12/19/22

Prelaturas personales

Juan Fornés

Las prelaturas personales, como indica su mismo nombre, son un tipo de división eclesiástica presidida por un Prelado, delimitada no por un territorio (como ocurre con la mayoría de las circunscripciones eclesiásticas), sino por un criterio personal (a través de la determinación de las personas que forman parte de esa circunscripción). La razón de ser de las prelaturas personales es proporcionar una atención pastoral peculiar a fieles que pertenecen ya a sus respectivas Iglesias particulares,  y que por sus circunstancias personales necesitan de ese especial cuidado; de esta manera, al mismo tiempo, se provee a una distribución del clero más adecuada a las necesidades pastorales concretas.

Las prelaturas personales están reguladas actualmente por el Código de Derecho Canónico, en los  cánones  294-297. El Código de los Cánones de las Iglesias orientales no contempla expresamente esta figura, pero algunos exarcados personales podrían responder a las características de este tipo de circunscripción.

Fueron creadas a raíz del Concilio Vaticano II. La Prelatura del Opus Dei es la primera prelatura personal erigida por la Santa Sede.

1.           Origen de la figura canónica

Antes del Concilio Vaticano II ha habido algunos precedentes de prelados con jurisdicción personal, entre los que destacan los vicarios militares, que gozaban de una potestad vicaria del Papa. Asimismo, el ordenamiento canónico conocía la figura de las prelaturas, pero eran concebidas,  al igual que las demás circunscripciones eclesiásticas, como divisiones territoriales. En efecto, el Código de Derecho Canónico promulgado en 1917 trataba de las prelaturas nullius dioecesis, es decir, territorios que no formaban parte de una diócesis y que estaban gobernados por un Prelado, que podía no ser obispo, al que se le reconocía una potestad participada por derecho eclesiástico de la suprema potestad.

El Concilio Vaticano II, con la intención de reformar la organización del ordo clericorum en función de las concretas necesidades pastorales, dispuso que, donde lo exigiese el apostolado, se hicieran “más factibles, no sólo la conveniente distribución de los presbíteros, sino también las obras pastorales peculiares para los diversos grupos sociales que hay que llevar a cabo en alguna región o nación, o en cualquier parte de la tierra. Para ello, pueden establecerse algunos seminarios internacionales, diócesis peculiares o prelaturas personales y otras instituciones por el estilo, a las que puedan agregarse o incardinarse los presbíteros para el bien común de toda la Iglesia, según módulos que hay que determinar para cada caso, quedando siempre a salvo los derechos de los ordinarios del lugar” (PO, 10).

Como hasta entonces las prelaturas que se conocían eran territoriales, resultaba necesaria una aclaración de la naturaleza de esta nueva figura de la organización eclesiástica. Pablo VI, pocos meses después del citado decreto conciliar, en el Motu Pr. Ecclesiae Sanctae, de 6 de agosto de 1966, que desarrollaba algunas previsiones del Concilio, ofrecía unas normas de aplicación de las prelaturas personales.

Durante la elaboración del Código de Derecho Canónico de 1983 se planteó la cuestión de cómo y en qué lugar ocuparse de estas prelaturas. En un primer momento se pensó incluirlas en la parte dedicada a la Iglesia particular. Como hubo quien planteó alguna duda acerca de la naturaleza de esta nueva figura, el legislador evitó calificaciones legales, colocando los cánones que de ella trataban en la parte dedicada a los fieles cristianos, inmediatamente después de aquéllos relativos a los clérigos, en lugar de situarlos en la parte dedicada a las Iglesias particulares como estaba inicialmente previsto. Con esto se marcó la diferencia de las prelaturas personales con las territoriales, ya que estas últimas quedaban entre los tipos de circunscripción que se crean en el primer desarrollo organizativo de la presencia de la Iglesia en un grupo humano. Ciertamente la posición de los cánones no cambia la naturaleza de la nueva figura, que sigue siendo la de una “prelatura” delimitada por un criterio “personal”, y como tal es análoga a la prelatura territorial y, por tanto, a la diócesis, ya que posee elementos comunes con ellas (sobre todo, el ser una circunscripción eclesiástica gobernada por un Ordinario propio), bien entendido que se trata sólo de analogía, no de identidad, pues hay diferencias entre las prelaturas personales y las territoriales y las diócesis, que los estatutos de las prelaturas personales pueden acentuar más o menos, y que, desde el punto de vista sustancial, estriban principalmente en el hecho de que las prelaturas personales no sustituyen a las circunscripciones territoriales, sino que se añaden a la organización primaria de la Iglesia por razones pastorales especiales que afectan a las Iglesias locales, de manera que los fieles de las prelaturas personales son con anterioridad y contemporáneamente fieles de las respectivas circunscripciones territoriales.

