al afirmar que la segunda no añade nada desde el punto de vista material a la primera. La deficiencia se debe a una consideración excesivamente abstracta la acción moral del cristiano.

      En efecto, pensamos que si se admite la especificidad de las causas final, eficiente y formal −como hace Aubert−, la no especificidad de la causa material sólo podría mantenerse desde una consideración abstracta de la ética. A un examen más existencial de la acción, resulta claro que un acto humano bueno, elegido por la razón bajo la guía de los conocimientos que proporciona la fe,  realizado por amor a Dios y bajo el impulso de la gracia, es específicamente distinto de un acto idéntico desde el punto de vista material, pero realizado por otras causas y elegido sin contar con la fe. En realidad, decir que desde el punto de vista material no hay diferencia entre cristianos y no cristianos, es fruto de una abstracción similar a la que permite decir que entre los hombres y los demás mamíferos no hay diferencia respecto a las operaciones de comer o reproducirse.

      Por último, parece interesante llamar la atención sobre el término “específico”, que la encíclica emplea cuando afirma que «se ha llegado hasta el punto de negar la existencia, en la divina Revelación, de un contenido moral específico y determinado, universalmente válido y permanente» (n. 37). El contenido moral cristiano referido a la moral intramundana es específico no porque contenga normas exclusivas del cristianismo, sino porque constituye un cuerpo que en su conjunto es único y original, cuya fuente es Cristo. Más aún, se puede decir que tal contenido moral es el mismo Cristo como norma concreta y universal de la vida del hombre. De ahí también la validez universal y permanente de tales normas. La razón última es que «Jesucristo es el mismo ayer y hoy, y por los siglos» (Hbr 13, 8).