Juan Manuel de Prada
«Quitad lo sobrenatural y no os quedará lo natural –nos advertía Chesterton–, sino lo antinatural»
A estas alturas de la película, resulta incontestable que nos aproximamos vertiginosamente al final de una era. No entraremos a enumerar los signos 'materiales' que lo delatan, que han adquirido densidad de enjambre y cualquier observador atento puede detectar por doquier; probaremos, por el contrario, a esbozar el fondo espiritual que los alimenta.
Nuestra época es la fase terminal de un largo período histórico –podríamos remontarlo, incluso, hasta el Renacimiento, aunque seguramente sea más 'manejable' hacerlo tan sólo hasta las revoluciones– caracterizado por una autoafirmación prometeica del hombre, que primero se disfrazó con las galas del 'humanismo', luego salió del armario convertido en 'iluminismo' y acabó en eufórico endiosamiento humano, antes de despeñarse y venir a parar a las fosas en que nos hallamos postrados. Todo este proceso prometía fortalecer al hombre occidental, pero el desenvolvimiento paradójico de la Historia nos ha mostrado que a la postre sólo ha logrado debilitarlo. Si en los albores de esta era el ser humano caminaba lleno de confianza en sí mismo, seguro de que sus potencias creadoras no tenían fronteras ni límites, en sus estertores se arrastra abatido y con la fe en sus propias fuerzas hecha añicos.
Aquella autoafirmación prometeica exigió una ruptura con el centro espiritual de la vida; y, al consumarla, el hombre occidental se quedó descentrado, se desligó del fondo que nutría y arraigaba su existencia y buscó otros centros engañosos en la superficie. Pero no se puede prescindir impunemente del centro que da fondo y peso a la vida: «Quitad lo sobrenatural y no os quedará lo natural –nos advertía Chesterton–, sino lo antinatural». Desarraigado de su centro espiritual, el hombre occidental se creyó sin embargo 'liberado', dueño al fin de su destino, capaz de ascender hasta cumbres hasta entonces inconcebibles; pero, una vez alcanzadas esas cumbres –materializadas en el progreso técnico, científico, político, etcétera–, el hombre occidental ha descubierto que lo gangrena un vacío horrendo. Y busca culpables rabioso, busca morfinas diversas que anestesien esa gangrena, sin aceptar que es la confianza insensata en sí mismo quien lo arrastra irremediablemente a la caída, porque ha renegado de las fuentes de la vida. Despojado de su centro, el hombre occidental diseña una vida que es pura fantasmagoría, búsqueda incesante de bienes ilusorios. Pero todo resulta tan estéril como el pataleo de un escarabajo panza arriba. El hombre occidental ha extraviado el centro de su vida, no siente profundidad bajo sus pies ni sobre su cabeza, vive en un mundo fatalmente bidimensional.
Aquella autoafirmación prometeica desarrolló hasta el paroxismo el individualismo exento de base espiritual. Pero ese individualismo aparentemente 'empoderante' ha privado de forma y consistencia nuestra personalidad, hasta aniquilarla por completo, convirtiéndonos en guiñapos. Es una ley biológica infalible que la existencia humana es fuerte y floreciente cuando afirma los vínculos comunitarios y sobrenaturales; y paralítica, vacía, marchita desde el instante que los niega. El hombre occidental, en su existencia terrenal limitada, no es capaz de crear nada verdaderamente imperecedero; necesita abrirse a otra existencia ilimitada. Cuando se conforma con su existencia limitada, su energía creadora se vuelca en la satisfacción de sí mismo, se vuelve vana y superficial. Sólo el hombre espiritual puede ser un verdadero creador, ahondando sus raíces en la vida eterna. A este fin de era, después de cegar las potencias espirituales del hombre, después de un quebrantamiento tan radical de la identidad humana, no le sucederá un nuevo Renacimiento. Las potencias creadoras del ser humano no pueden ser regeneradas, ni la identidad del hombre restablecida, sino a través de una recuperación de los orígenes espirituales.
No dudo que a algunos, aferrados al cadáver de esta era moribunda, estos planteamientos se les antojarán 'reaccionarios'. Pero estas etiquetas han perdido todo significado para el tiempo presente y, con mayor motivo, para el porvenir. Todos los términos, todas las nociones deben ser tomadas en un sentido renovado, más profundo y ontológico. Se aproxima el tiempo en que se planteará para todos la cuestión de si el 'progreso' fue un verdadero progreso o si, por el contrario, fue una 'reacción' siniestra contra las auténticas bases de la vida. Apelar a una cristalización de los errores consagrados en esta era moribunda equivale a atarse a un cadáver que se descompone.
Fuente: religionenlibertad.com