La novedad de la figura jurídica y los cambios introducidos durante la elaboración del Código han llevado a que teólogos y canonistas se hayan ocupado de ella sólo algunos títulos especialmente significativos, sobre todo en lengua castellana, que contienen a su vez abundantes referencias bibliográficas). La profundización teológica y canónica y la inserción de la primera prelatura personal (la del Opus Dei) en la vida de la Iglesia han ayudado a aclarar algunos puntos y a disipar algunas dudas iniciales.

En todo caso, para comprender el sentido de las prelaturas personales es necesario partir de los presupuestos eclesiológicos contenidos en la doctrina del último Concilio ecuménico, como son: la dimensión universal del sacerdocio y, concretamente, del episcopado, que conduce al principio de colaboración entre los Pastores; la necesidad de ofrecer a los fieles todos los medios necesarios para que puedan seguir con plenitud su llamada a la santidad, sin contentarse con una pastoral minimalista; el papel activo de los laicos en la edificación de la Iglesia, y otros que están en este orden de ideas.

2.           Rasgos fundamentales de las prelaturas personales

La regulación positiva vigente de las prelaturas personales responde sustancialmente a la descripción contenida en Ecclesiae Sanctae. Se trata, en resumen, de prelaturas erigidas por la Santa Sede, después de haber oído a las Conferencias Episcopales interesadas, para una apta distribución del clero o para realizar peculiares obras pastorales o misionales (cfr. c. 294). Corresponde, en efecto, a la Santa Sede, garante de la communio ecclesiarum, la coordinación de las actividades pastorales dirigidas a la satisfacción  de las necesidades sentidas en más de una diócesis, pero al mismo tiempo resulta congruente con los principios de colegialidad y de buen gobierno la consulta a los obispos interesados. En la práctica puede suceder que sea la misma Conferencia Episcopal la que pida a la Santa Sede la erección de una prelatura para hacer frente con mayor eficacia a una necesidad pastoral peculiar presente en las diócesis de su territorio, como sería el caso de la pastoral con emigrantes o con nómadas. En todo caso, es necesario el consentimiento del obispo diocesano antes de que una prelatura personal ejerza su misión en una diócesis (cfr. c. 297).

En el acto de erección, la Santa Sede otorga unos estatutos que precisan la constitución y el modo de actuar de la prelatura: su ámbito, su misión específica, sus órganos de gobierno, sus relaciones con los Ordinarios locales y otros posibles puntos. En aquello que no esté establecido por los estatutos habría que acudir por analogía (cfr. c. 19) a la disciplina prevista para las diócesis.

Desde el punto de vista de la composición personal, las prelaturas personales constan de un Prelado, ayudado por su presbiterio, y de los fieles para los que se ha erigido la prelatura. El Prelado, aunque puede no ser obispo, gobierna la prelatura como Ordinario propio (cfr. c. 295 § 1), por lo que su oficio es análogo al de un obispo diocesano. Su potestad está limitada por  el ámbito y por la misión de la prelatura, determinados en los estatutos (por ejemplo, es posible que éstos prevean que no tenga jurisdicción en algún ámbito, como podría ser el matrimonial).

