Salvador Bernal
La Iglesia nunca agradecerá bastante a Pablo VI ese documento sencillo y profundo, el Credo del Pueblo de Dios, claro precedente del futuro Catecismo de la Iglesia
Aunque con leve retraso, no quería omitir un recuerdo del “año de la fe” convocado en 1967 por Pablo VI, con motivo del XIX centenario del martirio de los Apóstoles Pedro y Pablo en Roma. Al clausurarlo el domingo 30 de junio de 1968, propuso el Credo del Pueblo de Dios, una solemne profesión de fe, gran síntesis catequética especialmente necesaria quizá en aquellos años de un postconcilio no precisamente pacífico: la obsesión por el aggiornamento no dejaba títere con cabeza. A la vez, eran tiempos en que se imponía, de la mano de las enseñanzas del pontífice, un renovado esfuerzo para difundir la fe cristiana en un mundo con dosis crecientes de secularización, sobre todo, en occidente.
Algunas de las inquietudes del papa Francisco ante la falsa respuesta gnóstica a los grandes interrogantes humanos, estaban presentes en la cabeza y en el corazón de Pablo VI: hablaba más bien de un “iluminismo” que podía arrumbar verdades permanentes de la doctrina católica. De ahí que recurriera, con sencillez y profundidad, a las grandes formulaciones trinitarias y cristológicas de los primeros concilios ecuménicos, para señalar que la vida íntima de la divinidad “supera infinitamente todo aquello que nosotros podemos entender de modo humano”.
Muchas veces he utilizado un pasaje de ese documento del papa Montini, sobre las perturbaciones que agitaban a no pocos creyentes, que “no escaparon al influjo de un mundo que se está transformando enteramente, en el que tantas verdades son o completamente negadas o puestas en discusión. Más aún: vemos incluso a algunos católicos como cautivos de cierto deseo de cambiar o de innovar. La Iglesia juzga que es obligación suya no interrumpir los esfuerzos para penetrar más y más en los misterios profundos de Dios, de los que tantos frutos de salvación manan para todos, y, a la vez, proponerlos a los hombres de las épocas sucesivas cada día de un modo más apto. Pero, al mismo tiempo, hay que tener sumo cuidado para que, mientras se realiza este necesario deber de investigación, no se derriben verdades de la doctrina cristiana”.
La novedad, cincuenta años después, es que el criticismo de la cultura contemporánea afecta también a la ciencia y a la técnica, a pesar de los evidentes adelantos. Acaba de comprobarse en el país vecino durante los numerosos debates organizados desde enero en torno a la bioética: se difumina la ingenua aceptación del maravilloso progreso perenne e irreversible; al contrario, abundan dudas y temores ante el riesgo de que los avances se vayan de las manos a médicos y biólogos, y tengan efectos no deseados ni deseables.
Sin embargo, la presencia del dolor −del mal− en el mundo sigue siendo un punto difícil en las relaciones entre razón y fe, entre ciencias humanas y saber teológico, entre cultura y religión. Los genocidios del siglo XX, especialmente el Holocausto y la muerte de niños y personas inocentes, se convierten en problema difícilmente resoluble, salvo que se acepte la radicalidad de la muerte gratuita por antonomasia, la del Hijo de Dios en la cruz del Gólgota.
Además, Pablo VI advirtió ya la indiferencia religiosa postmoderna ante los absolutos, que no afectaba solo a una metafísica académica, porque tenía evidentes consecuencias pastorales. Pero también aquí, cincuenta años después, se comprueba la paradoja: el ser humano, carente de significados universales, multiplica la creencia en muy diversos dioses, incluido el renacer de mitos que parecían incompatibles con la racionalidad moderna. Algún sentido profético tuvo el "desencantamiento del mundo" de Max Weber, aunque abocó al "politeísmo de valores", a veces contradictorios, que acaban horadando los cimientos de la legitimación democrática.
Aunque no la abordase expresamente, la crisis de la modernidad −con su incidencia en cuestiones relativas a la inculturación de las verdades reveladas− estaba en la mente de Juan XXIII y en las deliberaciones del Concilio Vaticano II. Desde entonces, hay una evidente continuidad en documentos emblemáticos de Pablo VI, Juan Pablo II, del cardenal Ratzinger y del papa Benedicto XVI, hasta las actuales exhortaciones de Francisco, quizá con mayor incidencia práctica, quizá por sus planteamientos más pastorales.
Pero la Iglesia nunca agradecerá bastante a Pablo VI ese documento sencillo y profundo, el Credo del Pueblo de Dios, claro precedente del futuro Catecismo de la Iglesia. Y, puesto que escribo estas líneas en la fiesta del Carmen, no puedo omitir que incluyó, dentro de la mariología, un detalle de entidad, apuntado en su alocución final de la tercera sesión del Concilio en 1964, que se consolidaría con fuerza con Juan Pablo II: la confirmación de la Virgen María como Madre de la Iglesia.