Leopoldo Abadía
Que sí, que ya sé que es difícil ilusionarse hoy, con tanta suciedad por la calle. Pero cerrar la tienda, ¡nunca!, pues no podemos ir por la vida a empatar. Y, mucho menos, a perder el partido
Me llama un amigo, mayor que yo, lo cual es mucho decir. No quiere que le mande nada de lo que escribo. Dice que no tiene nada contra mí. Es que “ha cerrado la tienda”. No le interesa saber nada de lo que pasa.
Recibo un correo de otro amigo, más joven que yo, pero objetivamente, de una cierta edad: “¡Qué pena me da todo esto y qué contento estoy de estar malito… ya enganchado de tanto en tanto al cacharro del oxígeno… ¡Cuanto antes…! A ver si Dios quiere…”
Y, mientras trato de contestar a estos amigos, que hace cuatro días eran jóvenes con ilusiones y ahora se me están volviendo viejos desilusionados, me llega algo que ha dicho el Papa Francisco, que tampoco es un chavalillo, pero que, por lo que veo, tiene ilusiones y, lo mejor de todo, trata de que los demás las tengamos: “No podemos ir por la vida a empatar”.
Y me llega otro correo de otro amigo mío, que ha visto la final del mundial y allí, la figura sobresaliente del campeonato: Kolinda, la presidenta de Croacia, que, según dice mi amigo, “sabe mojarse, no necesita paraguas ni modelos exclusivos de Dior o Chanel, el damero rojo es su divisa. Su honestidad y la de su equipo, alegran el día”. Y refiriéndose a un personaje que creo que aparece solo cuando alguien, quizá ella, puede sacar tajada de su aparición, resume el mundial de fútbol en un resultado: “Kolinda 5, Corinna 0. Sin prórroga ni penaltis”.
Que sí, que ya sé que es difícil ilusionarse hoy, con tanta suciedad por la calle. Pero cerrar la tienda, ¡nunca!
Porque entonces, la calle, sucia, quedará en poder de los sucios, o sea:
- De los que no quieren gobernar para sus votantes, sino para sí mismos.
- De los que son capaces de reinventar la historia, de modo que yo admire a una señora que me dijo hace poco que era profesora de historia, porque veo, sin salir de la Comunidad Autónoma donde vivo, una falta absoluta de respeto a la verdad histórica y un absoluto rechazo del pobre que diga: “es que lo que pasó no fue así, que yo lo vi”.
- Y le admiro a esa señora, porque si es honrada, tiene un trabajo enorme por delante, y se encontrará con una sarta de insultos preparada por los neohistoriadores, o sea, los reinventores de lo que pasó, o como dice otro amigo mío: “personas cuyo razonamiento es inteligente, pero que no están dispuestos a ir más allá en su razonar: son hombres en quienes la comodidad −o el ventajismo, añado yo− ha sustituido a la conciencia”.
Hay una campaña bestial contra el sentido común. Cuando Arturo Pérez-Reverte dice que si los tontos volaran, España viviría a la sombra, no hace más que reflejar el estado actual de una sociedad en la que los brotes de sentido común me recuerdan aquellos brotes verdes que la ministra Salgado intentaba descubrir en tiempos del inefable presidente Zapatero.
Gracias a Dios, hay brotes. Por ejemplo, cuando oigo decir a Emmanuel Macron que si se quiere repartir el pastel, primero debe haber pastel, pienso que eso ya lo sabía mi abuela Ana, de Alcolea de Cinca, fallecida en 1922, y quiero suponer que el presidente de Francia lo ha dicho en un mercado de Burdeos. Pues no. Lo ha dicho en París, en un discurso ante las dos cámaras del Parlamento, reunidas en Versalles, el 9 de este mes de Julio. O sea, ante la crème de la crème, a la que me imagino tomando notas y diciendo: “¡qué presidente más listo tenemos!”
Paul Valéry dijo que “la política es el arte de evitar que la gente se ocupe de lo que le atañe”. Pero no estoy hablando solo de la política. Repaso los periódicos y veo la tele y descubro ataques serios al sentido común, en boca de personas que, teóricamente, deberían tenerlo. En el campo de la política, repito, y en el de la cultura, queriendo cambiar la redacción de la Constitución porque es machista, y en el de los deportes, presentando a los chavales unos ídolos que son eso, ídolos, o sea, “personas admiradas con exaltación”, sin que tengan nada que admirar, excepto los precios de compra y venta.
Y en las costumbres, con unos ejemplos de comportamiento que no hay por donde cogerlos.
Lo sufrí en una comida en el hotel Palace, en Madrid, organizada por una entidad con la que yo tenía una cierta relación. Me tocó una mesa de lujo: un periodista de esos que hacen honor a la profesión y un escritor del mismo nivel. Había un par de comensales más: una periodista, que me hizo buena impresión y otra persona, que no recuerdo. A mi lado, un hueco. Me dijeron que el invitado se retrasaría. La conversación, una gozada. De repente, se abrió la puerta del comedor y apareció un ente con una gorra calada hasta las orejas. Por el atuendo, pensé que se había colado y que venía a pedir limosna. Pero no. Inmediatamente, se levantó una persona de la organización y le acompañó a nuestra mesa. ¡Era el invitado que faltaba! Por supuesto, no se quitó la gorra ni saludó. Se sentó y se puso a deglutir la comida. Intenté hablar con él. Solo conseguí saber que era de un pueblo aragonés y que era ‘influencer’. Que tenía muchos seguidores. La periodista se puso a entrevistarle y los invitados de alto nivel se callaron. Incluso uno, como pidiendo perdón, dijo que él, en lo de la informática, era un ignorante.
Me fui enfadado y me quejé de que, con la inclusión de este pájaro con gorra, habían convertido una mesa de lujo en una comida de castigo.
Lo malo es la normalización de la estupidez. Es malo por dos razones:
Porque si vivimos en ese ambiente, acabamos por acostumbrarnos.
Porque gente bien, o sea, personas con la cabeza sobre los hombros, “cierran la tienda”, como la cerraron los comensales de mi mesa a los que valía la pena escuchar. Como si la elección fuera: ‘me vuelvo como ellos’ o ‘me escapo y desaparezco’.
No podemos ir por la vida a empatar. Y, mucho menos, a perder el partido.
Ya sé que el equipo contrario es fuerte. Y numeroso. Y da la impresión de que crece.
Pero la tienda, siempre abierta. Y el género en las estanterías, el último grito. Porque sería una pena que, basándose en la audiencia o en el número de seguidores o en que ahora se lleva eso, los que tienen que aportar mucho a la sociedad, se fueran a su casa en vez de salir a la calle.
Y no se enorgullecieran de lo que tanto les ha costado conseguir, en lugar de tener complejo de inferioridad.
Porque en mi mesa, con todo mi respeto, el inferior era el de la gorra.
Lo siento, pero era así.
Leopoldo Abadía, en lavanguardia.com.