Para poder cumplir la misión pastoral que la Iglesia le confía, el Prelado necesita de la ayuda de sacerdotes que forman su presbiterio. El Prelado puede erigir un seminario para incardinar en la prelatura a los clérigos formados en él, que se ordenan a título de servicio a la prelatura (cfr. c. 295). Además de otros clérigos seculares que puedan incardinarse sucesivamente, nada impide que haya sacerdotes incardinados en otros entes (también religiosos) que, mediante los acuerdos típicos que se realizan en casos de este estilo, ejerzan su ministerio en servicio de la prelatura.

Se crea una prelatura para atender pastoralmente a un grupo de fieles  que por especiales circunstancias necesitan  un cuidado pastoral peculiar (por ejemplo, emigrantes o refugiados, marineros, etc.). De esta manera se distribuye mejor el clero, dedicándolo a las concretas necesidades espirituales de los fieles. En realidad, la distribución del clero y la ejecución de peculiares obras pastorales no son dos finalidades alternativas, sino que están intrínsecamente relacionadas. En todo caso, el hecho de que el canon 294 afirme literalmente que constan de presbíteros y diáconos del clero secular no avala una concepción de las prelaturas personales como entidades clericales, compuestas sólo por clérigos. Leyendo este canon a la luz de la tradición canónica (cfr. c. 6 § 2), concretamente de la regulación de las prelaturas nullius del anterior Código, resulta evidente que lo que quiere subrayar es que el clero de una prelatura personal es de suyo secular, pero dando por supuesto que hay también pueblo; de lo contrario, no tendría sentido el adjetivo “personal”, además de lo problemática que resultaría –desde el punto de vista eclesiológico y jurídico– la presencia de un ente en el que se pudiesen incardinar clérigos seculares sin una misión ministerial determinada.

El acto de erección ha de determinar quiénes son los fieles a los que se dirige la actividad de una prelatura personal. A estos fieles, que no dejan de pertenecer a las respectivas diócesis, se les ofrece la posibilidad de acudir también al servicio de  la prelatura. La nueva relación que les une a la prelatura está constituida por los normales vínculos de comunión que se dan en la Iglesia: jerárquica con el Prelado y su presbiterio, y de comunión fraterna con todos los fieles de la prelatura. El hecho de que sean beneficiarios de la actividad de la prelatura no significa que sean meros sujetos pasivos: los fieles mantienen en una prelatura personal su función activa en el Pueblo de Dios.

Además de la presencia de los fieles para los que se erige una prelatura personal, está prevista la posibilidad (no necesaria ni esencial) de que fieles laicos realicen convenciones con la prelatura para cooperar orgánicamente en ella (cfr. c. 296). La expresión “cooperación orgánica”  inspira la idea de una “co-operación” (“co-actividad”) de los laicos con los ministros sagrados en el cuerpo eclesial, cada uno según su función, o sea, la cooperación que se da en la Iglesia entre el sacerdocio común y el sacerdocio  ministerial.  El  contenido concreto y las consecuencias de esta cooperación dependerán de la convención que, según los estatutos, se acuerde con la prelatura.

Los fieles que colaboren en virtud de convenciones con la  prelatura  pueden  ser fieles que pertenecían ya a la prelatura o bien otros que deciden participar de su misión. También puede ocurrir (que es precisamente lo que ha sucedido en la erección de la primera prelatura personal, la del Opus Dei) que la Santa Sede, previendo con certeza que habrá un número congruente de fieles, erija la prelatura para los católicos que quieran incorporarse voluntariamente a ella mediante convenciones con el objeto de beneficiarse de su actividad y cooperar con ella (del mismo modo previsto, por ejemplo, para la erección de ordinariatos personales para fieles provenientes del anglicanismo). Evidentemente, el hecho de que en estos casos la pertenencia a la prelatura sea voluntaria no impide que la prelatura siga siendo tal, es decir, los vínculos de comunión de los que antes se hablaba siguen siendo de la misma naturaleza, ya que el Prelado ha recibido la misión y la correspondiente potestad sagrada de la Iglesia, no de los fieles.

