A veces nos quedamos solo con lo externo: su carácter, sus habilidades, su forma de predicar, etc. Pero hay algo más…
Cada sacerdote esconde una historia: una historia de amor entre Dios y él, misterio de un Dios que llama y un hombre que, generoso, responde libremente. Una historia de filiación entre María y él, la Madre de Cristo Sacerdote y el sacerdote de Cristo. Una historia de amor y servicio hacia los demás: catequesis, visitas a enfermos, consuelo en momentos de sufrimiento y de muerte, presencia siempre alentadora en nuestro camino. Pero, a veces también, una historia de soledad e incomprensión, a veces de fatiga y desilusión.
El sacerdote es alguien que ha sido expropiado para uso público, su vida se entiende en relación a Dios y a los demás, aun cuando estos últimos no le quieran escuchar o le consideren una reliquia de tiempos pasados. Hace poco un obispo amonestaba a los fieles de una parroquia reunidos para el funeral de un anciano sacerdote: «¡Quered a los sacerdotes! ¡Quered a los sacerdotes!» Somos signo visible del cuidado de Dios por su pueblo. Como dice el salmo: «El Señor ama a su pueblo», y este amor se evidencia en sus ministros.
Querer a un sacerdote es, en primer lugar, rezar por él, presentar ante el buen Jesús sus intenciones, pedirle por su santidad y necesidades. Querer a un sacerdote es prestarle la ayuda que pueda necesitar en el ejercicio de su ministerio. Querer a un sacerdote es preocuparse también por sus necesidades materiales. Querer a un sacerdote es respetar su buena fama y defenderlo. Querer a un sacerdote es perdonar sus equivocaciones y defectos. Como los buenos hijos quieren a sus padres.