Queridos hermanos y hermanas, tenemos este encuentro como conclusión de los trabajos de vuestra Sesión Plenaria. Les saludo cordialmente y saludo al cardenal prefecto por sus amables palabras.
Nos encontramos en el Año Santo de la Misericordia. Espero que en este Jubileo todos los miembros de la Iglesia renueven su fe en Jesucristo que es el rostro de la misericordia del Padre, el camino que une a Dios y al hombre. Por lo tanto misericordia es el arquitrabe que sostiene la vida de la Iglesia: de hecho la primera verdad de la Iglesia es el amor de Cristo.
¿Cómo no desear entonces que todo el pueblo cristiano –pastores y fieles– descubran y pongan en el centro, durante el Jubileo, las obras de misericordia corporales y espirituales? Y cuando en el ocaso de la vida, se nos preguntará si hemos dado de comer al hambriento y de beber al sediento, también se nos preguntará si hemos ayudado a las personas a salir de sus dudas, si nos hemos comprometido a recibir a los pecadores, advirtiéndolos o corrigiéndolos, si hemos sido capaces de luchar contra la ignorancia, especialmente la relativa a la fe cristiana y a la vida buena. Esta atención a las obras de misericordia es importante: no son una devoción. Es la concretización de cómo los cristianos deben llevar adelante el espíritu de misericordia. Un vez, en estos años, recibí un movimiento importante en el Aula Pablo VI, estaba llena. Y toqué el tema de las obras de misericordia. Me paré e hice una pregunta: “¿Quién de vosotros se acuerdan bien de cuáles son las obras de misericordia espirituales y corporales? Quien se acuerde que levante la mano”. No eran más de 20 en un aula de 7 mil. Tenemos que volver a enseñar esto a los fieles, que es tan importante.
En la fe y en la caridad existe una relación de conocimiento y unificadora con el misterio del Amor, que es el mismo Dios. Y si bien Dios queda un misterio en sí mismo, la misericordia efectiva de Dios se ha vuelto en Jesús, misericordia afectiva, siendo que Él se hizo hombre para la salvación de los hombres. La tarea confiada a vuestro dicasterio encuentra aquí su más profundo fundamento y su justificación adecuada.
La fe cristiana, de hecho, no solo es conocimiento para conservar en la memoria, sino verdad que hay que vivir en el amor. Por lo tanto, junto con la doctrina de la fe, también hay que custodiar la integridad de las costumbres, sobre todo en los ámbitos más sensibles de la vida. La adhesión de fe a la persona de Cristo implica tanto el acto de la razón como la respuesta moral a su don. En este sentido, doy las gracias por todo el esfuerzo y la responsabilidad con que son tratados los casos de abuso de menores por parte del clero.
El cuidado de la integridad de la fe y de las costumbres es una tarea delicada. Para cumplir bien esa misión es importante un compromiso colegial. Vuestra Congregación valoriza mucho la contribución de los consultores y de los comisarios, a quienes deseo agradecerles el trabajo precioso y humilde. Y les animo a proseguir en la praxis de tratar los temas en el congreso semanal y los más importantes en las sesiones ordinarias o plenarias. Hace falta promover, en todos los niveles de la vida eclesial, una correcta sinodalidad. En este sentido el año pasado habéis organizado una reunión con los representantes de las Comisiones doctrinales de las Conferencias Episcopales de Europa, para abordar colegialmente algunos retos doctrinales y pastorales.
De esta manera se contribuye a suscitar en los fieles un nuevo impulso misionero y una mayor apertura a la dimensión trascendente de la vida, sin la cual Europa corre el riesgo de perder el espíritu humanista que, no obstante, ama y defiende. Les invito también a seguir y a intensificar las colaboraciones con tales órganos consultivos que ayudan a las Conferencias Episcopales y con cada uno de los obispos en su solicitud por la sana doctrina en un tiempo de cambios rápidos y de problemáticas de creciente complejidad.
Otra aportación significativa a la renovación de la vida eclesial es el estudio sobre la complementariedad entre los dones jerárquicos y carismáticos. Según la lógica de la unidad en la legítima diferencia -lógica que caracteriza toda auténtica forma de comunión en el Pueblo de Dios-, dones jerárquicos y carismáticos están llamados a colaborar en sinergia por el bien de la Iglesia y del mundo. El testimonio de esta complementariedad es hoy muy urgente y representa una expresión elocuente de aquella ordenada pluriformidad que caracteriza a cada tejido eclesial, como reflejo de la armoniosa comunión que vive en el corazón de Dios Uno y Trino. La relación entre dones jerárquicos y carismáticos, de hecho lleva a su raíz Trinitaria, en la relación entre el Logos divino encarnado y el Espíritu Santo, que es siempre don del Padre y del Hijo.
Justamente, si esa raíz es reconocida y aceptada con humildad, permite que la Iglesia se renueve en cada tiempo como ‘un pueblo que deriva su unidad de la unidad de Padre, del Hijo y del Espíritu Santo’, de acuerdo con la expresión de san Cipriano (De oratione dominica, 23). Unidad y pluriformidad son el sello de una Iglesia que, movida por el Espíritu, sabe encaminarse con un paso seguro y fiel hacia las metas que el Señor Resucitado le indica en el curso de la historia.
Aquí se puede ver cómo la dinámica sinodal, si se entiende correctamente, nace de la comunión y conduce hacia una comunión, cada vez más efectiva, profunda y dilatada, al servicio de la vida y de la misión del Pueblo de Dios. Queridos hermanos y hermanas, les aseguro que les recordaré en las oraciones y confío en las que harán por mi. El Señor les bendiga y la Virgen les proteja.