3.           El Opus Dei, prelatura personal

Consta que desde los primeros años de existencia del Opus Dei, san Josemaría preveía la necesidad de que la Obra estuviese gobernada por una jurisdicción personal. Pero para que la jerarquía eclesiástica considerase la necesidad pastoral que ponía de manifiesto ese fenómeno de vida cristiana y decidiese encargar a un prelado su cuidado, la realidad apostólica del Opus Dei debía crecer, y la reflexión teológica y canónica que confluyó en el Vaticano II necesitaba madurar. Durante ese desarrollo, el fenómeno nacido debía entablar las necesarias relaciones intra-eclesiales, de manera que hubo de asumir diversas formas jurídicas, aunque ninguna de ellas recogía adecuadamente su realidad apostólica y pastoral.

Independientemente de la forma institucional, la vida del Opus Dei estuvo desde sus inicios regida por san Josemaría, que, como Pastor, conducía la labor formativa  y apostólica de los fieles de la Obra, ayudado más tarde por los sacerdotes que se ordenaban para colaborar con él en esta tarea. El Opus Dei, como unidad orgánica sustentada por el ejercicio del sacerdocio común y el sacerdocio ministerial, era así, de hecho, una realidad necesitada de ser regida por una autoridad eclesiástica con jurisdicción personal, sin que por eso sus fieles dejasen de pertenecer a las respectivas diócesis.

Por esta razón, el fundador del Opus Dei señaló la figura de la prelatura personal como solución al problema de la configuración jurídica eclesial para la Obra. Su cumplimiento llegó después de su muerte, cuando Juan Pablo II erigió la Prelatura de la Santa Cruz y Opus Dei, con la Const. Ap. Ut sit, de 28 de noviembre de 1982, que fue ejecutada el 19 de marzo de 1983, y nombró Prelado al primer sucesor de san Josemaría, Mons. Álvaro del Portillo. La erección de la Prelatura no es el resultado de la evolución de una de las formas institucionales que el Opus Dei hubo de asumir (lo que habría sido imposible), sino un desarrollo de la organización eclesiástica, para hacer frente al fenómeno de vida cristiana presente en la realidad del Opus Dei.

La Prelatura del Opus Dei no agota la figura de las prelaturas personales. En el futuro la Santa Sede podría erigir otras con características diversas: de ámbito sólo nacional o regional, para necesidades surgidas de circunstancias no ligadas a un fenómeno carismático, sino meramente humanas (étnicas, profesionales, nacidas de la movilidad humana, etc.), con una misión pastoral que comprenda también los servicios típicamente parroquiales, etc. En todo caso, la aplicación de la figura jurídica de las prelaturas personales al Opus Dei constituye un claro criterio interpretativo de la normativa canónica sobre este tipo de circunscripción.

4.           Presencia de Dios

La expresión “presencia de Dios” tiene un sentido objetivo y un sentido subjetivo. Objetivamente significa que Dios, en cuanto creador y providente, está presente en todas las cosas confiriéndoles el ser y manteniéndolas en el ser; y también que, en virtud de su libertad y de su amor, se ha hecho presente en Cristo y en la Eucaristía. Subjetivamente, significa que el hombre se hace consciente de esa presencia divina y crece en ella hasta dejar que ilumine toda su vida. Esta es la perspectiva desde la que ordinariamente la considera san Josemaría.

Es  el  sentido  de  la  filiación  divina –columna vertebral del espíritu del Opus Dei– la fuente de la que mana la constante presencia de Dios en la vida de san Josemaría. Es además el rasgo concreto   y palmario que testimoniaron los que lo conocieron y convivieron con él, junto –en lo humano– con la simpatía, el ingenio y   el buen humor y la fina caridad. Fue una tenaz conquista, fruto de la gracia y de su correspondencia. Se aprecia, ya desde los comienzos, que el Espíritu Santo le otorgó el don de una continua presencia de Dios, que fue incesante a lo largo de toda su vida y se hizo creciente con el paso de los años.

“En Dios vivimos, nos movemos y existimos” (Hch 17, 27-28): vivimos porque Él nos ha creado, y permanecemos  en la vida porque Él nos sostiene con su amorosa providencia. Asimismo tenemos la convicción de que Dios está con nosotros, siempre, no como un ente abstracto  o una fuerza impersonal, sino como Padre que es, amoroso y misericordioso.

Fuente: dialnet.unirioja.es/