José Antonio García-Prieto Segura
Solo para quien acoge y hace suya esta verdad, la Navidad le alegra y se torna apta para mayores
Recuerdo, siendo pequeño, que los anuncios de ciertas películas iban acompañados de esta advertencia: “No apta para menores”. Cuatro palabras lo decían todo: aquellos films, por su argumento o escenas, ofrecían algo inconveniente para menores. Pero no se sabe muy bien por qué dichosa razón, los mayores estarían inmunizados, sin más ni más, frente al nocivo contenido de la película. Una lectura negativa del “No apta para menores”, supondría que los mayores, por sus experiencias de lo visto y vivido a lo largo de los años, habrían formado en su modo de vivir y en su conciencia moral, una especie de “callo”, a modo de anticuerpos, que impedirían que les afectasen escenas inconvenientes y sucias, o tramas argumentales de fuerte contenido inmoral.
Mi recuerdo infantil ha hecho que aquella advertencia la aplique ahora a la Navidad, con un juego de palabras a la inversa y cierta intención provocadora. El avispado lector ya habrá intuido por dónde puede ir el mensaje de este artículo; con todo, y para evitar malentendidos, diré por qué esa exclusión de los mayores.
En primer lugar, como todos saben sean o no creyentes, los cristianos celebramos la Navidad como la fiesta del nacimiento de Cristo, Dios hecho hombre, en Belén. Si lo llevásemos al cine, diríamos: película basada en hechos reales, apta para todos los públicos, pero advertimos: las personas mayores, solo podrán captar la esencia de esta película histórica, si se hacen pequeños.
Hay ejemplos históricos de que así aconteció, precisamente al nacer Cristo. Hubo entonces adultos que, magnificados por su “ego personal” de grandeza terrena, de vana sabiduría, de poder temporal, de vano engreimiento, etc., se incapacitaron para captar el misterio de amor divino y humano, de humildad y sencillez, de Cristo en Belén. Y no faltaron otros mayores que, en su llaneza y sencillez de corazón, se hicieron pequeños y, así, aptos para alegrarse con la Navidad. Entre los prepotentes, se llevó la palma el rey Herodes. Cuando tres sabios de Oriente ─más conocidos por “los Reyes Magos” ─ que por su ciencia y posición social no debían ser ningunos pardillos, le preguntan por el “nacido rey de los judíos” al que deseaban adorar, Herodes se sobresalta. Vislumbra enseguida a un competidor, alguien que puede hacerle sombra en sus miras y prepotencias terrenas. Y ya sabemos cómo terminó aquello: muchos niños inocentes perdieron la vida.
También otras personas mayores y sabias, conocedoras de las profecías sobre la venida del Salvador, indicaron a Herodes que Belén era el lugar del nacimiento. Pero no sabemos que estos sabios movieran un solo dedo para ir presurosos a Belén. Lo dejaron estar y tampoco para ellos hubo Navidad. Al fin, otros adultos y curtidos en la dura profesión de pastores, recibieron la noticia del nacimiento del Salvador. Y, como los sabios de Oriente, se hicieron igualmente pequeños, acogieron la alegre noticia, y acudieron enseguida a Belén. Allí, gozaron contemplando el amor eterno de Dios, hecho carne en la sencillez de “un niño envuelto en pañales y reclinado en un pesebre” (Lc 2, 12), como les había anunciado el ángel.
Deseo hacer hincapié en esta verdad central de la Navidad, ciertamente histórica, del nacimiento de un niño en Belén, pero que va más lejos, como confesamos los cristianos: aquel Niño era Dios y vino para salvarnos de la triste miseria del pecado. Solo para quien acoge y hace suya esta verdad, la Navidad le alegra y se torna apta para mayores. A este propósito, transcribiré un delicioso coloquio entre una persona adulta y unos niños, en el que se transparenta el gozo de éstos al intuir y acoger la infinita grandeza que supone la Redención, comenzada en Belén. Con sabiduría y argumentación impropias de su edad, por unos momentos dejan completamente descolocada a la persona mayor, en este caso, una mujer: Prudencia Prim.
