Mons. Javier Echevarría, Prelado del Opus Dei.
La primera obra de misericordia corporal que nos propone la Iglesia se centra en visitar y cuidar a los enfermos: una tarea que Jesucristo realizó con continuada frecuencia durante su paso por la tierra. Entre otras muchas escenas del Evangelio, le vemos sanar a la suegra de Pedro, devolver la salud a la hija de Jairo, atender al paralítico de la piscina de Betsaida o pararse ante los ciegos que le esperaban a la entrada de Jerusalén. El dolor de esas personas nos muestra que Dios va a su encuentro y les anuncia la salvación que ha venido a traer a todos los hombres.
En los enfermos, el Señor contemplaba a la humanidad más necesitada de salvación. Sucede que, mientras gozamos de salud, puede surgir la tentación de olvidarnos del mismo Dios, pero cuando se presenta el dolor o el sufrimiento en nuestra vida, quizá viene a nuestra mente el grito del ciego al salir de Jericó: “¡Hijo de David, ten compasión de mí!”. En la debilidad, nos sentimos criaturas especialmente menesterosas.
Detengamos también nuestra marcha ante las fatigas de los demás, como vemos proceder a Cristo. El Espíritu Santo, Amor infinito, consolará a otras personas a través de nuestra compañía, de nuestra conversación y de nuestro silencio respetuoso y constructivo cuando el paciente lo necesite. Todos nos ocupamos de numerosas actividades cada día, y las tareas se multiplican sin cesar, pero no debemos permitir que una agenda apretada conduzca nuestra vida al olvido de los enfermos.
Son muchos los ejemplos de santos y de santas que imitaron a Jesús, también en esta obra de misericordia. Por ejemplo, san Josemaría solía explicar que el Opus Dei había nacido –como una necesidad– en los hospitales, entre los enfermos. Desde que se trasladó a Madrid en 1926 ó 1927 y hasta 1931, colaboró intensamente en varias instituciones asistenciales −el Patronato de Enfermos, la confraternidad de San Felipe Neri, etc.− desde donde se atendían a pacientes de los hospitales y de las periferias de la capital. Madrid contaba entonces con más de un millón de habitantes; los suburbios estaban muy distantes entre sí, escaseaban los medios de transporte y, con el fin de servir a los enfermos en sus casas y chabolas, acudía donde fuera preciso, siempre a pie, y les transmitía el aliento de Cristo y el perdón de Dios Padre. ¡Cuántas personas se habrán ido al Cielo por esa labor sacerdotal de san Josemaría!
En esos u otros hospitales y lugares, sobre todo a partir de 1933, iba acompañado por algunos jóvenes a quienes asistía en su vida espiritual. Con ellos, ofrecía a los pacientes palabras de cariño o les prestaban diversos servicios, como lavarles, cortarles las uñas, peinarles o facilitarles una buena lectura. Precisamente muchos de esos jóvenes, al contacto con el dolor y la pobreza de otras personas, descubrieron con hondura a Jesús en el enfermo y en el desvalido.
Hijas e hijos míos, amigos y amigas que participáis en los apostolados de la Prelatura, esta atención a los desvalidos no ha de reducirse a una característica sólo de los inicios: el Opus Dei sigue naciendo y creciendo cada día en ti, en mí, cuando practicamos la misericordia con los desamparados, cuando descubrimos a Cristo en las almas que nos rodean, especialmente en las atormentadas por algún mal.
Como Cristo, llevémosles la misericordia de Dios con nuestros cuidados, con nuestra presencia, con nuestros servicios, incluso con una simple llamada telefónica. Podremos así distraerles del dolor o de la soledad, escuchar con paciencia las preocupaciones que les opriman, transmitirles cariño y fortaleza para que reaccionen con dignidad ante sus circunstancias; y recordarles que la enfermedad es una ocasión para unirse a la Cruz de Jesús.
En Camino, obra conocida en todo el mundo, san Josemaría escribió: “−Niño. −Enfermo. −Al escribir estas palabras, ¿no sentís la tentación de ponerlas con mayúscula? Es que, para un alma enamorada, los niños y los enfermos son Él”. Y ya desde su juventud −la de san Josemaría, me refiero− veía a Cristo en quienes sufren, porque Jesús no sólo curó a los enfermos, sino que se identificó con ellos. El Hijo de Dios padeció dolores inmensos: pensemos, por ejemplo, en su agotamiento físico y espiritual en el huerto de los olivos; en la indescriptible pena de cada latigazo durante la flagelación; en el dolor de cabeza y la debilidad física que debieron inundarlo con el pasar de las horas durante la Pasión...
Para quienes padecen una enfermedad, esa situación doliente quizá se acoja como una carga oscura y carente de sentido; la realidad puede tornarse sombría y sin razón. Por eso, si el Señor permite que experimentemos el dolor, aceptémoslo. Y si hemos de ir al médico, obedezcamos docilmente sus indicaciones, seamos buenos pacientes: con la ayuda del Cielo, esforcémonos en aceptar esa situación y deseemos recuperar las fuerzas para servir con generosidad a Dios y a los demás. Pero, si su voluntad fuera otra, digamos como la Virgen: fiat!, ¡hágase! Cúmplase tu voluntad...
De esta forma, sabremos dirigirnos al Señor en nuestra oración, manifestándole:
Yo no entiendo lo que quieres, pero tampoco exijo que me lo expliques. Si Tú permites la enfermedad, concédeme la ayuda para sobrellevar este tiempo: que me una más a ti, que me una más a quienes me acompañan, que me una más a toda la humanidad. Y, repitiendo unas palabras de san Josemaría, confiemos al Espíritu Santo: “¡Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras...”.
¡Cuánto bien causa al alma de cada una y de cada uno ser portadores de la misericordia! Roguemos al Señor, a través de su Santísima Madre, que nos sostenga para transmitir el cariño de Dios a quienes carecen de salud, y acojamos con paz la misericordia del Señor, si su Voluntad se traduce en que nos unamos a Él por medio de la Cruz.