Me refiero a un pasaje de la novela de Natalia Sanmartín, El despertar de la señorita Prim. La protagonista, Prudencia, joven culta y educada, empieza a trabajar como bibliotecaria de un hombre viudo e inteligente, que vive con cuatro sobrinos, entre 7 y 11 años, en un pueblo perdido. Se encargará también de la instrucción completa de los niños, por la que su tío tiene vivísimo interés, especialmente por su formación religiosa, que él ya les iba inculcando.
Cierto día, entre la formadora y los niños, se suscita una conversación sobre “la verdad”. Vale la pena transcribir el entero coloquio, pese a su extensión:
“Le queréis mucho, ¿verdad? Me refiero a vuestro tío. ─Sí, dijo el pequeño Deka, al tiempo que sus hermanos asentían con la cabeza. E inmediatamente añadió: Él siempre dice la verdad.
¿Es que el resto de la gente miente?, preguntó la bibliotecaria sorprendida por aquella respuesta. ─La gente miente a los niños ─dijo Septimus con gravedad─-. Lo hace todo el mundo y nadie cree que esté mal. Cuando murió nuestra madre todos nos dijeron que se había convertido en un ángel.
¿Y no es así?, murmuró conmovida la señorita Prim. ─Septimus miró a su hermana, que sacudió la cabeza a ambos lados con fuerza. ─Ningún hombre puede convertirse en un ángel, señorita Prim. Los hombres son hombres y los ángeles son ángeles, son cosas distintas. Fíjese en los árboles y en los ciervos. ¿Cree usted que un árbol podría convertirse en ciervo?
La bibliotecaria negó con un gesto. ─A lo mejor es una forma de explicarlo o quizá una leyenda. ¿Y qué tienen de malo las leyendas? ¿Qué me decís de los cuentos de hadas? ¿No os gustan los cuentos de hadas? ─preguntó haciendo un esfuerzo por cambiar de tema.
Sí que nos gustan ─contestó tímidamente Eksi─, nos gustan muchísimo. ─¿Y cuál es vuestro favorito? ─La historia de la Redención, respondió con sencillez su hermana mayor.
La señorita Prim, atónita ante la respuesta, no supo qué contestar. (…)
Pero Tes, eso no es exactamente un cuento de hadas. Los cuentos de hadas son historias llenas de fantasía y aventura, están hechos para entretener. No están fechados en una época determinada ni hablan de personas y lugares que existieron.
Oh, pero eso ya lo sabemos ─dijo la niña─. Sabemos que no se trata de un cuento de hadas normal. Sabemos que es un cuento de hadas real.
La bibliotecaria se acomodó, pensativa, en el viejo banco de hierro. ─¿Lo que quieres decir es que se parece a los cuentos de hadas? ¿Es eso? ─preguntó intrigada.
No, claro que no. La Redención no se parece en nada a los cuentos de hadas, señorita Prim. Son los cuentos de hadas y las viejas leyendas los que se parecen a la Redención. ¿No se ha fijado usted nunca? Es como cuando copias un árbol del jardín en un papel. El árbol del jardín no se parece al dibujo, ¿no es cierto? Es el dibujo el que se parece un poco, solo un poquito, al árbol de verdad.
Volvamos a la “Navidad, no apta para mayores”. Bienvenidos los signos externos: luces, música, villancicos, regalos… Pero demos vida, en nuestro corazón, al misterio del Amor divino. Los niños de El despertar de la señorita Prim, que captaron la grandeza del Misterio, son todo un ejemplo para cualquier adulto que quiera vivir la Navidad como lo hicieron los Tres Magos de Oriente, los pastores de Belén y cuantos, sin dejar de ser mayores, han sabido hacerse pequeños. Así lo deseo para todos los lectores que hayan llegado, pacientemente, hasta aquí. Y, también, ¿por qué no?, para cuantos hayan dejado su lectura a la mitad o, incluso, con las prisas de la cercana Navidad, ni siquiera hayan pasado de la primera línea. Para todos, sin excepción: ¡Feliz Navidad!